jueves, 27 de julio de 2017

EL PARAÍSO DE FRANCISCO BEJARANO



Érase un vez un niño que vivió en un paraíso (¿Qué niño no vive en un paraíso?) y era feliz, tan feliz como se puede ser en un lugar así, ajeno de la muerte y del dolor. Pero el niño perdió su paraíso porque el tiempo, ese ángel con espada de fuego, lo expulsó al mundo y, desde entonces, el niño anda perdido buscando su paraíso mediante la palabra, la gran sanadora de las cuitas del hombre. Pero el niño no encuentra su camino de regreso; no hay manera de volver a ese paraíso del que lo expulsó ese ángel cruel que cumple con su encargo, con su cometido. Y el niño se pregunta por aquélla casa, por aquélla luz, por aquéllos amaneceres en el paraíso en donde todo era esperanza y, para su desgracia, los compara con los actuales en la tierra de exilio y brota la pena que también cura las heridas del tiempo y de la vida. Aquel niño quiere volver al paraíso y hace su invocación poética para que ese viaje puede darse y hasta no le pone condiciones al regreso: quizás en la otra orilla o desde la otra orilla se puede volver a aquel territorio perdido. Aquel niño es un grandísimo poeta que con tan sólo cuatro libros publicados (no le hacen falta más) nos ha  preparado la medicina para los que también andamos buscando paraísos; ese niño ya es un hombre de más de setenta años que se llama Francisco Bejarano.

VIDA RETIRADA

Nada tengo para vosotros, nada.
¿Estos versos, quizá? No son ya míos
y no se puede dar lo que no es propio.
Qué son los versos sino la manera
de engañarnos a solas, de decirnos
que fuimos inmortales como dioses
en un reino guardado en la memoria.

No quise escribir versos porque oigo
en cada uno el nombre de una lágrima,
el nombre de una pérdida, el sonido
de una voz que deseo, como un eco
que juega con nosotros y responde
desde lejos, desde el lugar contrario
donde estuve seguro de encontrarla.

Pero una tarde me dejaron solo
con el dolor oscuro de una herida
que no podía restañar. No estaba
visible en parte alguna de mi carne,
pero sé dónde están las cicatrices:
en estos versos sin deseo escritos
en suaves palabras que no curan.

El regreso, 2002.

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