lunes, 28 de septiembre de 2020

EL PERRO DE ALCIBÍADES



 

Dejadme que os cuente una historia curiosa. Resulta que Alcibíades, el guapo oficial de Atenas allá por la Guerra del Peloponeso, discípulo de Sócrates y que lo mismo estaba con los suyos que se pasaba a Esparta o los persas, tenía un perro y un día, en mitad del ágora, le cortó el rabo. Todos los presentes empezaron a hablar de la acción del político y general y uno de los presentes,  más atrevido que los demás,  se acercó hasta él y le preguntó: “Alcibíades, ¿por qué le has cortado el rabo al perro? Y el guapo oficial de Atenas le respondió: “Porque mientras hablan de mi perro no hablan de los abusos, arbitrariedades y corrupciones de mi gobierno”. La verdad, no sé por qué, pero a mí esta historia me recuerda a alguien y no de Atenas



precisamente.

domingo, 27 de septiembre de 2020

UN RELATO DE LA CONQUISTA DE HISPANIA

 


UN RELATO DE LA CONQUISTA DE HISPANIA

 

Una centuria romana recorre la vía que une Titulcia con Septimancae.

Es un día de calor del mes Quintilis y el sol calienta los petos de las  armaduras. Van los romanos camino de la ciudad de Legio Septima Gemina, ya cercana a la frescura de los prados del norte, de las montañas que alivian el estío con sus arroyos y sus brañas. Al llegar a un punto del camino ven un altozano y, aunque no existe camino, suben monte a traviesa para alcanzar su cima, plana como la hoja de las espadas que llevan en sus vainas. En la pequeña meseta no hay más que encinares y retamas. Cantan los ruiseñores y los grillos. Cuando aquellos hombres recios llegan hasta el final de aquella llanura que remata el altozano, ven un paisaje de árboles alrededor de una fuente y una gran extensión de terreno que llega hasta unos cerros lejanos. El centurión, volviendo su cabeza, les dice a sus hombres: flumen. Y ellos, al escuchar esta palabra se sienten aliviados del calor como si un viento fresco y húmedo se hubiera levantado de pronto. Poco a poco descienden hasta las orillas de aquel cauce que, con el estiaje, baja muy mermado, apenas una corriente de agua que les llega por la rodilla, pero que ellos, sedientos y fatigados, aprovechan.

Ya la tarde se empieza a poner en los sotos del río y los soldados se tumban en la hierba que decora sus orillas. Juegan a las tabas, cantan canciones y beben un vino peleón que les quita el miedo en las batallas. Mas de pronto, el centurión, un hombre ya curtido por muchas guerras, da la seña orden de marcha y los militares se levantan, recogen y colocan enseres sobre los caballos. Y luego montan.

Al volver a la vía que les llevará hasta la ciudad a la que van, ven de nuevo ese caño de agua que les había aliviado la sed y siguen, por juego, el agua que baja hacia la vía y paralela a ella corre a buscar otra corriente mayor que fluye escondida en los encinares.

Al cabo de un tiempo, no son más que unos penachos rojos que se pierden en una revuelta del camino.

EL PASO EN AMBLADURA DE LOS CABALLOS VACCEOS

 EL JINETE VACCEO

 

Quod nihilominus inventum constat a Parthis,

quibus consuetudo est, equorum gressus ad delicias dominorum

hac arte mollire.

Non enim circulis atque ponderibus praegravant crura,

ut tolutim ambulare condiscant sed ipsos equos, quos vulgo trepidarios,

militari verbo tottonarios vocant, ita  edomant ad levitatem

 et quaedam blandimenta vecturae ut astorconivvbus similes videantur.

Vegetius- Digesta artis mulomedicinae. 1.56.37

 

Por lo demás, consta que esto fue inventado por los Partos

 para los que es costumbre dulcificar por medio de este arte

 el paso de los caballos para deleite de sus dueños.

Pues no les cargan las patas con anillas y pesos

para que aprendan a andar en ambladura,

sino que doman a los caballos que vulgarmente

son conocidos como trepidarios y en lenguaje militar

como totonarios para ser ligeros y de monta suave

 de manera que se parezcan a los asturcones.

Vegetius- Digesta artis mulomedicinae. 1.56.37

 

 

Un jinete galopa en su caballo, cuyo pelaje refleja la luz de plata de la luna, entre un bosque de encinas y retamas. La noche y los árboles lo ocultan de sus perseguidores. El jinete ha llegado hasta un río. Ve sus aguas crecidas, revueltas, del color ocre de la tierra que arrastra, del color de la sangre que ha entrenan visto en los cuerpos inertes de sus camaradas. Ve el peligro, pero no duda porque, en la duda está la muerte , porque en ese peligro de cruzar el río estriba su salvación. Siente a su espalda los cascos de los caballos que lo persiguen; siente las voces de los jinetes; siente casi el viento que provocan los caballos a galope tendido. Y baja a la corriente.

Cuando el agua del río le llega a las piernas, siente que el frío y el miedo le paralizan el corazón. Sus perseguidores ya tienen que haber llegado a la orilla – piensa como si un rayo le atravesara la cabeza. La fuerza del río es tan grande que nota cómo lo arrastra la corriente, cómo el caballo, pese a ser un animal joven y fuerte, no puede resistir el embate   feroz  de las aguas heladas y turbias; nota con espanto que él y su caballo son arrastrados por la fuerza brutal de las aguas heladas y turbias sin que ni uno ni otro puedan hacer nada. No quiere mirar atrás; no quiere ver cómo sus perseguidores ya están como él luchando con la corriente. Cierra los ojos y espera la muerte.

Mas de pronto surge una isla en mitad del río, una isla que está separada tan sólo por un pequeño canal que su caballo saltará como salta los arroyos cuando va con él a cazar ciervos allá por la tierra de los pelendones. Nota cómo el caballo hace pie en la tierra de la isla y cómo ambos salen de las gélidas aguas del río. Cruzan la isla nacida en mitad de la corriente y el caballo, como si anduviera por tierras pelendonas y un venado intentara librase de las lanzas delante de sus ojos de azabache, salta el arroyo con un salto limpio, hermoso, que huele a libertad. ¡Ya están en la otra orilla! ¡Ya puede mirar a sus perseguidores que, contra lo que temía, se han quedado clavados ante la oscura corriente! Los ha mirado con rabia, con ansia de venganza, pero él, librado de sus manos, ya galopa por la tierra del otro lado del río. Sonríe cuando su caballo, con su paso en ambladura, se aleja de la noche y de la muerte.




LA MUERTE DE VIRGILIO (CON EL PERMISO DE HERMANN BROCH)

 


P. Vergilius Maro Mantuanus parentibus modicis fuit

 ac praecipue patre, quem quidam opificem figulum,

plures Magi cuiusdam viatoris initio mercennarium,

 mox ob industriam generum tradiderunt,

egregiaeque substantiae silvis coemendis

et apibus curandis auxisse reculam.

 

SUETONIUS – Vita Vergilii

 

Si no me hubiera encontrado con Augusto en Atenas, hubiera seguido mi viaje, pero quisieron los dioses que me encontrara con él y que juntos fuéramos a visitar Mégara. El sol del mediodía era abrasador y mi salud nunca ha sido buena por culpa de mi estómago. Me embarqué con Octavio e hice con él el viaje hasta Bríndisi, un viaje casi eterno en el que padecía un mareo casi constante por mi enfermedad y por el mal estado de la mar. Ahora, sentado a la en esta sombra de una frondosa haya, recuerdo mi vida que ha pasado como un soplo del viento ligero y sutil de la primavera.

         Nací en Andes, un pequeño pueblo no lejos de Mantua. Mi padre era alfarero y de él aprendí a modelar mis poemas porque las palabras son también un barro sagrado que hay que modelar con delicadeza. Estudié en Mantua, en Cremona y en Milán y, poco después, fui a Roma. En la gran ciudad empecé padecer del estómago y de la garganta y, algunos días, escupía sangre. Era  y soy terriblemente vergonzoso y, teniendo ya algo de fama por mis poemas, cuando alguien me señalaba por la calle, me escondía corriendo en la entrada de alguna casa cercana. Por eso me pasé mi vida en la Campania y en Sicilia, porque la gente me asustaba y, en especial, las mujeres; por eso, me apodaron “el virginal” aunque también jugaron con mi nombre y me atribuyeron una afición a los placeres sexuales que nunca tuve pues algunos hacían derivar mi cognomen de  verga como si yo hubiera sido alguna vez como aquel Mentula del que hablaba Catulo.

         Un día, siendo estudiante, tuve que defender una causa para poder terminar mis estudios de retórica. Fue un desastre porque mi lengua se trababa y los que tuvieron la desgracia de escucharme pensaron que era un ignorante que se había metido por error en el tribunal, tal era mi discurso de lento y torpe. Sin embargo, cuando recitaba, mi voz era firme y suave a la vez y mis versos, leídos por mí, llenaban los auditorios y vivían en el aire. Julio Montano, un poeta, decía que, si algo pudiera robarme, me robaría la voz, esa voz que hacía que tan sólo conmigo mis versos sonaran con el dramatismo que había dejado impreso en ellos.

         Mi manera de escribir era muy lenta. Por la mañana, meditaba mis versos y los dictaba a mi secretario; durante el resto del día los repasaba y revisaba una y otra vez de tal manera que, al llegar la noche, de lo que había escrito tan sólo quedaban tres o cuatro versos. Un amigo me dijo en una ocasión que parecía una osa que, tras parir a los oseznos, los lame una y otra vez. Así compuse las Geórgicas y las Bucólicas, pero cuando me encargó Augusto La Eneida, cambié de costumbres y decidí redactarla primero en prosa y más tarde en verso. Así lo hice y cuando estaba pasando el texto en prosa a verso, a veces, me ocurría que me quedaba sin la inspiración para redactar los hexámetros, pero no paraba: dejaba uno versos, a los que llamaba tibicines, puntales, y después, más tranquilo, colocaba las columnas definitivas que sujetarían mi obra.

         Sexto Porpercio, al leer lo que llevaba escrito, dijo:

Cedite, Romani scriptores, cedite Grai

nescio quid nascitur maius Iliade.

es decir, ¡ceded, escritores romanos, ceded, escritores griegos,

no sé qué escrito mayor que la Iliada está naciendo!.

         Tal era la expectación que el propio Augusto, lejos de Roma por la guerra contra los cántabros, me pidió un adelanto de la obra. Tan pronto como vino a Roma, le recité tan sólo los libros segundo, cuarto y sexto. En aquella recitación, estaba Octavia y, al recitar esos versos dedicados a su hijo Marcelo, muerto a muy temprana edad, “tu Marcellus eris”, “tú, Marcelo serás” cayó desfallecida y costó trabajo sacarla del desmayo.

         Mi obra no está acabada; mi Eneida no está concluida; istud quid maius Iliade tiene errores y versos incompletos. He pedido a Vario y a Tuca que la quemen. Ésa es mi última voluntad, ése es el último favor que os pido, amigos.

         Aquí, a la sombra de esta frondosa haya, he comenzado a sentir frío, como si una fiebre helada y ardiente a la vez fuera capturando mis miembros. Mis ojos se llenan de niebla, de la misma niebla que recuerdo de mi infancia en aquella aldea de la llanura del Po, como si estuviera regresando a aquella niñez feliz en la que el olor del barro con el que trabajaba mi padre ocupaba toda la casa.

Mantua me genuit, Calabri rapuere, tenet nunc Parthenope.

Cecini pascua, rura, duces.

        


 

 

No quiero más epitafio que éste en el que en dos versos cuento mi vida:

Mantua me engendró, los calabreses me arrebataron, ahora me tiene  

                                                                           [Parthenope.                           

He cantado a los pastos, a los campos, a los caudillos.

Así dejo constancia de mi lugar de nacimiento, del lugar en donde de seguro voy a morir y del lugar en donde quiero ser sepultado. Después, viene mi obra resumida en  tres sencillos afanes: mis pastores, los campos y los héroes a los que canté.

         Me basta así; me bastan estas  palabras sencillas para un niño pobre que nació en la casa de aquel alfarero de Andes.

        

martes, 22 de septiembre de 2020

DOÑA BÁRBARA, LA NOVELA DEL LLANO DE VENEZUELA

 


Doña Bárbara es la gran novela del llano de Venezuela, ese lugar en donde el hombre y la naturaleza son uno al ir poco a poco dejando la llanura del Estado de Apure su huella en los seres humanos que la pueblan. Desde las primeras líneas, cuando Santos Luzardo, un partiquín de Caracas que regresa a la finca en la que se crio, Altamira, lindante con El Miedo, la finca de doña Bárbara, la terrible mujer que domina el llano con su dinero, con su brujería y con su mirada, vemos la naturaleza en todo su esplendor y en toda su fuerza. Santos es el hombre civilizado que, mientras viaja en un bongo camino de la finca, se da cuenta de cómo el medio devora al hombre y, cuando llegue a su destino, encontrará a Lorenzo Barquero, padre de Marisela, un pobre hombre que, aun habiendo estudiado como Santos en Caracas, ha caído en el alcohol porque la tierra del llano devora a los hombres como los tremedales  de barro pútrido.

         Gran novela escrita en un castellano trufado de palabras de aquellas inmensas llanuras venezolanas que dejan en la boca el regusto amargo y sangriento de una tierra caliente. Rómulo Gallegos es un escritor de fuste que, aunque publica la novela en la década de los treinta del pasado siglo, tiene la garra de los grandes escritores realistas del XIX.

         Doña Bárbara, la devoradora de hombres, es una novela que tenía por casa y que no había leído porque omnes non omnia possumus , que dijo el vate de Mantua, o porque me sonaba a culebrón serótino tal y como se puede ver en la foto que acompaña a este humilde texto, pero, que tras su lectura, me ha dejado ese regusto que deja la buena literatura que es como el bouquet de un cognac Napoleón, el sabor de un Cohíbas o el paladar dulce de mi Mangurrito del alma. Muy pero que muy recomendable para los amantes de lo bueno.

         Por cierto, Gallegos llegó a presidente de Venezuela. Digo esto por si nuestro presidente Pedro Sánchez, Petrus Pulcher,  se anima y nos sorprende con una novela sobre La Mancha que, es, mutantis mutandis, lo más parecido al llano venezolano que tenemos en España. (Y que me perdonen mis primos venezolanos).

jueves, 17 de septiembre de 2020

UNA VIEJA FÁBULA MORAL EN LOS HISTORIADORES

 


DECAPITAR LAS ESPIGAS

 

πέμψας γὰρ παρὰ Θρασύβουλον κήρυκα

ἐπυνθάνετο ὅντινα ἂν τρόπον ἀσφαλέστατον

 καταστησάμενος τῶν πρηγμάτων κάλλιστα

τὴν πόλιν ἐπιτροπεύοι.

HERÓDOTO – Historias. 5, 92f

 

clamó el mensagero al huert

en el cual muchas coles havie

et sacó un ganivet

et teniendo la letra en la mano et leyend

talló todas las coles mayores

que yeran en el huert.

 

Cantar de la Campana de Huesca- siglo xii

 

Se pensaban los nobles que sería fácil burlarse de mí, un rey mitad monje, mitad soldado; un rey cuyo sitio más era el claustro monacal que la corte de Huesca; un rey que pondría hasta setenta veces siete la otra mejilla. Se pensaban los nobles que me podrían manejar a su antojo, que sería un rey abúlico, que sería un rey que se movería como una marioneta de sus ambiciones. Y se equivocaron.

         Un día escribí a mi antiguo abad del monasterio de San Ponce de Tomeras y le entregué la carta a un mensajero que, partiendo a uña de caballo, apenas tardó en llegar. Cuando el abad lo recibió, lo llevó al huerto del monasterio, un huerto muy bien trabajado por los monjes que empleaban, tal y como prescribe la regla benedictina, ocho horas del día en su cultivo. Llegando a una tabla de repollos, el abad cortó con una espada aquellos que más sobresalían y le dijo: “Cuéntale al rey Ramiro lo que has visto”

         Partió el mensajero camino de Huesca y cuando llegó, me contó lo que había visto. Al principio, quedé desorientado pues no comprendía el mensaje que me había querido trasmitir mi antiguo abad, mas, al cabo de un rato, se me vino a las mientes una lectura que mucho le gustaba y que, muchos días, al sol de febrero que iba calentando el claustro, me contaba. Aquella lectura amena se trataba de un rey que, al igual que yo había mandado un mensajero a mi antiguo abad, él había mandado otro   a la   corte del  rey  Trasíbulo de Mileto y,   éste le había dado a aquel mensajero, enviado por Periandro de Corinto, la siguiente contestación que recoge el gran historiador griego Heródoto de Halicarnaso al que leíamos en una traducción latina que había traído consigo un viejo monje casi ciego, que respondía al nombre George Ludovic,  desde su tierra de Panonia. Así decía esa historia:

Periandro de Corinto despachó un heraldo a la corte de Trasíbulo de Mileto para preguntarle que con qué tipo de medidas políticas conseguiría asegurar sólidamente su posición y regir la ciudad con el máximo acierto. Entonces Trasíbulo condujo fuera de la capital al emisario de Periandro, entró con él en un campo sembrado y, (...) cada vez que veía que una espiga sobresalía, la tronchaba (...) Acabó por destruir lo más espléndido y granado del trigal. Y, una vez atravesado el labrantío, despidió al heraldo sin haberle dado ni un solo consejo”.

         Recordé la explicación que me daba: esas espigas que sobresalían eran los nobles del reino y  lo que quería decir Trasíbulo al cortar las espigas que sobresalían era que conservaría el poder si lograba suprimir los nobles levantiscos y díscolos cortando sus cabezas como había cortado las mejores y más sobresalientes espigas y dejando los bálagos huérfanos.

         Lo demás ya lo conocéis: llamé a los nobles y, según llegaban, les iba cortando sus cabezas con las que formé una campana a la que puse de badajo la cabeza del obispo, tan levantisco o más que los propios nobles.

         Tras esto pude reinar en paz y hasta me casé con Isabel de Poitou, una viuda francesa, en la catedral de Jaca. Fue ella la que me dio a mi hija Petronila que casó con Berenguer IV. Pero basta por hoy de historias de mi reinado. La tarde está llegando hasta este monasterio oscense de San Martín el Viejo en el que vivo dedicado a mis rezos. Está  ya la campana tocando para el rezo de Completas y la sillería del coro me espera. Así soy feliz, mucho más feliz que cuando era rey porque siempre tuve esta vocación de entregarme a Dios, de ser nada más que un simple mortal mitad  monje y mitad soldado.

 

miércoles, 16 de septiembre de 2020

LOS GRIEGOS VEN EL MAR DESDE EL MONTE TEQUES A ORILLAS DEL MAR NEGRO

 


EL MAR

 

Ἑπει δὲ οἱ πρῶτοι ἐγένοντο

ἐπὶ τοῦ ὄρους, κραυγὴ πολλὴ ἐγένετο·

“Θάλαττα, θάλαττα”

jenofonte – Anábasis

La mer, la mer, toujours recommencée
O récompense après une pensée
qu’un long regard sur le calme des dieux !

Le cimetière marin- Paul Valery

 

 

                Ya era mucho tiempo sin ver el mar, sin escuchar el mar, sin oler el mar y nosotros éramos gentes del mar, gentes que llevaban el salitre en su sangre, gentes que dejaban la esteva del arado y se embarcaban para la guerra o para establecerse en lejanas colonias. No podíamos entender la vida sin ese olor que todo lo inunda cuando la marea baja deja en las playas su cargamento de conchas y caracolas. El mar también era para nosotros un camino que nos llevaba hasta aquellas islas que, diseminadas por el viento como pequeñas semillas, habían crecido en el seno insondable que de aquel territorio que gobernaba Poseidón, señor del mar y de las corrientes de agua por antiguo sorteo  con sus hermanos Hades Zeus.   

Corría el año 404 a.C. cuando Artajerjes II subía al trono de Persia, ese enorme imperio que, desde hacía algunos siglos, nos había amenazado porque, para nosotros, los griegos, el peligro llegaba desde donde el sol salía.  Tres años después, su hermano Ciro, sátrapa de Asía Menor,  se había levantado en armas para arrebatarle  el trono de Persia. De nada valió que Tisafernes, un sátrapa fiel a Artajerjes, le  enviara mensajeros al gran rey para notificarle la rebelión fraterna pues, apoyado por Parisatis, madre de ambos hermanos, se hizo fuerte en Sardes, ciudad muy lejana de la capital del imperio que regía su hermano y hasta la que los mensajeros gastaban varios días fatigando los caballos y renovándoles en casas de postas. Ciro buscó entonces la ayuda de las ciudades jónicas y, sobre todo, la ayuda de Esparta, cuna de grandes guerreros, para llevar a cabo su propósito y confió en los lacedemonios para formar parte de su ejército. Al mando de los espartanos iba Clearco, gobernador antiguo de Bizancio sobre el que pesaba una orden de destierro de su patria lacedemonia. Se alistaron con él numerosos hoplitas que andaban vagabundeando por el Peloponeso después de la Guerra .  Ya tenía Ciro su ejército formado por persas y por nosotros, diez mil griegos a sueldo del hermano insurrecto que nos había engañado pues, en un principio, nos dijo que íbamos a someter  Pisidia, una región que se había rebelado contra el poder aqueménida.

Partimos de Sardes y recorrimos grandes llanuras en las  que altas hierbas nos rodeaban y a las que brizaba el loco viento del norte. Eran ya muchos días de expedición en la que diez mil hombres habíamos recorrido muchas parasangas sin más olor que el del ajenjo y el de los cañaverales que, al atardecer, nos dejaban su fragancia dulce y embriagadora. Tan sólo, al pasar por unas lagunas nos había llegado un olor parecido al de nuestro mar; pero tan sólo era un flaco consuelo porque nosotros echábamos de menos el olor del mar,  el olor de su viento,   el olor de nuestras playas, que era diferente con la marea alta y con las olas cubriendo casi los cantiles y diferente también con la marea baja que dejaba las cabelleras de las algas abandonadas en la arena.

Descendimos por la orilla derecha del Éufrates hasta Cunexa, ya muy cerca de Babilonia, y allí se prendió el fuego de la batalla que arrasó el ejército de Ciro que huyó en desbandada. Tan sólo nosotros, los griegos, permanecimos invictos, bajo el mando de Clearco que, como espartano, desconocía la palabra cobardía. Pero una traición miserable le aguardaba a él y a los principales  estrategos griegos fueron decapitados a traición. Entonces las tropas griegas eligieron a otros generales entre los que estaba yo, Jenofonte de Atenas, el amigo de Sócrates, el escritor que ahora se ponía al frente del ejército con sus compañeros estrategos. Guiamos el ejército Tigris arriba y atravesamos Armenia hasta la nuestra colonia de Trapezunte, a orillas del Mar Negro en donde recibimos a un guía para decirnos que en cinco días nos llevaría hasta un lugar desde donde veríamos el mar. Y así fue: al quinto día,   subimos  a un monte cuyo nombre era Teques y, al llegar los que íbamos en cabeza a la cima del monte, se produjo un enorme griterío y todos a la vez nos pusimos a gritar: “¡El mar, el mar”! Entonces, llegaron corriendo los soldados que iban a la retaguardia, las acémilas y los caballos. Cuando todos llegaron a la cumbre se abrazaban llorando unos a otros y también, con la alegría del mar, abrazaban a sus jefes y oficiales.

         Y fue entonces que nosotros, gentes del mar, lo vimos, lo escuchamos, lo olimos y el salitre se fue metiendo en nuestras venas. Bastaba la presencia eterna del mar para saber que, no tardando, regresaríamos a casa.

sábado, 5 de septiembre de 2020

LAS HISTORIAS ROMANAS DE CARLOS PUJOL

 


A Carlos Pujol lo conocía como traductor y como prologuista de un libro de poemas de Carlos Cardona y ha sido este verano cuando lo he leído en ese libro suyo que se titula  Dos historias romanas. Pujol  me ha parecido un escritor elegante con esas dos historias que se desarrollan en Roma, una en la época de Garibaldi y los Estados Pontificios y la otra, en la Roma que se prepara para la Segunda Guerra Mundial. Son historias bien contadas, con su toque de humor y con mucha elegancia lo que le hace al escritor barcelonés un literato muy recomendable para el que se quiera nutrir de buena literatura. También me llevaban esperando las historias de Pujol varios años en los estantes y, al fin, les he hecho un hueco. Ha merecido la pena.

BÉLA HAMVAS Y LA FILOSOFÍA DEL VINO

 


Hay libros que andan por casa y que no se sabe muy bien por qué han llegado a los estantes. Quizás un deseo repentino al verlos en las librerías; quizás una pulsión mercantil o un deseo compulsivo que te lleva a llenar el corazón de libros que de forma apotropaica te libren de la muerte. Lo cierto – y sin entrar en más detalles-, es que La filosofía del vino del húngaro Béla Hamvas estaba ahí llamándome a gritos para que la leyera. Y, al leerlo, la sorpresa ha sido mayúscula porque en ese pequeño libro de menos de cien páginas se esconde toda una filosofía vitalista y hedonista. Es el triunfo de Baco sobre Apolo, de la φύσις  sobre el λόγος; es el triunfo de lo políticamente incorrecto sobre lo correcto. El libro es una fiesta báquica en la que corre el vino y el placer.  Nada de lo políticamente correcto tiene aquí cabida: en la vida, un buen vino, una buena comida y un buen cigarro a ser posible egipcio o de los Balcanes, como aquellos que se fumaba en Roma nuestro rey Alfonso XIII porque ya se sabe que los exilios, con buen tabaco, son más llevaderos. Y hay que elegir bien el vino porque los vinos tienen su personalidad y no es lo mismo un vino blanco o dulce, que tira a femenino, que un vino tinto o seco, que tira hacia lo masculino; no es lo mismo un vino de llano, que un vino de montaña o un vino de ladera; no es lo mismo tomarse un vino debajo de la parra o tomarlo en la bodega. Leyendo a Hamvas te das cuenta de que recoge aquello que los viejos de los pueblos vinateros sabían: por ejemplo, que un vino, tal y como he dicho antes,  no es lo mismo bebido en la bodega entre camaradas, bromas y cantes que bebido en casa bajo la atenta mirada de tu santa esposa y de tus sufridos hijos;  que hay vinos tan delicados como una señorita de Budapest o de Valladolid ( me refiero al Valladolid de la obra teatral de Joaquín Calvo Sotelo, no a una “señorita” hasta el trasero de ginebra en el botellón de Las Moreras o en el día infausto de las peñas) y vinos con los que disfrutan los campesinos del Danubio; que los vinos ganan o pierden grados viajando hacia el norte o hacia el sur y, sobre todo, que no puede haber una comida sin un buen vino ni un buen vino sin una buena comida. Hamvas, divide los países en  los países se dividen en dos tipos: los países del vino y los países del aguardiente; España, Italia o Francia o su Hungría natal frente  los países del norte en donde son más aficionados a los aguardientes y a las bebidas espirituosas. Esos países que no beben vino no son de fiar y, sin embargo, los países que sí bebemos vinos somos gente amable, simpática, con ganas de vivir. Sería interesante que los representantes de Bélgica o de los Países Bajos en la Unión Europea leyeran a Hamvas porque, quizás, cambiarían su negativa opinión sobre nosotros. Béla Hamvas es un vividor /bebedor al que los médicos le pondrán muchas pegas pero que al resto de los mortales nos parece fantástico. Este,   meine Freunde,  es un libro para beber y para apurar como en el coro de Marina de Arrieta. Acordaos de aquello que les decía Churchill a los soldados ingleses: “No luchamos por Francia, luchamos por sus vinos”. Pues eso.

EL ESPEJO DE SOMBRAS DE FELICIDAD BLANC

En estos días de agosto, he leído el Espejo de sombras de Felicidad Blanc, la que fue esposa de Leopoldo Panero y que, con sus hijos, protagonizó esa película de Jaime Chávarri que se llama El desencanto. Este espejo de sombras de la viuda de Panero es como un paño de Verónica en el que la mujer va dejando su vida: en la Guerra Civil, en Barbastro y, principalmente, con Leopoldo Panero.

         Se queja doña Felicidad de que don Leopoldo era poco afectivo y que no sabía bien si los poemas que le dedicó - y que tanto le sirvieron para poder seguir queriéndolo-,  revelaban al auténtico Leopoldo que, siempre según ella,  era un hombre distante, como si lo que le ocurriera a su mujer no le interesara. Si leemos los poemas amorosos de Panero, vemos un amor apasionado por Felicidad, pero, según dice ella, no sabía traducir ese amor en el día a día. Estas historias amorosas en las que los poetas son protagonistas siempre son de extrema dificultad porque se espera del poeta que su vida sea como su poesía y eso es imposible. No hablo de una conducta moral (Neruda se desentendió de una hija discapacitada) sino que el poeta es una persona normal, que no puede vivir en ese universo poético las veinticuatro horas del día. Os recomiendo que leáis Los encuentros de Vicente Aleixandre pues en ellos, como ya conté en este blog, un soldado que lo va a visitar se siente decepcionado pues esperaba ver a un poeta a tiempo completo.

         En fin, el libro refleja en ese espejo algo sorprendente: el amor de Felicidad por Luis Cernuda y cómo ambos se correspondieron. Posiblemente para la viuda de Panero, Cernuda fue el amor de su vida, pero es mejor que leáis su libro.