Ὤμοι, τί λέξεις; Ἦ γὰρ ἐγγύς ἐστί που;
[1125]
Σήμηνον, εἰπὲ ποῦ 'σθ', ἵν' ἁρπάσας χεροῖν
διασπάσωμαι
καὶ καθαιμάξω χρόα.
¡Ay!
¿Qué estás diciendo? ¿Es que ella está aquí cerca?
Indícame,
dime dónde está para que con mis manos la agarre
y
le destroce y ensangriente su cuerpo.
Se sorprende Agamenón
de las palabras de Poliméstor que insiste en su petición:
Πρὸς
θεῶν σε λίσσομαι,
μέθες
μ' ἐφεῖναι τῇδε μαργῶσαν χέρα.
Por
lo dioses, te lo ruego, déjame que sobre ella ponga mi mano enrabietada.
Y viene ahora la respuesta
reveladora de toda una cultura, la griega, que Eurípides pone en boca de
Agamenón:
Ἴσχ'·
ἐκβαλὼν δὲ καρδίας τὸ βάρβαρον
[1130]
λέγ', ὡς ἀκούσας σοῦ τε τῆσδέ τ' ἐν
μέρει
κρίνω
δικαίως ἀνθ' ὅτου πάσχεις τάδε.
Contente:
arrojando la barbarie de tu corazón, habla para que escuchándoos a ti y a ella
por turno pueda yo en justicia juzgar por qué estás sufriendo esto.
Veis
que he dejado el número del verso (1130) y que he señalado en negrita λέγε,
segunda persona del Imperativo que me parece fundamental y que se opone a τὸ βάρβαρον
del verso anterior. Eurípides quiere dejar muy claro que lo propio de los
griegos es el dialogo ( διά - λέγειν) δία- λόγος ( a través de la palabra)
frente a la barbarie, a la violencia que es patrimonio de los bárbaros. Da
mucho que pensar este verso pues, pese a estas palabras, la civilización occidental
se viene comportando como bárbara desde hace muchos siglos. Sin embargo, no puedo dejar aquí el texto
pues Eurípides, por boca de Hécuba, pone en el escenario el gran problema que
puede tener el diálogo: que al final la lengua pueda más que los hechos.
Recordemos que estamos en la Atenas en donde los sofistas hacen un uso poco
moral de la oratoria y son capaces de defender un argumento y su contrario son
ningún tipo de rechazo. Surge aquí esa posibilidad del engaño por la palabra,
de tergiversar los hechos si el asunto cae en manos de un hábil orador que
podría hacer que el inocente acabara siendo culpable y viceversa. De ahí que
Hécuba exclame unos versos más adelante
Ἀγάμεμνον, ἀνθρώποισιν
οὐκ ἐχρῆν ποτε
τῶν πραγμάτων τὴν γλῶσσαν
ἰσχύειν πλέον:
ἀλλ', εἴτε χρήστ' ἔδρασε,
χρήστ' ἔδει λέγειν,
[1190] εἴτ' αὖ πονηρά,
τοὺς λόγους εἶναι σαθρούς,
καὶ μὴ δύνασθαι τἄδικ'
εὖ λέγειν ποτέ.
Σοφοὶ
μὲν οὖν εἰσ' οἱ τάδ' ἠκριβωκότες,
ἀλλ' οὐ δύνανται διὰ
τέλους εἶναι σοφοί,
κακῶς δ' ἀπώλοντ': οὔτις
ἐξήλυξέ πω.
Aquí en la
maravillosa traducción del vallisoletano Antonio Tovar:
Agamenón, entre los
hombres sería necesario que la lengua jamás tuviera más fuerza que los hechos.
Sino que, quien ha obrado bien debería hablar bien, y quien ha obrado mal, que
sus palabras fueran de mala ley y que jamás pudiera elogiar lo injusto. Hábiles
son los que conocen esto con precisión, pero no pueden ser hábiles hasta el
fin, sino que perecen de mala manera. Ninguno ha escapado todavía.
Fijaos que don Antonio traduce esta
oración que os he subrayado en negrita Σοφοὶ
μὲν οὖν εἰσ' οἱ τάδ' ἠκριβωκότες, vertiendo al castellano “hábiles” y no “sabios”
como nos llevaría, en una traducción precipitada, la palabra σοφοὶ.
Un
par de siglos más tarde, Catón, definiría el orador como vir bonus dicendi peritus, es decir, un hombre bueno que es experto
en hablar. Por cierto, de ese vir bonus
viene el “hombre bueno” del que habla el Código Civil. Así que, como colofón,
nos quedamos con esta idea de Perogrullo: de nada vale hablar bien si ese
hablar no viene avalado y protegido por la bonhomía u hombría de bien. Que
tomen nota, por favor, los Sánchez y los Feijoo (que, repito, no lleva tilde en
la primera “o”).
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