El
sol de marzo ya calienta en las tardes madrileñas y la siesta va apeteciendo cuando un calorcillo hace que
las tardes huelan un poco a verano. Ya llevaban tres años de guerra y se notaba
el cansancio en aquella interminable trinchera de la Ciudad Universitaria a la
que habían llegado en noviembre del treinta y seis. Del otro lado del río,
estaba Madrid y, durante esos largos meses, habían ido viendo a sus habitantes
recorrer la calle de Ferraz o acercarse a las derruidas facultades. Se cuchicheaba entre la tropa que se estaba
hablando de la paz en las altas esferas y ya se comentaba por “radio macuto”
que iba a llegar cualquier día. Por eso, porque hacía ya calorcito y porque
aquel asedio era aburrido, mi abuelo se había acostado a echar la siesta en la
tienda de campaña que tenía la compañía. Tenía esa costumbre de la siesta desde
que era pequeño y ni siquiera una guerra se la iba a quitar. Por eso dormía
feliz cuando un soldado entró a despertarlo.
-
¡Mi sargento, mi sargento, mire! – y le
entregaba unos prismáticos.
-
Déjame hombre. ¿No ves que me estoy
echando la siesta y la siesta es sagrada?
-
Pero mi sargento ¿no ve que se están
pasando los rojos a nuestras filas?
-
No digas tonterías, Manuel, y déjame
tranquilo.
-
¡Se lo juro, mi sargento! ¡Cruzan el río
y se unen a nosotros!
Tanto le insistió aquel soldado que mi
abuelo cogió aquellos prismáticos y miró. Efectivamente, los del bando
republicano se estaban a los nacionales. Entonces mi abuelo y el soldado se
miraron. Ahora no cabía duda: la guerra estaba terminada.
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