jueves, 24 de diciembre de 2015

EL OTRO POLAVIEJA


En mi casa madrileña, habitaba un señor que se llamaba don José García de Polavieja y Novo, que era coronel y que militaba en Fuerza Nueva. También tenía una fábrica en Torrejón de Ardoz en la que fabricaba banderines y en la que trabajaba el mítico Pepe el Luchador. Casado con una Pérez de Guzmán, familia sevillana que procede de Jerez de los Caballeros, no tuvieron hijos y habitaban la soledad de un piso de casi cuatrocientos metros cuadrados. Don José era un hombre bueno, fervoroso católico, amigo del padre Maruri, un jesuita de tronío, y campechano. Había hecho su cuartel general en el bar el Botillo y al se llevaba su carpeta de dibujos y su gorra alemana que le daban un aspecto bohemio. Cuando murió mi madre, don José me dio un abrazo lleno de cariño y me dijo: “Ahora tienes que ser hombre”. Siempre se lo he agradecido. Murió en un verano y quedó una ausencia en el portal y en aquella casa tan grande que ahora habitaba su viuda, una sevillana menudita y friolera que no tenía calor nada más que en los días de ferragosto, como dicen los italianos. Le gustaba a esta señora tan delicada ir a confesarse a los dominicos, en especial con el padre Varona, y, entre misas y paseos por Serrano, se le iba el día. También era una buena persona, pero el día en que murió mi madre, cuando le fui a dar un beso, me apartó la cara porque, seguramente, en su visión de la sociedad por estamentos, un miembro del tercer estado no podía besar a una señora de la nobleza de Jerez de los Caballeros. Recuerdo su acento sevillano y recuerdo también que, cuando en el colegio leí lo de Guzmán el Bueno y su hijo, me impresionó  que esta mujer fuera descendiente directa de tan valeroso prócer  al que, por aquellos días, se nos comparaba continuamente con el general Moscardó y aquella conversación telefónica con los que asediaban el Alcázar y en la que, al final,  el muchacho moría gritando ¡Viva España! Pero ya estamos como el otro día, que no os he contado nada de don Camilo García de Polavieja que era de quien os quería hablar.

EL VERDADERO GENERAL ORAA


El verdadero general Oraa, don Marcelino Oraa, era de Beriáin, Navarra, y empezó como guerrillero contra Napoleón con el conocido jefe Espoz y Mina. Como era navarrico y conocía bien los lugares por donde andaba Zumalacárregui, fue su más encarnizado enemigo.  En la conquista de Morella, Oraa sitió a la ciudad castellonense que defendía el “Tigre de Morella”, sobrenombre dado al general Cabrera que había enarbolado en su castillo una bandera negra con una calavera de paño blanco. ¡Y bien que resistió el tigre!, pues el 18 de agosto, Oraa se retiraba a Alcañiz y Cabrera cobraba fama por este hecho de armas en Europa entera. Al pobre General Oraa de mis recuerdos infantiles le costó el puesto y fue sustituido por el mariscal de campo Antonio Van Halen, antepasado del poeta y político del PP, Juan Van Halen. Le veo en un  dibujo con un cierto parecido con mi amigo Patxi Bergera, navarrico también, quizás por sus cabellos blancos que le dieron sus dos apodos: el cariñoso de “el Abuelo”,  que le pusieron sus tropas, y el más fiero de “el Lobo Cano” que le pusieron los carlistas. Será por lo que conté en otra entrada y los recuerdos infantiles que tiene para mí su calle, con la tienda de Palacios y la tapicería cuyo dueño quiso ser torero, pero el general Oraa me sigue resultando un tipo simpático.

 

ANTONIO ROS DE OLANO


El otro día, en estos días prenavideños con temperatura primaveral, un muchacho alocado, un zangolotino que diría don José Lasso de la Vega, se iba cagando en Ros por los pasillos del Instituto. Me llamó la atención,  no por la expresión escatológica,  sino porque el objeto de sus deyecciones fuera Ros y porque, probablemente, el deponente rapaz no supiera quién era este caballero objeto de sus deposiciones. He oído a mucha gente defecarse en nombres curiosos tales como París (¿por qué hay que ciscarse en la capital de Francia?), en Weiler, aquel capitán general de Cuba que les negaba a sus hijos un pijama porque, habiéndoles preguntado que para qué servía y habiéndoles contestado los hijos que para dormir, es fama que les contestó, negándoles ipso facto el pijama: “Para dormir, lo que se necesita es sueño”. Y se quedaron sin pijama. Pues bien, lo de cagarse en Ros hacía tiempo que no lo oía y sí había oído hace poco, en Laguna de Duero, lo de cagarse en Laos, que es una forma abreviada de blasfemar como ocurre con la expresión de Ros, que es un sucedáneo de la blasfemia por la que algunos, como decía la gran Gloria Fuertes, se acuerdan alguna vez de Dios. Porque, don Antonio Ros de Olano, que fue escritor y militar y que, por tanto, desmiente una vez más aquella payasada de que la lanza embota la pluma, no creo que haya hecho méritos para qe ningún zangolotino se defeque en él. Don Antonio fue amigo de Espronceda e inventó el gorro militar que lleva su nombre. Y con esto basta para limpiar el honor de Ros de Olano que con tanto estiércol puro y vivo a fe que lo necesita.

viernes, 11 de diciembre de 2015

ERSKINE CALDWELL



No conocía a este escritor sureño, Erskine Caldwell, que narra el sur profundo con tanto detalle, con esos personajes que son capaces de quemar su casa con un mendigo dentro para tener una excusa y poderse marchar a otra casa sin estrenar que tienen en el pueblo o que no les importa que un hombre muera comido por los cerdos, pero sí que un negro les hable sin quitarse el sombrero o, finalmente y para no cansar, que son cuatreros casi de nacimiento y por devoción.




Faulkner es Faulkner, pero Caldwell es Caldwell y sus pueblos del sur parecen habitados por gentes cuya sangre tiene una densidad mayor que la del resto de los mortales; en que las tierras son un personaje más; en que los animales acordan su respiración con el latido de los bosques en donde se esconden los negros cimarrones.

 
         Un gran escritor del que espero leer ese que los argentinos tradujeron como “La chacrita de Dios” y que por estos pagos se conoce como La parcela de Dios.

ENRIQUE MENÉNDEZ PELAYO


Ya he hablado de Enrique Menéndez Pelayo, el otro Menéndez Pelayo, cuando he tratado de su poesía y de su novelita La gaviota. Era un buen escritor que tuvo la desgracia de tener a un hermano que era más que  un hombre: una enciclopedia viviente. En estas memoria suyas que él con mucho humor titula Memoria de un hombre al que nunca pasó nada, don Enrique nos va haciendo un tapiz en el que se ve toda la vida santanderina y también sus años de estudiante vallisoletano y madrileño. La relación entre ambos hermanos era excelente y Enrique, modesto y humilde, se dedicó a la medicina con eficiencia, pero sin una clara vocación, y a ayudar a su ilustre hermano. De todas estas memorias, me quedo con las anécdotas de cómo don Marcelino casi le pilla a Enrique en el teatro de la Zarzuela, un día que su hermano pequeño se escapó desde Valladolid para ir a los madriles,  con la de su afición por Zorrilla, al que considera sin dudar el mejor poeta de España y, finalmente, con que a don Marcelino le gustaba echar un bailecito y que hasta tuvo una novia. Así que la historia esa del tranvía en que don Marcelino, al ver una familia numerosa, dijo: ¡madre mía, de la que me he librado! no parece muy cierta. Su hermano incluso nos dice que fue una pena para Marcelino que no se casara pues el no haber tenido mujer hizo que se abandonara muy joven. Una buena persona Enrique que sí se caso, pero cuya mujer murió a los tres meses dejándolo sumido en la pena hasta que se volvió a casar con su cuñada, algo que antes era relativamente habitual.

Así que don Marcelino en el baile... ¡Mira tú que va a ser verdad aquello de que no somos nada!

 

EVARISTO SILIÓ Y RODRÍGUEZ


Hay autores, poetas en concreto, que te emocionan y que, si estamos en otoño como estamos ahora, hacen que recojas algunas hojas muertas, al estilo de Jacques Prevert, y las guardes como un tesoro entre sus páginas y ahí se quedan entre las hojas llenas de poemas y un buen día, quizás muchos años después, las descubrimos con una sensación entre alegre y nostálgica. Un autor que ha merecido este privilegio es Evaristo Silió y Gutiérrez al que conocí leyendo esa novelita de Enrique Menéndez Pelayo, La Gaviota, que tanto me gustó y de la que ya he hablado en este blog. Silió es un poeta con un acento leopardiano, pero que lo resuelve siempre con un sentido cristiano. Su Fiesta en la Aldea es un gran poema, de esos poemas que antes los niños se aprendían de memoria, par coeur dicen con acierto los franceses, y los recordaban toda su vida. Me emociona este poeta cántabro que nació en Santa Cruz de Iguña, hermoso valle, y que, impregnándose de esa belleza, se dedicó a una poesía de “los del Norte” que dijo don Alberto Lista. El prólogo, ¡cómo no! de don Marcelino Menéndez Pelayo no tiene desperdicio. Y es que don Marcelino era mucho don Marcelino como ya veremos en otra entrada.
. Os dejo un fragmento de un poema suyo y seguro que me lo vais a agradecer.
¡Si miro la noche oscura 
Del porvenir, sólo miro 
La sombra de la amargura, 
La dicha que anhelo, no!»— 
Aquí del alma doliente 
Lanzó un amargo suspiro, 
Y una lágrima ferviente 
De su pupila brotó! 
 
 
 
—¡Fatal mudanza de vida! 
Clamó á este punto, afligida 
Una anciana servidora 
Que la oía suspirar; 
No busques en Galilea 
La paz que tu alma desea. 
Vuelve á Bethania, Señora, 
Vuelve á tu tranquilo hogar! 
 
 
 
Allí sin desvelo tanto, 
Y libre, gracias al cielo. 
De este profundo quebranto. 
Siempre tranquila te yí; 
Reprime el funesto anhelo 
Que de tu lares te aparta. 
Mira que Lázaro y Marta 
Viven felices allí!»