Ahora
que la cuarentena nos tiene en casa, podemos viajar con la imaginación y, en mi
caso, mi lugar de viaje es el Marín de los años setenta, aquel Marín en donde
fui un adolescente ¿feliz?, aquel Marín de la alameda de plátanos (como casi todas las alamedas gallegas) que
por las noches se llenaba del olor al café de El Carballinés, El Colón y la Xeitosa.
Por la mañana, había yo recorrido aquella alameda de la mano de mi abuelo,
pensando en la playa, soñando con mi caña de pescar y los acantilados en donde
Arturo y yo pescábamos unos peces que vendíamos a la hermana del señor
Fernando, el zapatero de la calle Francisco Alfonso ( hoy, Rúa do Forno). En
aquella calle estrecha y en cuesta que llegaba hasta la calle General Franco,
estaba la panadería Santos y un taller de motos. Era el Marín de los perros
pequeños y de las televisiones encendidas a medianoche, cuya luz salía a las
calles que nos esperaban. Aquel Marín tenía exposiciones de Sobral y los
alemanes de Pasau llegaban todos los años al Liceo Casino y todos los años se
anunciaba en carteles la película de Jacques Tati, Mon oncle. Llegué a odiar esa película porque, cuando aparecía aquel
cartel, ya era tiempo de regreso. Era el Marín de aquel escultor muy viejo y
algo loco, que iba haciendo grabaciones en la piedra como petroglifos
encantados y políticos, el Marín de El Merendero, de Casa Campos, del estanco
de Merche y Juan, de los Almacenes Kiko en las galerías, de la relojería
Muiños, de El Priorato con aquel dependiente que nos vendió aquella barquita de
goma…
Era
el Marín de los taxis en cuya puerta se leía aquel Nostra in mare fortuna, del que ya he hablado en esta blog; era el
Marín de las gaseosas Novegil, del barco de maíz que descargaba para los almacenes
de Nogueira, del trolebús que nos dejaba en Pontevedra, del guardia de la porra
en la entrada de la Academia; era el Marín de las fiestas del Carmen y del
mercado de abastos de Calzada con sus pescaderas y su pan de millo. Era el
Marín de El Vergel y los Tamara en donde Manolo Vilas Quintela tocaba el saxo
tenor; el Marín de una calle larga que llegaba hasta el monte, más allá de las
casas de suboficiales de la Armada, de aquel lavadero mágico y de cometas en
Lapamán. Era el Marín de la fábrica de hielo, de la Lonja y los hombres en
traje de domingo; era el Marín con la isla de Tambo y con los barcos de la
Marina; era el Marín de mi disco de Serrat en José María Pais, de mi cinta de
Plácido Domingo en el estanco grande, enorme que había en junto al bar Taxi; era
el Marín de la peluquería de Luis llena de canarios, y de la plaza de la
Veiguiña; era el Marín de esa librería
dobde me compré las obras completas de Ramón Cabanillas; era el Marín del Hostal
del Mar, de la Orensana, de García y sus trufas de chocolate; el Marín de la
cerveza en la Xietosa o en el Lelé, con aquella señora que siempre estaba a la
puerta y que nos daba las buenas noches.
Era
el Marín de las tapas de pulpo, del Mesón do Marisco, de las tiendas de
comestibles, del cine Avenida y del Café Real, cuyo dueño era hermano de don
Antonio Blanco Freijeiro; era el Marín de los primeros televisores en color, de
los sueños de pobres, del sol que se ponía por la isla de Ons…
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