miércoles, 12 de octubre de 2022

LA DETENCIÓN DE LORCA

 


Federico, ignorando totalmente su trágico fin y confiando en sus amigos, se instaló en la casa de la familia Rosales que aún se puede ver, convertida en un hotel al que peregrinan (peregrinamos) los lorquianos del mundo entero. La casa es el número 1 de la calle Angulo, cerca de la plaza de la Trinidad, y Lorca pasa en ella unas semanas en las que puede hacer una cierta vida “normal”: tertulias con los Rosales, canciones al piano y tomar el sol en la terraza. No sabe que la muerte, en forma de resentimiento, empieza a subir por la calle Obispo Hidalgo.

         Ruiz Alonso tenía un odio mortal a los Rosales, a Fernando de los Ríos y a Lorca pues en su cerrado entendimiento era un “rojo” que había sido secretario de los Ríos.  Ya he explicado de dónde le venía ese odio y, para detener a Lorca, montó un dispositivo policial que fue más propio de la detención de peligroso asesino que de un poeta. Se cogió a un buen grupo de guardias a los que dispuso por las azoteas colindantes, colocó otros  en las esquinas y con paso seguro avanzó hacia ese portal de llamadores dorados en la calle Angulo. Al poco, un hombre con la chaquetilla del pijama y una chaqueta del traje por encima de los hombros salía por esa misma puerta de los llamadores dorados. Llevaba todo el miedo en sus ojos. Era Federico García Lorca.

         Ya en el Gobierno Civil, quedó el poeta bajo la custodia del comandante Juan Valdés Guzmán y allí fue acusado de: espía ruso, homosexual y secretario de Fernando de los Ríos. Ruiz Alonso llegó a decir que “había hecho más daño con la pluma que otros con la pistola”.  Los Rosales lo intentaron todo, pero nada pudieron hacer. Ruiz Alonso quería dejarle claro quién mandaba en Granada y hacerles pagar por su negativa a darle las mil pesetas de sueldo por entrar en Falange. Lorca era otro señorito, hijo de un acaudalado agricultor, y además homosexual;  era “el maricón de la pajarita” que no casaba con la España de pelo en pecho que él - y otros como él -, empezaban a preparar. De nada sirvió la intervención de Falla, que llegó a ir al Gobierno Civil desde su carmen granadino y que, se non é vero é ben trovato, cuando se presentó como el maestro Falla, el que mandaba en aquel Gobierno (¿) Civil contestó: “Matadle también a él; todos los maestros son unos rojos”. No sirvió la intervención de  nadie porque Lorca era la presa que necesitaba ese hombre resentido para dejar bien claro quién mandaba en Granada.

         El resto ya lo sabemos: una tragedia, una injusticia, una muerte que, como miles de muertes de esa Guerra Incivil, se pudo evitar. Esto es  España con la historia más triste de la historia porque termina mal según decía  Jaime Gil de Biedma. El que la vive lo sabe.

No hay comentarios:

Publicar un comentario