Aristágoras subió lentamente para arengar al pueblo. Se
había convertido en el tirano de Mileto cuando su tío Histieo se convirtió en
consejero de Darío I. Le gustaba ser tirano de tan hermosa ciudad de Asia Menor, la ciudad de Tales, y quería hablar al pueblo de cómo la isla de
Naxos se había rebelado, había expulsado a los tiranos filopersas que la
gobernaban y sus habitantes habían instaurado un régimen más o menos
democrático. Desde la improvisada tribuna de un templo, con los pies en el
estilóbato, anunció al pueblo que las gentes de Naxos le habían solicitado
ayuda y él había aceptado a cambio de convertirse también en tirano de la isla.
El pueblo voluble y maleable aceptó la propuesta de Aristágoras y éste envió un
mensajero a Artafernes, sátrapa de Lidia y hermano de Darío I para que se
hiciera su aliado en la conquista de Naxos. Tan pronto como llegó el mensajero
y le reveló su mensaje, Artafernes envió
otro mensajero a su hermano que aceptó de buen grado siempre y cuando la expedición
fuera comandada por el persa Megabates. No fue del agrado del milesio esta
condición, pero la acabó aceptando. Al fin y a la postre, algún precio habría
que pagar por ser el líder de aquel territorio tan cargado de historias
mitológicas. La revuelta de la isla
cicládica había tenido lugar en el año 502 a. C y corría el año 501 a. C cuando
la expedición partió para conquistarla y ponerla bajo el mandato de
Aristágoras. Sin embargo, los temores del milesio se cumplieron y Megabates lo
traicionó avisando a los habitantes de la isla de que una flota se acercaba para
conquistarles. Aristágoras, en la soledad de su cámara, se llenó de una rabia
que no podía controlar y pensó en lo acertado que estuvo al desconfiar de aquel
persa maldito. Ya no había remedio y la noche lo contemplaba con las manos en
la cabeza, buscando enfebrecido una manera de vénganse de aquellos traidores.
Todo había comenzado muchos años atrás
cuando las ciudades griegas de Asia Menor pertenecían al reino de Lidia y, pagando
un tributo a Creso, podían vivir en paz. Sin embargo, en el año 546 a. C este
monarca fue derrotado por Ciro y aquellas ciudades cultas y prósperas pasaron a
formar parte del imperio persa o aqueménida. Darío I, el sucesor de Ciro,
gobernó aquellas ciudades con un gran sentido del tacto y de la tolerancia
aunque, hábilmente, apoyó a los fenicios, aliados de los persas y enemigos de
los griegos. Además, los jonios sufrieron tres duros reveses: la toma de
Naucratis en Egipto, la conquista de Bizancio y la caída de Síbaris, ciudad
conocida por su lujo y por su riqueza.
Aristágoras, molesto por haber sido
traicionado por Megabetes y herido por la toma de estas ciudades, decidió
movilizar a las ciudades jonias contra los persas. Corría el año 499 a. C y el
tirano milesio decidió pedir ayuda a los griegos del otro lado del mar que no dejaban
de ser sus hermanos. Pero a su llamada tan sólo contestaron Atenas y Eretria;
Esparta no quiso saber nada.
Aristágoras empezó ganando y redujo a
cenizas Sardes, la capital de la satrapía de Lidia, mientras la flota tomaba Bizancio y la
liberaba de las manos persas. Pero Darío no se quedó con las manos cruzadas y
envió un ejército que venció a los griegos en Éfeso y una flota que hundió a la
flota helena en la batalla de Lade. Los persas sofocaron la revuelta griega y
fueron recuperando, una por una, todas las ciudades jonias. También arrasaron
Mileto y sus habitantes fueron enviados como esclavos a Mesopotamia. El ambicioso
sueño de Aristágoras, aquel que tuvo una tarde mirando desde la playa cómo el
sol se ponía en el mar, acabó mal pues Darío I inició una represión de aquellos
que habían ayudado a los griegos. Pero esto os lo cuento en la próxima entrada.
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