Sabíamos
que iban a venir los de los barcos porque las hijas de Lino empezaban a bajar
las mesas a la playa. Los de los barcos no comían como el resto de los bañistas
en el emparrado de El pino, sino que comían en la arena de la playa y al sol.
Eran diferentes a nosotros que buscábamos la sombra de los árboles para echar
una siesta después de comer poniendo por almohada una toalla de baño; eran
distintos, tenían eso que mi abuela Patro definía como “clase”, algo que no
teníamos el resto de los mortales que pasábamos los días en Lapamán. Hacia la
hora de comer, veíamos llegar sus barcos que cruzaban la ría con prepotencia,
con un surcar firme el agua que revelaba que, en eso, también eran distintos a
nosotros que nos teníamos que conformar con las barcas hinchables que nuestros
padres nos habían comprado en los almacenes El Priorato de Marín. Desde el
barco, unos usaban las barquitas auxiliares y otros llegaban nadando hasta la
playa con firmes brazadas que revelaban que su natación no se veía interrumpida
por el invierno, sino que durante los fríos invernales seguían practicando en las
piscinas de la capital. Las mesas, puestas con esmero, con sus manteles de
papel y las jarras de vino, les
esperaban. Tan pronto como se sentaban, les solícitas las hijas de Lino bajaban las
bandejas de merluza a la gallega, de pimientos de Padrón, de cachelos suaves
como la mantequilla. Todas las camareras estaban destinadas a ellos, a su
servicio y el resto del restaurante se quedaba casi desatendido porque los
pobres podíamos y debíamos esperar: era nuestro destino. Mientras comían,
hablaban de negocios, de cómo nada más salir por el portal el portero les daba
los buenos días (buenos días, don Fernando), de cómo llegaban a sus despachos,
de cómo las secretarias les pasaba el orden del día y nuestros padres, tan
humildes, decían, “cómo se les ve la
clase” con esa pena infinita del que sabe que nunca va a ser como aquellas
gentes bendecidas por la mano de la diosa Fortuna. Más tarde, supe que la clase
no era una cuestión de dinero, ni de barcos, ni de que te saludara el portero
al salir por el portal, pero en aquella primera adolescencia, aquella gente
tenían un resello que les hacía lejanos, casi tan lejanos como aquellas otras gentes
que aparecían en las revistas que leía la señora Emilia con mi abuela Patro en
las que ponía, por ejemplo: “Gunilla von Bismarck ha llegado a Marbella”. Y Arturo
y yo pensábamos que Marbella era un lugar celestial, una Jauja en donde nadie
pegaba un palo al agua y todos vivían en grandes casas y tenían grandes yates
con los que recorrían el Mediterráneo. No hace falta que os diga que muchos de
aquellos marbellíes de adopción acabaron entre rejas, pero no quiero estropear
los sueños con la cruda e implacable realidad. Al acabar de comer, el aire se
embalsamaba con “o cheiro” de la caña blanca y de la caña de “herbas” que las
hijas de Lino llevaban en las bandejas como Salomé había llevado en la suya la
cabeza del Bautista. Toda la playa se llenaba del olor al aguardiente con cuyas
botellas se decoraban las mesas de los de los barcos y toda la playa sabía que
los ricos, los de los barcos, estaban tomando café, ese mismo café que nuestros
padres tomaban de un termo que había servido para llevarnos, en nuestra primera
niñez, las papillas y los biberones. Los de los barcos se sacaban fotos, se
grababan en vídeo (ya tenían videocámaras cuando nosotros sacábamos fotos con
una vieja Fowell de los años cincuenta), se levantaban de las mesas y, desde
arriba, los desheredados los veíamos partir dejando en el aire impreso el olor
a sus bronceadores caros, a sus colonias de París y, sobre todo, el olor de su
clase, eso que ni teníamos ni podíamos aspirar a tener los hijos de un taxista
o de un administrativo. Sin embargo, ese regreso era aún más mágico por lo que
os seguirá contando en la próxima entrada.
Hola soy uno de los de los barcos. Desde mi barco veo la playa llena de aborígenes semidesnudos...apilados como morsas al sol..comen lo que cae de los árboles y las suegras los niños el regeton y la sangría le han hablandado el cerebro. A veces pienso en bajar a la orilla pero temo ser atacado con flechas y dardos envenenados...se muestran muy hostiles con el visitante y se comportan con muy poca clase. Temo ser comido en una sartén de paella. El hacinamiento en el que yacen estas criaturas primitivas les ha provocado una hostilidad...temen al extraño. Les recomiendo el documental El planeta de los simios para conocer la especie
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