Un joven
sacerdote aragonés, con el corazón lleno de dudas entre Dios y los amigos que se
habían quedado en la zona de la España republicana en aquella Guerra Incivil,
llegaba, junto a un grupo de amigos, a una ermita en la comarca del río Rialb (el rivus albus de los romanos): La ermita
había sido incendiada por un grupo de milicianos que hicieron un pira sacrílega
con todo lo que encontraron. No quedaban más que las paredes quemadas y las
cenizas. Aquel joven sacerdote aragonés no pudo dormir por el dolor que le causaba
saber si estaba haciendo la voluntad de Dios o su propia voluntad; si tenía que
pasar a Andorra y, desde allí, ir hasta la frontera de Irún para entrar en la
zona de los sublevados o volverse a Madrid con el riesgo que esa decisión
implicaba. Pasó la noche en oración y, al amanecer, les dijo a sus compañeros
que no iba a oficiar misa. Sin embargo, mientras recogían, el joven sacerdote
aragonés regresó de la sacristía a la que había bajado con prisa. Su rostro
había cambiado y en la mano llevaba una rosa de madera estofada que se había
salvado del incendio. No todo se había perdido: quedaba un punto de luz,
sobrenatural en este caso, al final del largo túnel de la guerra. Cuento esto
porque, en estos días duros, en estos tiempos recios que nos han tocado vivir,
deberíamos pensar que todos llevamos en nuestro corazón una rosa de Pallerols
por descubrir; una rosa que nos va a decir que no todo está perdido, que, al final, la luz vence a la sombra. Aquel sacerdote
aragonés, hoy santo de la Iglesia, se llevó aquella rosa, aquel regalo que le
estaba aguardando en aquella ermita de Pallerols; que le estaba esperando en
medio de las cenizas de aquella sacristía y de las cenizas ardientes de su alma
que no encontraba la paz. Seguro que también nosotros somos capaces de encontrar
nuestra rosa de Pallerols.
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