jueves, 5 de agosto de 2021

EL ABRAZO A SANTIAGO APÓSTOL

 


Teníamos cada año que ir a dar el “abrazo a Santiago”. Por aquellos años, Santiago era una ciudad que no era la mega capital de hoy en día, que no se había extendido como un pulpo gigante por Teo y Bertamiráns y cuyo casco urbano no llegaba ni hasta el puente de la Rocha. Hasta recuerdo que, en la plaza de Platerías, se podía aparcar el coche, justo al lado de la fuente con los caballos. Para ir a dar el abrazo a Santiago,  elegían mis padres un día que no fuera de playa, un día que la niebla cubriera nuestro paraíso o que la lluvia invitara a ese viaje a aquella ciudad en la que, que como rezaban aquellos adhesivos para los cristales, “la lluvia era arte”. El viaje de Marín a Santiago era larguísimo por aquella carretera de dos direcciones llena de camiones, pero, al llegar a Padrón, sabíamos que ya quedaba poco. Luego era llegar y aparcar, sí, aparcar, porque en aquellos años, en Santiago se podía aparcar casi donde te viniera en gana.

         Una vez en la plaza del Obradoiro, venían las fotos de rigor, el ascenso por la escalinata, poner los cinco dedos en el la columna central del Pórtico de la Gloria al tiempo que pedíamos cinco deseos ( deseos, por cierto, care Iacobe, que casi nunca se cumplieron), ir a ver al maestro Mateo (llamado “o santo dos croques” porque había que darse en la cabeza con su testa de piedra. Una vez realizados estos rituales, ya podíamos entrar a la catedral. Sin embargo, a mí me llamaba la atención la tumba de Monseñor Fernando Quiroga Palacios, porque estaba en latín y,  año tras año,  iba viendo en ella los progresos que hacía en la lengua del Lacio.

         Recorríamos la catedral y llegábamos a una puerta estrecha (muy evangélica) por donde se subía a abrazar al santo. Al principio, los primeros años, mi madre me aupaba y yo le besaba en la “chepa” como decía mi padre con una cierta irreverencia; más tarde, ya le llegaba por  la mitad de la espalda, pero seguía sin poderle abrazar y, ¡por fin!, pude darle un abrazo de colegas de toda la vida al hijo de Zebedeo. Al terminar el abrazo, un sacristán vestido de morado nos entregaba una estampita y le dejábamos una limosna en la urna que estaba allí preparada al efecto. Tras salir bajando las escaleras, entrabamos por otra puerta estrecha también que llevaba a la tumba del apóstol y allí rezábamos un Padre Nuestro. En la bajada, Arturo y yo habíamos visto unas galerías con una puerta de reja que se repetían también en el ascenso y pensábamos, sin duda, que aquellas eran las mazmorras de la catedral en donde  muchos moros habían sido encerrados en los años aquellos (o tempo dos mouros) en que los invasores agarenos iban dejando tesoros que guardaban enanos o princesas  para que los sacara a la luz don Álvaro Cunqueiro.

         Aún quedaba bajar por la Rúa do Villar y tomarse una sidra en el bar Sobrino que hacía esquina y en donde, salvo la sidra, el resto de las bebidas estaban “del tiempo” que en muchas ocasiones no coincidía con el fresco verano de Santiago y más bien parecían babas. Luego venía entrar a comprar recuerdos para los conocidos mientras sonaba el último disco de Milladoiro, ver libros en la Librería González o, al volver al Obradoiro, comprarle una cinta al tuno, un pajarito de plástico al que los hacía volar o, si nos llegábamos hasta una esquina, comprar un asubío que el gran Paparolo tocaba con magistral destreza y del que anda un ejemplar por casa.

         Cuando ya la noche se iba acostando en los huertos de la ciudad compostelana, nuestro humilde coche ya había cruzado Caldas y navegaba rumbo a Marín. Un año más habíamos cumplido con la tradición de darle un abrazo a Santiago.

 

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