En la
curva de Ardán, esa curva pronunciada y peligrosa en esa carretera de un
tráfico terrible, está la tienda de Josefina (Fina para todos los
parroquianos). La tienda de Fina es algo más que una tienda: es un santuario
pagano, una ermita laica, un lugar de reunión en el que, al caer la tarde, se
acercan los hombres a beber una taza de vino del país mientras hablan de los
divino y de lo humano. Detrás del mostrador, Fina, una mujer rubia y metida en
carnes como si hubiera nacido en el Flandes de Eduardo Marquina, despacha
bacalaos, carne, embutidos, latas de conservas y un largo etcétera sabroso, delicioso y gallego.
De pequeño, cuando entraba, me gustaba ver aquellos tarros grandes de
melocotones en almíbar que Fina colocaba en los vasares más altos porque la
tentación siempre tiene que estar alejada del pecador. No eran melocotones
cortados en dos mitades, sino y fruta enteros, grandes, lujuriosos como diría
el gran Pepín Foliott. Fina echaba las cuentas con un lápiz sobre un papel de
estraza en le que se veía la sal de los bacalaos que cortaba con la bacaladera.
Tenía tabletas de chocolate, pan (de trigo y de maíz), mermeladas y una fruta
prohibida recién cortada en los paraísos terrenales de Ardán, de Casás y de Cela
y que un ángel puntual le traía cada mañana. El vino, el tabaco, el bacalao
formaban un atmósfera espesa y dulce que parecía salida de un sueño limpio y agradable,
de un sueño tenido cuando la noche era una amiga que nos abrazaba con su manto
de estrellas y que nos traía la alameda de Marín con su aroma a churros, a mar
y a la papelera de Estribela. En la tienda de Fina, apenas había lugar para
aparcar y el coche de mi padre quedaba siempre pegado a las ventanas verdes y a
unos poyos desde donde se veía cómo el sol se ocultaba en el océano. Una calma
bucólica, rota, en ocasiones, por los
camiones del reparto y por los numerosos coches que iban y venían de Marín a
Cangas, se iba adueñando de aquella curva mágica mientras se oían las esquilas lejanas de las vacas y el canto
de los gallos que no delataban la traición de nadie, que todo lo más anunciaban
que la luz del faro de la Isla de Ons se acababa de encender. En la tienda de
Fina, el tiempo se detenía para beber un vino grueso que dejaba manchadas as cuncas mientras los parroquianos les
iban sacando punta a los políticos, al fútbol o a lo mal que estaba el campo
aquel año.
Al
salir de la tienda de Fina, la noche ya se había adueñado de la parroquia de
Ardán, pero en nuestro pensamiento ya estaba el día siguiente con su playa y
sus olas, con las sardinas en el chiringuito de Loli y José y con el Pino, el indescriptible bar de Lino,
en donde se comía la mejor merluza de la ría de Pontevedra. Todos nos
conocíamos en aquel ambiente familiar y entrañable.
Desconozco
si la tienda de Fina sigue abierta. No me atrevo a ir por allí porque me da miedo,
como dice con acierto Gesualdo Bufalino, de que yo reconozca aquella tierra,
pero aquella tierra no me reconozca a mí. Por eso sigo, desde Castilla, entrando cada noche en la tienda de Fina para
seguir viendo aquellos tarros gigantes de melocotón en almíbar que todavía me
están esperando en los vasares más altos.
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