
Resulta
que Racine, tras la muerte de su abuelo materno, pasó a vivir a Port Royal des
Champs donde vivían retiradas su abuela y una tía. Allí Racine aprendió el
griego con gran soltura y, al poco, ya se leía de corrido, con anotaciones de su
puño y letra, a Plutarco, Platón y su Banquete, San Basilio, o Píndaro, esa
piedra dura y hermosa. En las horas perdidas, como no había You Tube, ni
Instagram, ni juegos on line, el chaval se dedicaba a leer Teágenes y Cariclea. Como le sobraba tiempo,
se puso a traducir al francés los himnos del Breviario y, enamorado del tierno
paisaje de Port Royal, escribió un libro de siete odas para describirlo de
manera poética. Luego en sus obras (Fedra, Británico, Andrómaca) se ve la
huella del mundo clásico.
A
ver si el Ministerio de turno se entera que esto de la Cultura Clásica (doble aburrimiento por Cultura y por Clásica
como dijo Agustín García Calvo en Alcalá de Henares) es algo más que batallitas
de romanos: nos estamos jugando nuestra propia cultura porque en la educación
no hay más que dos caminos: el de la escuela o el de la barbarie. Por los últimos
años, parece que hemos elegido, para nuestra desgracia, el segundo. ¡Que Dios
nos coja confesados!
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