lunes, 30 de marzo de 2020

EL MARÍN DE MI NIÑEZ


Ahora que la cuarentena nos tiene en casa, podemos viajar con la imaginación y, en mi caso, mi lugar de viaje es el Marín de los años setenta, aquel Marín en donde fui un adolescente ¿feliz?, aquel Marín de la alameda de plátanos  (como casi todas las alamedas gallegas) que por las noches se llenaba del olor al café de El Carballinés, El Colón y la Xeitosa. Por la mañana, había yo recorrido aquella alameda de la mano de mi abuelo, pensando en la playa, soñando con mi caña de pescar y los acantilados en donde Arturo y yo pescábamos unos peces que vendíamos a la hermana del señor Fernando, el zapatero de la calle Francisco Alfonso ( hoy, Rúa do Forno). En aquella calle estrecha y en cuesta que llegaba hasta la calle General Franco, estaba la panadería Santos y un taller de motos. Era el Marín de los perros pequeños y de las televisiones encendidas a medianoche, cuya luz salía a las calles que nos esperaban. Aquel Marín tenía exposiciones de Sobral y los alemanes de Pasau llegaban todos los años al Liceo Casino y todos los años se anunciaba en carteles la película de Jacques Tati, Mon oncle. Llegué a odiar esa película porque, cuando aparecía aquel cartel, ya era tiempo de regreso. Era el Marín de aquel escultor muy viejo y algo loco, que iba haciendo grabaciones en la piedra como petroglifos encantados y políticos, el Marín de El Merendero, de Casa Campos, del estanco de Merche y Juan, de los Almacenes Kiko en las galerías, de la relojería Muiños, de El Priorato con aquel dependiente que nos vendió aquella barquita de goma…

         Era el Marín de los taxis en cuya puerta se leía aquel Nostra in mare fortuna, del que ya he hablado en esta blog; era el Marín de las gaseosas Novegil, del barco de maíz que descargaba para los almacenes de Nogueira, del trolebús que nos dejaba en Pontevedra, del guardia de la porra en la entrada de la Academia; era el Marín de las fiestas del Carmen y del mercado de abastos de Calzada con sus pescaderas y su pan de millo. Era el Marín de El Vergel y los Tamara en donde Manolo Vilas Quintela tocaba el saxo tenor; el Marín de una calle larga que llegaba hasta el monte, más allá de las casas de suboficiales de la Armada, de aquel lavadero mágico y de cometas en Lapamán. Era el Marín de la fábrica de hielo, de la Lonja y los hombres en traje de domingo; era el Marín con la isla de Tambo y con los barcos de la Marina; era el Marín de mi disco de Serrat en José María Pais, de mi cinta de Plácido Domingo en el estanco grande, enorme que había en junto al bar Taxi; era el Marín de la peluquería de Luis llena de canarios, y de la plaza de la Veiguiña;  era el Marín de esa librería dobde me compré las obras completas de Ramón Cabanillas; era el Marín del Hostal del Mar, de la Orensana, de García y sus trufas de chocolate; el Marín de la cerveza en la Xietosa o en el Lelé, con aquella señora que siempre estaba a la puerta y que nos daba las buenas noches.

         Era el Marín de las tapas de pulpo, del Mesón do Marisco, de las tiendas de comestibles, del cine Avenida y del Café Real, cuyo dueño era hermano de don Antonio Blanco Freijeiro; era el Marín de los primeros televisores en color, de los sueños de pobres, del sol que se ponía por la isla de Ons…

         He vuelto a Marín no hace mucho y Marín no me reconoció. Por eso tan sólo merece la pena recordarlo en estas páginas y recitar, como una pequeña letanía laica: NOSTRA IN MARE FORTUNA.


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