Las
llevaban en el Metro los obreros que habían estado doce horas poniendo
ladrillos para los Obregón, para los Banús, para los Núñez y Navarro.
Desenfundaban sus novelas del bolsillo trasero de sus pantalones e iban leyendo
hasta la estación en la que hacían el trasbordo y allí, mientras esperaban al
tren, volvían a desenfundar con valentía
sentados en un banco. Cuando llegaba el Metro, subían y se sentaban otra vez y
otra vez desenfundaban y otra vez leían para olvidarse que mañana sería igual a
hoy, para olvidarse de que pasado sería como mañana, para olvidarse de que este
mes tampoco llegarían a fin de mes porque al pequeño había que hacerle un
empaste y a la mayor comprarle un bolsito porque ya empezaba a salir con las
amigas. Y así, mientras leían que una chica de cabellos negro montaba en el
caballo más rápido de California, el viaje hasta los arrabales de la gran
ciudad se le hacía más corto y hasta por un momento, en aquel vagón que olía a
todo menos a Chanell del número 5, soplaba un viento limpio y puro como el que sentía aquella muchacha en su
caballo negro por las praderas de California o de Nebraska o de Texas que para
el caso era lo mismo. Cuando las acababan de leer iban al quiosquero del barrio
y las cambiaban y cogían otras en donde los vaqueros impartían justicia con sus revólveres y las chicas, al final, los
besaban, pero ellos seguían su destino en un caballo blanco porque había otro
pueblo sin ley en el que hacer justicia. Por momentos, aquellos obreros
pensaban que no estaría mal que aquellos vaqueros se dieran una vuelta por España
y pusieran las cosas en su sitio, pero bien sabían que aquellos vaqueros,
aquellos cowboys de media tarde sólo existían en aquellas novelas cuyo tamaño era
el tamaño exacto de su bolsillo trasero del pantalón. En aquella España en blanco
y negro que olía a gallinejas y a cocido con tocino rancio, aquellas aventuras
disparatadas hacían las delicias de miles de españoles. No era literatura de
primera, como no lo fueron las novelas de caballerías contra las que arremetió
Cervantes ni lo eran las novelas griegas que leían las mujeres en aquellas superpobladas
urbes del helenismo, pero la pluma de Marcial Lafuente Estefanía y de José
Mallorquí, el creador del Coyote, aliviaron la vida de muchos españoles en
aquellos años en que España empezaba a tener una clase media. Don Marcial era
toledano, había estudiado para ingeniero, había viajado por los EEUU y había
terminado escribiendo novelas como churros. El otro erra un catalán de
Barcelona que se acabó suicidando en 1971. No pudo resistir la muerte de su
mujer, Leonor del Corral.
Algún día habrá que hacer un sentido
homenaje a estos escritores que no pertenecieron a la alta literatura, pero que
hicieron la vida más fácil a muchos miles de personas. No sólo de Proust vive
el hombre.
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