En estas tardes de verano en las
que da tiempo para todo, he leído una curiosa estadística sobre los emperadores
romanos.
El imperio
romano se extiende desde el año 14 a.C.
o el 27 a. C. (depende de los estupendos que nos pongamos) hasta el 476 d. C. Es decir,
más o menos, quinientos años. En esos años, hubo setenta emperadores desde
Octavio Augusto a Rómulo Augústulo que llevaba, curiosamente, el nombre del
fundador de Roma y el apodo que recibió Octavio (Augustus) en diminutivo ( el Augustillo).
Pues bien, en esa lectura veraniega, se dan estos datos escalofriantes:
Emperadores asesinados: 23
Emperadores posiblemente asesinados: 8
Muertos en batalla: 9
Ejecutados: 3
Muertos en cautividad : 1 ( el pobre Valeriano del que
hablamos el otro día)
Muertos por suicidio : 5
Por causas desconocidas: 1
Si no he sumado
mal, son cincuenta los emperadores que, como en los versos de Lorca, no “murieron
decentemente en su cama” y, por tanto, tan sólo ¡veinte!, es decir, menos de la
tercera parte murieron por causas naturales.
En EEUU, desde
1776, es decir, hace doscientos cuarenta y cuatro años, más o menos, la mitad
del Imperio Romano, tan sólo cuatro presidentes han muertos asesinados:
Lincoln, Garfield, McKinley y Kennedy.
En fin, que ser
emperador en Roma no era ninguna bicoca y el peso de la púrpura era muy pero
que muy pesado.
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