De mi
infancia tengo un recuerdo curioso que marcó mi vida: la acetona. Mi madre
tenía una preocupación casi obsesiva por esta sustancia y, tan pronto como
tenía fiebre, cogía unas gotitas de mi orina y las echaba en una pastilla que,
al contacto con mi excreción renal, tomaba diferentes colores. Si el color
denunciaba la presencia de acetona, entonces iba corriendo y llamaba a don José
Vías Torres que, aunque atareado en mil guardias en mil centros de barrios
periféricos, siempre sacaba un rato para acercarse y verme. Luego cogía la
guitarra de mi padre y tocaba un poco mientras se tomaba un whisky con hielo o
se fumaba una pipa. Los médicos de antes tenían tiempo para todo: hasta para
atender a los enfermos. Generalmente, le
decía a mi madre que aquello no era nada, que no se preocupara y que me dejara
tranquilo, pero ella seguía empecinada en olerme la boca pues uno de los
síntomas de la maldita acetona era un olor a manzana reineta en el aliento.
Para mí, el tener acetona significaba que vomitaría ( o viceversa) y que don
José volvería más tardes contándonos las mil aventuras que le pasan en los
barrios del extrarradio o cómo sus hijas y su hijo( tan deseado) ya se iban
haciendo mayores. Don José era un médico que se parecía a Juan Pardo y que
incluso cantaba sus canciones y que, en alguna ocasión, había visitado a las hijas del cantante gallego.
Tenía un Simca pequeño y estrecho con el recorría los barrios del cinturón
industrial madrileño. Entre visita y visita, entre inyecciones de la señorita
Pilar y jugando con el Madelman que me compraba mi abuelo por estar “malito”,
la acetona me iba bajando y las pastillas ya no se coloreaban. En el fondo, era
una pena porque eso significaba ir al colegio y dejar de meterme por dentro de
la cama con una linterna soñando que estaba explorando cuevas perdidas. Pero
aquellas pastillas eran inexorables y no sentían ninguna pena por un niño que, al cabo de una semana, volvía a salir al comedor para comer en la mesa con todos,
Mis hijos ahora, cuando tienen fiebre, ni siquiera se acuestan. Entonces, las
enfermedades duraban, por lo menos una semana y durante esa semana los niños –
sin internet ni otras zarandajas-, vivíamos en un paraíso tan perdido ahora o
más que el de Milton.
Ayer,
en una farmacia, por pura nostalgia, pregunté por las pastillas de la acetona y
ya no son las mismas; ninguna madre se agobia por ella y los pediatras no
hablan ni de casualidad de tan maravillosa sustancia que me regaló los mejores
días de mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario