Teníamos
cada año que ir a dar el “abrazo a Santiago”. Por aquellos años, Santiago era
una ciudad que no era la mega capital de hoy en día, que no se había extendido
como un pulpo gigante por Teo y Bertamiráns y cuyo casco urbano no llegaba ni
hasta el puente de la Rocha. Hasta recuerdo que, en la plaza de Platerías, se
podía aparcar el coche, justo al lado de la fuente con los caballos. Para ir a
dar el abrazo a Santiago, elegían mis
padres un día que no fuera de playa, un día que la niebla cubriera nuestro paraíso
o que la lluvia invitara a ese viaje a aquella ciudad en la que, que como
rezaban aquellos adhesivos para los cristales, “la lluvia era arte”. El viaje
de Marín a Santiago era larguísimo por aquella carretera de dos direcciones
llena de camiones, pero, al llegar a Padrón, sabíamos que ya quedaba poco.
Luego era llegar y aparcar, sí, aparcar, porque en aquellos años, en Santiago
se podía aparcar casi donde te viniera en gana.
Una vez en la plaza del Obradoiro,
venían las fotos de rigor, el ascenso por la escalinata, poner los cinco dedos
en el la columna central del Pórtico de la Gloria al tiempo que pedíamos cinco
deseos ( deseos, por cierto, care Iacobe,
que casi nunca se cumplieron), ir a ver al maestro Mateo (llamado “o santo dos
croques” porque había que darse en la cabeza con su testa de piedra. Una vez
realizados estos rituales, ya podíamos entrar a la catedral. Sin embargo, a mí
me llamaba la atención la tumba de Monseñor Fernando Quiroga Palacios, porque
estaba en latín y, año tras año, iba viendo en ella los progresos que hacía en
la lengua del Lacio.
Recorríamos la catedral y llegábamos a
una puerta estrecha (muy evangélica) por donde se subía a abrazar al santo. Al
principio, los primeros años, mi madre me aupaba y yo le besaba en la “chepa”
como decía mi padre con una cierta irreverencia; más tarde, ya le llegaba por la mitad de la espalda, pero seguía sin
poderle abrazar y, ¡por fin!, pude darle un abrazo de colegas de toda la vida
al hijo de Zebedeo. Al terminar el abrazo, un sacristán vestido de morado nos
entregaba una estampita y le dejábamos una limosna en la urna que estaba allí
preparada al efecto. Tras salir bajando las escaleras, entrabamos por otra
puerta estrecha también que llevaba a la tumba del apóstol y allí rezábamos un
Padre Nuestro. En la bajada, Arturo y yo habíamos visto unas galerías con una
puerta de reja que se repetían también en el ascenso y pensábamos, sin duda,
que aquellas eran las mazmorras de la catedral en donde muchos moros habían sido encerrados en los
años aquellos (o tempo dos mouros) en que los invasores agarenos iban dejando
tesoros que guardaban enanos o princesas para que los sacara a la luz don Álvaro
Cunqueiro.
Aún quedaba bajar por la Rúa do Villar
y tomarse una sidra en el bar Sobrino que hacía esquina y en donde, salvo la
sidra, el resto de las bebidas estaban “del tiempo” que en muchas ocasiones no
coincidía con el fresco verano de Santiago y más bien parecían babas. Luego
venía entrar a comprar recuerdos para los conocidos mientras sonaba el último
disco de Milladoiro, ver libros en la Librería González o, al volver al Obradoiro,
comprarle una cinta al tuno, un pajarito de plástico al que los hacía volar o,
si nos llegábamos hasta una esquina, comprar un asubío que el gran Paparolo
tocaba con magistral destreza y del que anda un ejemplar por casa.
Cuando ya la noche se iba acostando en
los huertos de la ciudad compostelana, nuestro humilde coche ya había cruzado
Caldas y navegaba rumbo a Marín. Un año más habíamos cumplido con la tradición
de darle un abrazo a Santiago.
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