Muchas
gentes venidas de toda España van a Arévalo y allí se ponen hasta las trancas
de cochinillo. No tengo nada en contra salvo que les recomendaría que, tras
volver a sus lugares de residencia, pidan hora en el médico para vigilarse el
colesterol. Lo malo de esta gastronómica costumbre es, como en el caso de los
que van a Salamanca y sólo ven la rana de la portada de la Universidad, que no se preocupan ni de la reina Isabel de
Avis, madre de Isabel la Católica, que murió loca en el castillo, ni de la
riqueza monumental de tan hermosa villa abulense, ni de los peces del Adaja. Un
servidor, siempre que visita el río que
pasa por Ávila, le viene al recuerdo aquel cantar que decía su abuelo Luis:
Soy
el Duero
que
de todas las aguas bebo;
menos
del Adaja
que
me ataja.
Se dice esto (creo yo, no me
hagáis mucho caso) porque el Adaja tarda en desembocar en el Duero y lo hace en
las cercanías del monasterio de Aniago
que, desde la desamortización de Mendizábal, ya no levantó cabeza,
religiosamente hablando, y, tras muchos años, pasó a ser una explotación
agrícola.
Pero
también, cuando paso por el Adaja o voy
a Arévalo, recuerdo esa peculiaridad que tienen sus peces y que
los hace ser milagrosos: son incorruptibles. Los peces de Arévalo se momifican,
pero no se pudren y así desde que memoria tienen los más viejos del lugar. Sin
ir más lejos, en el bar Taller, tiene uno de estos ejemplares, momificado, duro
y con un cierto olor a masilla de cristalero.
¿Cuál
es la causa de esta incorruptibilidad? Pues hay numerosas teorías que van desde las populares ( Santa Teresa se cayó al
río y purificó las aguas o bien transmitió “su poder” pues tenemos que recordar
que, en Alba de Tormes, se conserva el brazo incorrupto de santa Teresa, sí,
sí, ése que Franco se llevaba a El Pardo para meditar con él cuando tenía que
tomar alguna decisión trascendental); más o menos científicas ( unas destilaciones
blanquecinas) y las plenamente científicas ( con el CSIC de por medio) que
hablan algún material geológico o biológico del que los peces se alimentan en
este tramo. Porque no hemos dicho que los peces experimentan esta curiosa
característica tan sólo en el tramo que va de Arévalo a Mingorría, es decir, más
o menos, a lo largo de treinta kilómetros.
Según
he podido leer en diversos estudios, no hay una razón científica única para lo
de los peces y tan sólo tenemos hipótesis.
En
fin, vamos a dejarlo. Tan sólo deciros que, la próxima vez que vayáis a
Arévalo, lo primero de todo, daos una vuelta por la población porque la villa
tiene mucho arte; en segundo lugar, visitad su castillo y leed un poema mío que
publiqué en este blog en el que hablo de la reina Isabel de Avis. Por último, y si así así es vuestro deseo, meteos en
algún restaurante y poneos hasta las trancas de cochinillo. Pero, por favor, no
os lleguéis hasta Arévalo sólo para triturar con vuestras orondas muelas las
carnes de los inocentes cochinillos porque sería una pena ya que es villa que
merece la pena y mucho.
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