lunes, 28 de marzo de 2016

SANTANDER, LA MARINERA




Cuando cae la tarde en la bahía, las gentes, arregladas de acuerdo a ese decoro ancestral, toman el paseo hasta la noche. Es el momento sagrado de los cafés, de las heladerías, del comentario sobre la vida ajena. Mientras se mecen en los pantalanes los barcos de recreo y cruza a los lejos el ferry de Inglaterra, las casas de este paseo, elegantes, arregladas desde su nacimiento para combinar con el paisaje lejano de Somo y Pedreña, para albergar a las navieras y los consulados, miran un sol que se va reflejando en las aguas tranquilas del Cantábrico desbravado por las cantiles de Mataleñas o por la isla de Mouro. Si nos fijamos bien, es posible que veamos a Pereda entrar en el Café Suizo o a José María Sáenz del Río escribiendo un poema a la mar o a Pepe Hierro escribiendo  para que nuestro dolor sea el camino a la alegría. Es la ciudad marinera con su Sotileza y su Pachín González, con su incendio en los años cuarenta del siglo XX y con la explosión del Cabo Machichaco. Es la ciudad cuyo puerto era la salida para las harinas y las lanas de Castilla y para la que unos locos ilustrados soñaron un canal que se quedó en tierras palentinas. Creo que ya no hace falta que diga de qué ciudad os escribo porque cualquiera ha visto ya con meridiana claridad que se trata de Santander.

NARCÍS COMADIRA



Narcís Comadira nació en Gerona en 1942. Cuando un servido anduvo por Gerona, allá por los años ochenta, esa ciudad catalana lo impresionó con mucha fuerza. Las escalinatas de la catedral, la torre de san Félix o el paso del Ter, con sus casas que miran al río y se protegen del sol con persianas verdes, son algunos recuerdos de una ciudad de la que luego leería el Carrer estret de mi queridísimo Josep Pla i Casadevall. Gerona surge en mi mente como una ciudad con humo en las calles en las mañanas frías del invierno y con alguna florecilla brotando en sus parques en los días de febrero; una ciudad de campanas y de clérigos con breviario y de novios paseando en los parques de la primavera. (Me está quedando un poco sensiblero, pero qué le vamos a hacer). Afortunadamente, para compensar mi mala prosa está la buena poesía de Comadira de la que os dejo un ejemplo: el poema que canta Miguel Poveda, el gran cantaor flamenco de Barcelona. Para que luego vengan que si los charnegos y su falta de integración en lo catalán. En fin…

BOCA SECA

Hem cridat fins a no poder més:
la pau, la pau,
la pau i la justícia.
Justícia i llibertat
fins a no poder més.

Hem cridat fins a no poder més
que ens molestaven tantes estructures
immòbils,
tants papers, tantes lleis,
la gàbia que empresona
fins a no poder més.

Hem cridat fins a no poder més,
fins a no poder més.

Tenim la boca seca.


JUAN OCHOA Y BETANCOURT






Seguramente pocos conocéis a Juan Ochoa y Betancourt, un avilesino nacido en 1864, paisano del nuestro muy querido Palacio Valdés, y buen escritor in occulto. Yo, personalmente y por poner al burro delante, nada sabía de este buen señor hasta que me dio por pedir a La Nueva España (con perdón) de Oviedo unos libros azules, no muy bien editados por cierto y porque todo hay que decirlo, en los que se recogen autores asturianos. Si bien dijo en su momento Fernández Nieto que “era muy difícil ser poeta en Asturias” y nunca supe por qué pues la muerte se lo llevó antes de que pudiera ir a su casa palentina para preguntárselo, no es difícil ser novelista en Asturias (a las pruebas me remito) y así Ochoa escribe una novela como una fantasía de Burgmüller en la que cuenta unas vidas provincianas que, no por anodinas,  esconden el sufrimiento haciendo que sus personajes sean héroes de la vida cotidiana. Un alma de Dios, así se llama la novela, trata de la historia de una casa en una ciudad del norte que se llama Nuvareda y en esa casa están los Reboleño, comerciantes sin hijos, doña Sofía y su casa de huéspedes, cuya hija Carmen tiene un desliz con un huésped ( y no del sevillano, precisamente) del que nacerá Rosita, y los Cancienes, un matrimonio mayor que han tenido un niño cuya madre es prima lejana de don Tomás, un prócer provincial o decurión de gran importancia en esta historia. Don Justo Cancienes es un buen hombre que se dedica en un cuarto que tiene en su buhardilla a trabajar la madera y que construye un bonito palacio árabe . Pero esa felicidad, tan en tono menor, tan poco grandilocuente, tan poco “heroica” se va a ver rota por una infidelidad. Sin embargo, la justicia divina hace que con el tiempo, los buenos acaben con los malos y los malos acaben mal  como dice el Salmo que abre los ciento cincuenta salmos de la Biblia. Son poco más de ciento veinte páginas que merece la pena leerlas. Os lo recomiendo, pero no busquéis grandes cosas: estamos en una fantasía de Burgmüller. Se me olvida deciros que la novela le gustó mucho a Clarín que le recomendó que viajara a Madrid para tener vida literaria. Y allí se nos marchó el asturiano en 1892, pero una tuberculosis le hace regresar a su tierra asturiana y morir en Oviedo en 1899. No había cumplido ni treinta y cinco años.

GODOFREDO GARABITO GREGORIO


Godofredo Garabito Gregorio (G.G.G.) fue un poeta de Tierra de Campos por cuya poesía andan y pululan los Torozos, aquellos montes de los que mi abuelo Luis me hablaba cuando pasábamos por ellos camino de Galicia y de los que me decía que, en otro tiempo, cruzaban España de oeste a este, entre trigales y  panes con olor a masa limpia y buena, a corazones sin pecado. Garabito en su libro Amapolas Comuneras toma el tema de los Comuneros y hace un bonito canto a estos héroes tan traídos y llevados por la literatura y el cine. No tuvo la fortuna Garabito Gregorio que tuvo Luis López Álvarez con su poema Los Comuneros, llevado al disco por El Nuevo Mester de Juglaría, pero es un buen poema, con esos comuneros que cruzan los ya mencionados Torozos para ir a su final en aquellos campos de Villalar. Se lo publicaron a Garabito en una colección que, según me explica mi amigo Román Fraile, crearon los de la imprenta Sever-Cuesta de Valladolid para autores que no podían acceder a las grandes editoriales y que, de esa manera, veían publicados sus libros en la colección Roca Caliza sin tener que pagar el ISBN que, por aquellos tiempos, principio de los setenta, tenía un precio astronómico que rondaba el millón de pesetas. En aquella colección publicaron muchos poetas vallisoletanos de los que os iremos contando. pero todo a su tiempo, que no se tomó Zamora en una hora.


NUESTRA SEÑORA DE PARÍS











Leer, a estas alturas, Nuestra Señora de París de Victor Hugo es un acto de purificación sobre una historia que ha sido llevada al musical, al cine y los dibujos animados de Walt Disney. Enfrentarse al texto de Hugo, un Hugo joven por cierto, es toda una aventura filológica y estética de la que no he salido tan gratificado como con la de Los Miserables o el  Noventa y Tres. Hugo escribe una novela que es, a mi parecer, un canto a París, protagonista de la novela casi absoluto. Y en ese París del siglo XV en el que pululan prostitutas y santos, gente pura como Esmeralda, gente buena como el pobre Quasimodo, coloca Hugo esta historia de amor desgraciado. Una vez más, el escritor francés, recurre a la transgresión y el que tendría que ser bueno, el clérigo Claude Frollo, es un canalla y, sin embargo, el que tenía que ser malo, el “monstruoso Quasimodo!” es capaz de morir por amor. Frente al amor carnal y bestial del archidiácono, surge el amor puro, limpio y con esa capacidad de sacrificio que le lleva a la muerte junto a su amada Esmeralda. Hugo narra muy bien (esto no es noticia), pero la novela, en su conjunto, presenta acelerones y frenazos en el ritmo que no le van ni bien ni mal pese a que algunos críticos ha  centrado en este detalle sus varapalos. El capitán Phoebus me recuerda al Miles Gloriosus plautino y, la verdad, no merece el amor que le tiene hasta el final la pobre Esmeralda pues no es más que un pobre fanfarrón con querencias de don Juan;  el ya mencionado Claude Frollo me recuerda a don Fermín de Pas, ambos mirando desde las alturas el caserío que los circunda y enamorados ambos de una mujer, de su mujer, de la que se sentirán celosos si su verdadero marido- verdadero en el caso del Regente, marido por el rito gitano en el caso de Esmeralda- no se comportan como tales y consienten en ser adornados in frontibus.. No sería raro que Clarín leyera la obra del francés que, ya para cuando él nació, 1852, tenía que estar traducida al castellano y tampoco sería raro, como me apunta mi amigo Jesús Sanz, que la leyera en francés pues el Zamorano de nacencia, pero ovetense de corazón y crianza había cursado un Bachillerato en condiciones y no esto que ahora detenta tal nombre. No os dejéis llevar por la soberbia intelectual y, cuando podáis, meteos en las torres de la catedral con el buen monstruo que es el entrañable Quasimodo. Estaréis en muy buena compañía.

domingo, 13 de marzo de 2016

PEPE EL DE LA MATRONA







Pepe el de la Matrona cantaba como si una esfinge de piedra se arrancara por seguiriyas o por soleares. Tenía un cante pétreo, que le salía de las tripas o del alma, y que llegaba hasta el corazón del aficionado. Había que oírle por tientos o por tangos, como había que oírle por fandangos o por martinetes. Lo chico y lo grande tenían su morada en la voz de este cantante payo – el flamenco no es patrimonio exclusivo de los gitanos – cuya voz emocionó a Xenakis. Era sevillano y tenía un ángel para cantar por tientos el “dónde vas con mantón de manila, dónde vas con vestido chinés” de  La Verbena de la Paloma. Era un genio que nació en 1887 en el barrio de Triana y que había “estudiado” el cante con Manuel Torre, con Tomás Pavón o con la Niña de los Peines. Nos vivió hasta los noventa y dos años este hombre que en el siglo se llamaba José Núñez Meléndez, pero al que veneramos como Pepe el de la Matrona.

DE PUTAS, TOROS Y FÚTBOL




Hace ya algunos años, en un hotel que hay en la entrada de la calle madrileña de López de Hoyos, aquél que fue ilustre maestro de Cervantes, había un peluquero que hacía pareja en la peluquería con otro peluquero y ambos cortaban el pelo a lo más granado de la sociedad del Barrio de Salamanca. Se llamaban Santos y Julián y formaban el mejor dúo cómico que he visto nunca: uno de derechas y el otro de izquierdas; uno de Segovia y el otro de Toledo; uno del Madrid y el otro del Atlético. Santos se había criado en las peluquerías de la Gran Vía a las que había llegado en los años cuarenta del siglo pasado desde Lastras de Cuéllar, un pueblo de Segovia en la tierra de Cuéllar, y en las que había cortado el pelo a glorias de la medicina como el cardiólogo Castro Fariñas, uno de aquellos médicos que formaron “el equipo médico habitual de Franco”. Julián había llegado desde Cebolla, un pueblo de Toledo cercano a Talavera. Cada cliente tenía su peluquero y cada peluquero tenía la conversación exacta para agradar a su cliente ya fuera éste el marqués de Villaverde (con perdón) o don Fernando Morán. En aquella peluquería se conciliaban las dos Españas al ritmo de las tijeras de ambos fenómenos de la peluquería. Eso sí, allí no se podía hablar de política y, cuando alguien quizás nuevo en el local lo intentaba, el señor Gregorio Santos sacaba una hojita que me gustaría tener a mí en la situación presente en que la intoxicación política por parte de algunas cadenas roza la desesperación. Aquella hojita pequeña rezaba así:

POR FAVOR, HÁBLEME DE PUTAS, TOROS O FÚTBOL, PERO, DE POLÍTICA, NO.

Pues eso.

EL MONO AZUL






Hace algunos años que había leído una antología poética de Aquilino Duque cuyo nombre es Reloj de Arena. Me había gustado este poeta sevillano nacido en 1931, pero desconocía su faceta de novelista. Pese a que me dan un poco de miedo las novelas de poeta, me he adentrado en El mono azul, novela sobre la Guerra Civil en Andalucía y el resultado ha sido altamente satisfactorio, que diría un médico del Clínico de Valladolid. Ignacio es un señorito que se va a la guerra y en ella comprueba, una vez más, que los malos pueden ser buenos y viceversa. No sé si los chicos de Podemos han leído a Duque, pero lo dudo porque a ellos los de los pueblos “se la pelan”  (sic dixit quidam podemita), pero tendrían que hacer una lectura pausada de este libro y no leer tanto a Gramsci, que están intoxicados de tanto marxismo de salón. Esta novela está muy bien escrita y Duque se revela como un buen novelista además de un gran poeta.  El mono azul es esa prenda que se ponían tanto unos como otros; la prenda que hacía que dejaran de ser personas y se convirtieran en combatientes; la prenda que los igualaba en el odio, en la venganza y en la rabia; la prenda que parece que también, a día de hoy, quieren que nos volvamos a poner. Por cierto, que en este libro se habla de un favor, pero no lo voy a revelar porque para otra entrada quiero escribir sobre este favor. Y que nadie se suponga cosas raras.

jueves, 3 de marzo de 2016

UNA HISTORIA CREPUSCULAR






Stefan Zweig ha sido para mí un escritor de culto y lo ha sido hasta el punto de que en mi destierro abulense, coloqué una foto suya en mi habitación y la poca gente que me visitaba en aquella fría celda monacal pensaba que era mi padre. Y en cierta manera, don Stefan lo era porque, desde que leí Una partida de ajedrez, me convertí en su hijo adoptivo literario. En este relato breve, Una historia crepuscular, Zweig nos cuenta una historia al caer la tarde y en ella nos habla de un joven que se equivoca en el amor por un pequeño detalle. Todo ambientado en un castillo escocés con fantasma y todo (como debe ser). No os perdáis este pequeño libro en el tamaño, pero grande en su contenido de literatura de primera calidad que los progres de siempre condenaban en España a los quioscos porque era demasiado elegante su escritura para su estética de garbanzo y eructo. Si por una cosa me cae mal el tipo aquél del bigote, además de por ser un criminal, es porque hizo que Zweig se marchara de Austria y terminara suicidándose en Brasil. Aquel hombre, que había sido libretista de Strauss en La mujer silenciosa ( una contradictio in terminis, pero no voy a entrar en detalles) no aguantó la idea de que el dictador siguiera haciendo barbaridades muy bárbaras en el mundo. ¡Qué pena, si se hubiera esperado un poco, habría visto la caída del nazismo! A veces, hay que tener paciencia, mein Vater!

GIOVANNI STUPARICH






Me gusta Trieste, ciudad que siempre me ha sonado mucho porque mi padre trabajó en el edificio Trieste, en  la madrileña calle de O’Donell y porque en ella nació Claudio Magris, ese que se recorrió el Danubio y que lo contó en un libro y que, llegando a Bratislava, tuvo el deseo de beberse una cerveza como un servidor tuvo el deseo de tomarse un poco de mantequilla en Soria y el deseo se convirtió en oscuro objeto. Pues en Trieste, el puerto del imperio austro – húngaro, que se asomaba al mar por esta ciudad istriana, nació este escritor, Giovanni Stuparich, del que me he leído Un año de escuela en Trieste, la historia de una chica en el Instituto de la ciudad, que está bien contada. No se acaba la literatura italiana en la Divina Comedia, como decía Borges con mala leche de vacas argentinas, sino que sigue pujante en el siglo XX. Es cierto que el libro de Magris se pone algo pesado, pero eso ya es otra historia.

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ





He tardado muchos años en leer a Sor Juana Inés de la Cruz y, la verdad, ahora que la he leído, siento no haberlo hecho antes. Escribía muy bien esta monja a la que tenía a la espera de mi atención. Amor humano y amor divino se mezclan en sus poemas como era costumbre en el barroco con los tonos divinos y los tonos humanos sin que unos les impidieran a los otros ni los estorbaran. No descubro nada si os digo que estamos ante una poesía de altísima calidad. Y es que ya con llamarse como nombre de religión, de la Cruz es un grado en poesía. Leed este poema y me lo contáis.




A una Rosa

Rosa divina, que en gentil cultura
Eres con tu fragante sutileza
Magisterio purpúreo en la belleza,
Enseñanza nevada a la hermosura.

Amago de la humana arquitectura,
Ejemplo de la vana gentileza,
En cuyo ser unió naturaleza
La cuna alegre y triste sepultura.

¡Cuán altiva en tu pompa, presumida
soberbia, el riesgo de morir desdeñas,
y luego desmayada y encogida.

De tu caduco ser das mustias señas!
Con que con docta muerte y necia vida,
Viviendo engañas y muriendo enseñas.