Hace
muchos años que Pablo Perera, el gran filósofo de Chamberí y de Saucelle, me
habló de la lectura silenciosa y de cómo no era la práctica habitual en el
mundo hasta hace, relativamente, pocos siglos. Es decir, que Cicerón, César o
Tácito, pese a su nombre, leían en voz alta. Cierto es que no lo podemos
asegurar, pero sí que tenemos una prueba en San Agustín en este precioso texto
de sus Confesiones, III, 6 que os he traducido en esta mañana radiante de abril.
Se refiere el santo de Hipona a su maestro San Ambrosio y de cómo se lo
encontraba en el retiro de su celda dedicado y entregado a la lectura.
Pero
cuando leía, llevaba los ojos por las páginas y lo iba comprendiendo; sin
embargo, su voz y su lengua reposaban. Con frecuencia, al llegarme a su lado- pues no impedía a nadie
acercarse ni había costumbre de anunciarle quién llegaba-, le veía leyendo en
silencio y nunca de otra manera y, tras estar sentado y callado durante un buen
rato, - pues quién se atrevía a molestar a una persona tan abstraída-, me
marchaba y conjeturaba que él, en aquel escaso tiempo que se tomaba, alejado
del ruido de asuntos ajenos, para reparar su espíritu, no quería que le distrajeran
con otras cosas. Y que quizás hasta evitaba, ante un oyente suspenso y atento,
si el autor que leía trajese algún pasaje oscuro, verse en la necesidad de
tener que explicárselo o desarrollar algunas cuestiones más difíciles y,
gastando el tiempo en esto, leyera menos de lo que quisiera. Aunque la causa de
leer en silencio pudiera ser el conservar su voz que con mucha facilidad se le enronquecía. En
fin, con cualquiera intención que lo hiciera, con buena intención lo hacía.
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