Federico,
ignorando totalmente su trágico fin y confiando en sus amigos, se instaló en la
casa de la familia Rosales que aún se puede ver, convertida en un hotel al que
peregrinan (peregrinamos) los lorquianos del mundo entero. La casa es el número
1 de la calle Angulo, cerca de la plaza de la Trinidad, y Lorca pasa en ella
unas semanas en las que puede hacer una cierta vida “normal”: tertulias con los
Rosales, canciones al piano y tomar el sol en la terraza. No sabe que la
muerte, en forma de resentimiento, empieza a subir por la calle Obispo Hidalgo.
Ruiz Alonso tenía un odio mortal a los
Rosales, a Fernando de los Ríos y a Lorca pues en su cerrado entendimiento era
un “rojo” que había sido secretario de los Ríos. Ya he explicado de dónde le venía ese odio y,
para detener a Lorca, montó un dispositivo policial que fue más propio de la
detención de peligroso asesino que de un poeta. Se cogió a un buen grupo de
guardias a los que dispuso por las azoteas colindantes, colocó otros en las esquinas y con paso seguro avanzó hacia
ese portal de llamadores dorados en la calle Angulo. Al poco, un hombre con la
chaquetilla del pijama y una chaqueta del traje por encima de los hombros salía
por esa misma puerta de los llamadores dorados. Llevaba todo el miedo en sus
ojos. Era Federico García Lorca.
Ya en el Gobierno Civil, quedó el poeta
bajo la custodia del comandante Juan Valdés Guzmán y allí fue acusado de: espía
ruso, homosexual y secretario de Fernando de los Ríos. Ruiz Alonso llegó a
decir que “había hecho más daño con la pluma que otros con la pistola”. Los Rosales lo intentaron todo, pero nada pudieron
hacer. Ruiz Alonso quería dejarle claro quién mandaba en Granada y hacerles
pagar por su negativa a darle las mil pesetas de sueldo por entrar en Falange.
Lorca era otro señorito, hijo de un acaudalado agricultor, y además homosexual;
era “el maricón de la pajarita” que no
casaba con la España de pelo en pecho que él - y otros como él -, empezaban a preparar.
De nada sirvió la intervención de Falla, que llegó a ir al Gobierno Civil desde
su carmen granadino y que, se non é vero
é ben trovato, cuando se presentó como el maestro Falla, el que mandaba en
aquel Gobierno (¿) Civil contestó: “Matadle también a él; todos los maestros
son unos rojos”. No sirvió la intervención de
nadie porque Lorca era la presa que necesitaba ese hombre resentido para
dejar bien claro quién mandaba en Granada.
El resto ya lo sabemos: una tragedia,
una injusticia, una muerte que, como miles de muertes de esa Guerra Incivil, se
pudo evitar. Esto es España con la
historia más triste de la historia porque termina mal según decía Jaime Gil de Biedma. El que la vive lo sabe.
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