Un
día, hablando con mi buen amigo Paco, le dije que había venido oyendo a
Bruckner en el coche y, con toda la razón, me dijo que quizás no era el lugar
más adecuado para una escucha bruckneriana. Sin embargo, con tanta osadía como
si refutara al mismísimo Balmes, le refuto este comentario. A Bruckner, un
servidor, lo ha oído muchas veces en el coche. Vale, sabemos que no es el mejor
sitio, pero te va creando una BSO en la que su música de ensueño está presente.
Por ejemplo, siempre que pienso en Castro Urdiales, me recuerdo subiendo del
aparcamiento del puerto mientras sonaba el Scherzo de la Séptima. Castro
Urdiales fue la patria de don Ataúlfo
Argenta y también de hermosas rapazucas tal y como que recoge el cantar cantabrón que canta con
acierto y buen gusto mi muy querido
amigo Fernando Agüeros:
¡Qué
bonito es Castro,
más
son las castreñas!
¡Quién
pudiera ir
a
bailar con ellas!
Perdón por la digresión o excursus y volvemos al tema. Así
también, la cuarta me lleva a mágicos
lugares de montaña de la misma manera que la Renana de Schumann me lleva a un
mirador desde donde se ve un paisaje tan
sublime que abarca, en ángulo de ciento ochenta grados, de la Peñota a Navacerrada.
Ese maravilloso adagio de la Séptima, me lleva al mar de Llanes y así con otros
fragmentos, no sólo de Bruckner, sino de otros músicos que habitan en nuestra
alma musical.
Porque la música tiene la maravilla de
que va poniendo hermosos sonidos a nuestras vivencias. ¿Y la música de ese tal
Quevedo que tiene tanta fama entre los jóvenes? Por favor, caballero, estoy
hablando de música.
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