Otra
vez te tengo entre las manos, querido amigo Hipólito, buen chaval, amigo de los
caballos. Otra vez releo la jugada que te hizo tu madrastra, terrible mentira
que te llevó a la muerte. Como el pobre José con la mujer de Putifar, amigo
Hipólito, caíste en las redes de una
mala mujer. Pero ni siquiera ella fue la culpable porque todo fue un enfado de
Afrodita, la diosa a la que, en tu castidad, negabas culto. Y ella lo preparó
todo e hizo que tu padre, leyera aquel desgraciado mensaje con el que Fedra murió
y que te maldijera. Un monstruo, engendro de Poseidón, te salió al paso en la playa y desbocó tus
caballos, que te arrastraron por los cortantes cantiles; a ti, el hábil auriga,
el perfecto caballista. Todo al final no fue más que una disputa entre diosas:
Afrodita y Ártemis, la diosa del amor frente a la virgen, y lo pagó tu cuerpo
adolescente y hermoso. Quizás no sabías que también en Trecén regían las normas
de la Hélade: nada en exceso, μηδὲν ἄγαν, no sobrepases los
límites, no quieras ser el más justo de los hombres porque te convertirás en el
más injusto como dice el saber hebreo en el Eclesiastés. Y fuiste un esclavo,
sin querer, de la ὕβρις,
ésa que lleva, sin remedio a la ἁμαρτία. ¿No recodaste cómo otros también
fueron esclavos de esa ὕβρις que ahora
hace que seas un cuerpo hermoso y destrozado a los pies de tu padre? No te preocupes, dulce Hipólito, fervoroso
seguidor de Diana, porque tu historia tendrá continuación y dos mil años después hablarán de ti los hombres en sus
libros y hasta devendrás en malquerida a la que malquiere su padrastro. Porque
ahí estamos todos, porque común es el dolor
que llega inesperadamente aun para el que se goza en el bien. ¡Qué bonito queda
esto en griego y así quiero cerrar esta
epístola que brota del dolor de ser hombre! ¡Mi querido y tierno muchacho, un
despojo ya pasto de los buitres!
κοινὸν τόδ’ ἄχος πᾶσι πολίταις
ἦλθεν ἀέλπτως.
Común para todos los ciudadanos,
este dolor que llega de repente.
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