Como
no me habían operado de las anginas porque la doctora que me atendía decía que
era una pena cortarlas porque eran defensas que permanecían con ademán
impasible a ambos lados de la garganta como vigilantes incansables de virus y
bacterias, no me dejaba mi madre comer helados y veía con tristeza cómo Arturo,
Merce y hasta el mismo Chiqui, se tomaban dos o tres helados por tarde. Era una
pena muy honda que rememoro cada vez que me tomo (de guindas a brevas) un
helado que, a ser posible, elijo de tutti
frutti.
Sin embargo, un día mi vida cambió. Habíamos
parado en Redondela tras haber estado en Vigo y, en un parque debajo del
viaducto, había un puesto de helados. Los
hijos de Paco pidieron a sus padres uno y yo me quedé tan triste como siempre
viendo cómo se comían los helados que, - no se me olvida-, eran de Frigo.
Entonces se produjo el milagro: mi madre, bien porque ya hacía más de tres
horas que habíamos comido y, por tanto, era imposible que el helado me cortara
la digestión ( el frío de los helados también podía cortar la digestión), bien
porque ese invierno no había tenido que ir a casa la señorita Pilar a ponerme
las inyecciones para las amígdalas, lo cierto es que me permitió comerme el primer helado de mi
vida que aún recuerdo con enorme cariño: era un Frigo que semejaba un barquito
blanco, un velero con el que surqué los mares del deseo tantos años reprimido
por la censura y las normas a las que
era imposible contravenir.
Fue tanta mi alegría al comerme mi
primer helado que hasta me pareció que el Talgo de Madrid, que en ese momento
pasaba por el viaducto, tocó el toque de
obispo, ese toque especial que se reservan los maquinistas para aquellas
ciudades que tienen obispo, pero no tienen gobernador civil tal y como mi
abuelo Luis me había enseñado de su lecturas de don Antonio Pereira. Os
parecerá mentira, pero os juro que yo lo oí limpio y claro atravesando la tarde
alegre e infantil de la Redondela de mi infancia.
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