miércoles, 4 de agosto de 2021

LOS DE LOS BARCOS (I)

 


Sabíamos que iban a venir los de los barcos porque las hijas de Lino empezaban a bajar las mesas a la playa. Los de los barcos no comían como el resto de los bañistas en el emparrado de El pino, sino que comían en la arena de la playa y al sol. Eran diferentes a nosotros que buscábamos la sombra de los árboles para echar una siesta después de comer poniendo por almohada una toalla de baño; eran distintos, tenían eso que mi abuela Patro definía como “clase”, algo que no teníamos el resto de los mortales que pasábamos los días en Lapamán. Hacia la hora de comer, veíamos llegar sus barcos que cruzaban la ría con prepotencia, con un surcar firme el agua que revelaba que, en eso, también eran distintos a nosotros que nos teníamos que conformar con las barcas hinchables que nuestros padres nos habían comprado en los almacenes El Priorato de Marín. Desde el barco, unos usaban las barquitas auxiliares y otros llegaban nadando hasta la playa con firmes brazadas que revelaban que su natación no se veía interrumpida por el invierno, sino que durante los fríos invernales seguían practicando en las piscinas de la capital. Las mesas, puestas con esmero, con sus manteles de papel y las jarras de vino,  les esperaban. Tan pronto como se sentaban,  les solícitas las hijas de Lino bajaban las bandejas de merluza a la gallega, de pimientos de Padrón, de cachelos suaves como la mantequilla. Todas las camareras estaban destinadas a ellos, a su servicio y el resto del restaurante se quedaba casi desatendido porque los pobres podíamos y debíamos esperar: era nuestro destino. Mientras comían, hablaban de negocios, de cómo nada más salir por el portal el portero les daba los buenos días (buenos días, don Fernando), de cómo llegaban a sus despachos, de cómo las secretarias les pasaba el orden del día y nuestros padres, tan humildes,  decían, “cómo se les ve la clase” con esa pena infinita del que sabe que nunca va a ser como aquellas gentes bendecidas por la mano de la diosa Fortuna. Más tarde, supe que la clase no era una cuestión de dinero, ni de barcos, ni de que te saludara el portero al salir por el portal, pero en aquella primera adolescencia, aquella gente tenían un resello que les hacía lejanos, casi tan lejanos como aquellas otras gentes que aparecían en las revistas que leía la señora Emilia con mi abuela Patro en las que ponía, por ejemplo: “Gunilla von Bismarck ha llegado a Marbella”. Y Arturo y yo pensábamos que Marbella era un lugar celestial, una Jauja en donde nadie pegaba un palo al agua y todos vivían en grandes casas y tenían grandes yates con los que recorrían el Mediterráneo. No hace falta que os diga que muchos de aquellos marbellíes de adopción acabaron entre rejas, pero no quiero estropear los sueños con la cruda e implacable realidad. Al acabar de comer, el aire se embalsamaba con “o cheiro” de la caña blanca y de la caña de “herbas” que las hijas de Lino llevaban en las bandejas como Salomé había llevado en la suya la cabeza del Bautista. Toda la playa se llenaba del olor al aguardiente con cuyas botellas se decoraban las mesas de los de los barcos y toda la playa sabía que los ricos, los de los barcos, estaban tomando café, ese mismo café que nuestros padres tomaban de un termo que había servido para llevarnos, en nuestra primera niñez, las papillas y los biberones. Los de los barcos se sacaban fotos, se grababan en vídeo (ya tenían videocámaras cuando nosotros sacábamos fotos con una vieja Fowell de los años cincuenta), se levantaban de las mesas y, desde arriba, los desheredados los veíamos partir dejando en el aire impreso el olor a sus bronceadores caros, a sus colonias de París y, sobre todo, el olor de su clase, eso que ni teníamos ni podíamos aspirar a tener los hijos de un taxista o de un administrativo. Sin embargo, ese regreso era aún más mágico por lo que os seguirá contando en la próxima entrada.

1 comentario:

  1. Hola soy uno de los de los barcos. Desde mi barco veo la playa llena de aborígenes semidesnudos...apilados como morsas al sol..comen lo que cae de los árboles y las suegras los niños el regeton y la sangría le han hablandado el cerebro. A veces pienso en bajar a la orilla pero temo ser atacado con flechas y dardos envenenados...se muestran muy hostiles con el visitante y se comportan con muy poca clase. Temo ser comido en una sartén de paella. El hacinamiento en el que yacen estas criaturas primitivas les ha provocado una hostilidad...temen al extraño. Les recomiendo el documental El planeta de los simios para conocer la especie

    ResponderEliminar