Os
propongo un viaje a una ciudad pequeña (16.194 habitantes) de la Alta Austria
cuyo nombre es Ansfelden. La ciudad no está lejos de Linz y, por tanto, no está
lejos del Danubio, pero, sobre todo está cerca del monasterio de San Florián,
un monasterio agustino con una biblioteca de 150.000 obras. San Florián fue un
mártir de Lorch que murió al ser arrojado con una gran piedra al cuello al río
Enns. En esta ciudad de Austria, allá por el año 1824, nace un niño que es hijo
de un maestro de escuela que además tocaba el órgano en la iglesia local. El
padre imbuyó muy temprano este gusto por la música al hijo, pero se murió
cuando el niño tan sólo tenía trece años. Este niño se pasó más de veinte años estudiando
música y, sobre todo, contrapunto y, a partir de sus cuarenta años, empezó a
componer sus primeras sinfonías que no gustaron a todo el mundo. Fijaos que he
escrito que se estuvo más de veinte años estudiando contrapunto y que esos
estudios se notan en el uso de la cuerda en sus sinfonías como muy bien vio mi
buen amigo Francisco José Hernández Ovejero,
el sabio de Acibelas, que, como persona delicada y sensible, no se queda
, al oír a Bruckner, tan sólo con los
metales (absolutamente necesarios en sus sinfonías sin los cuales no serían lo
que son porque son parte imprescindibles de la expresión bruckneriana), pero
que vendría a ser mutatis mutandis
aquello que decía Unamuno sobre la “rana” de Salamanca: No está mal venir a
Salamanca y ver la “rana”; lo malo es no ver más que la rana.
El
hombre de la Alta Austria seguía soltero
y soltero siguió hasta el fin de sus días. ¿Acaso no conoció el amor? No lo
sabemos, pero lo que sí sabemos es que conoció el Amor y que sus obras no se
pueden entender sin este Amor que las llenas por completo. Este niño – digamos ya
que se llamó Anton Bruckner-, no tiene composiciones “profanas” y, al igual que
nuestro Tomás Luis de Victoria, toda su obra fue ad maiorem Dei gloriam. Cierto es que hay obritas para piano más o
menos mundanales o un par de cuartetos de cuerda, pero estoy seguro que también
en ellos ese Amor estaba presente. Bruckner fue una especie de monje-músico y
en sus maravillosas sinfonías no encontramos el amor concretado en lo humano (así
en mi muy querido Mahler), sino que aquel niño de Ansfelden se entrega a su
Padre con una más que sincera devoción. Bruckner, repito, fue un monje laico,
un ser entregado a la Luz y al Amor. Y, perdonadme, pero creo que es muy
difícil entender su obra si no partimos de esta sencilla afirmación.
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