Como
bien saben los pocos que me leen, soy un gran aficionado al yoga ibérico, es
decir, a la siesta, el gran invento español. Ya dijo Cela que, para que una siesta
fuese de calidad, tenía que ser de Padrenuestro, pijama y orinal, pero es que
leyendo unas notas sobre la Guerra Civil me encuentro algo curiosísimo: resulta
que los nacionales o sublevados tentaban a los del bando republicano con
“conceder tres horas de siesta al que desertara y se cambiara de bando”. Os
juro que no está sacado de ningún guion de Miguel Gila como tampoco está sacado
de un guion de Berlanga el que ambos bandos, en la guerra de trincheras,
quedaban para verse, intercambiarse tabaco, jugar al mus y, en el culmen de la
españolidad, hacer un paella juntos nacionales y republicanos. De tal manera
que en el argot de los combatientes, reunirse en los descansos de la guerra era
“hacer la paella”. Yo, recordando lo que me contaba mi abuelo Luis Platón
Villafruela que se pasó los tres años de guerra en la Ciudad Universitaria con
el ejército de Franco, corroboro lo de los encuentros. También, cualquiera que haya visto La
vaquilla, esa aproximación tan
cercana a lo que fue la Guerra, - una
guerra que parecía de alpargatas, pero que fue terriblemente cruel y dolorosa -,
puede ver cómo confraternizaban los dos
bandos incluso dándose un bañito en una charca y así aliviar los calores del
tórrido verano cañí. De la siesta quiero hablaros en entrada a parte porque ya
sabéis que mi abuelo era un gran aficionado a ella y me contó una historia que
no tiene desperdicio.
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