Mi
madre respetaba escrupulosamente las horas de la digestión hasta el punto de
que, para curarse en salud, había decretado que el tiempo de la digestión eran
tres horas. Ni más, ni menos; tres horas que pasaban lentas mientras la tarde
de agosto se llenaba de helados y de risas. Era imposible saltarse ese tiempo
marcado por mi madre y, en ocasiones, pasaba que ya no había baño por la tarde
porque habíamos comido más tarde y la hora del baño coincidía, de manera terrible,
con la hora de marcharnos. Había que jugar al fútbol, echar una partido con las
paletas o recorrer una y mil veces la playa que, según calculó mi padre, tenía
un kilómetro de acantilado a acantilado. Pero acercarse al agua ni en bromas.
Sin embargo, había un hecho que echaba
la teoría del corte de digestión por tierra: los del barco, nada más comer, se
echaban al agua y nadaban, despreciando las barquitas auxiliares, hasta sus
veleros. Mi mente infantil se revelaba: ¿cómo era posible que no tuvieran un
corte de digestión si, con la comida en
la boca, se echaban a las frías aguas de la ría? No lo entendía hasta que mi
buen amigo Arturo, que anda hoy por tierras de Valderredible en Cantabria, me
dijo:
-
Es porque los ricos, la gente con la clase, no tienen que esperar el tiempo de la
digestión porque son diferentes a nosotros. Viven diferente, duermen diferente
y su digestión es diferente.
Aquel argumento me
convenció y pensé entonces que efectivamente la razón por la que su digestión
no se cortaba era porque eran ricos y los ricos se podían permitir acciones que
los pobres no podíamos, entre ellas, la de saltarse impunemente las horas de la
digestión.
Con el tiempo aprendí
que los ricos se saltaban otras muchas reglas y que aquellos sólidos negocios que
las habían permitido tener esos blancos veleros que cruzaban desde el náutico
de Sanxenxo podían ser gigantes con pies de barro. Pero a mí eso no me
importaba; lo que me importaba de verdad era que pudieran saltarse el tiempo de
la digestión con total impunidad, como si estuvieran por encima del bien y del
mal, como si estuvieran por encima de las leyes inviolables de mi madre que era
casi como decir las leyes divinas que Moisés recibió en el Sinaí.
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