domingo, 31 de julio de 2016

JOSÉ MENESE









Otra vez tengo que ponerme al teclado para dar una triste noticia: se nos ha ido José Meneses, la voz que presentó don Antonio Mairena (ahí es nada) en el cine Carretería de Osuna; la voz “que cierra y abre las palabras, el cante cortado de perfil, bruscamente. Voz centrada ensanchándose desde dentro” que dijo de ella el gran poeta bilbaíno Blas de Otero; la voz que sonaba en las fiestas del PCE en la Casa de Campo, cuando, antes de resucitar de entre los muertos, iba a buscar allí los llaveros de Pasionaria. Tenía setenta y cuatro años y nos quedan sus discos y el recuerdo de su cante, de ese cante de castellano, de payo, que rompía las noches en los festivales flamencos. Este mes de julio se nos ha llevado a dos grandes cantaores: Lebrijano y Meneses. ¡Suerte que hoy es ya día treinta y uno!

EL LABERINTO DE MANUCHO



De todos es sabido que el niño que señala al difunto conde de Orgaz era el hijo el Greco, pero Manucho nos dice en su Laberinto que no, que es Ginés de Silva y, de la mano de ese niño que señala al muerto,  nos lleva por el barroco español y americano viajando por la España de los Austrias y por la América colonial. Con su estilo noble, culto, y embriagador, Manuel Mujica Láinez escribe una novela que la podemos llamar histórica y me ha hecho disfrutar mucho en este julio ardiente. Quiero leer Cecil, su autobiografía, porque necesito la prosa magistral de Manucho. Por cierto, que mi amigo argentino Hugo Busso lo conoció en su casa de La Cumbre,  en Córdoba. Los hay con suerte.

RAFAEL CONDE, EL TITI



Nació en Talavera de la Reina, pero toda su carrera artística la desarrolló en Valencia. Hace muchos años que lo vi en aquel programa de Fernando García Tola que se llamaba Si yo fuera presidente con su Libérate, un escándalo que ahora ya no es tal. Rafael Conde, sin entrar ni salir en su sexualidad, era un grandísimo artista que, dotado de una gran voz y de un gran sentimiento, “rompía” en los escenarios. Bien es verdad que, en ocasiones, llegaba a lo chabacano, pero hay que oírle cantando El romance de valentía de Juanita Reina o a dúo con Antonio Amaya cantando Mi vida privada (Amaya merece una entrada aparte que tendrá en su momento). Se nos fue hace ya unos años con su maquillaje exagerado de rimmel, con sus trajes blancos de lentejuelas, con su candor de niño grande. Si Lorca lo hubiera conocido, le hubiera escrito un poema. Quizás se le lo escriba un servidor si tengo el valor y el tiempo para hacerlo. Se llamó Rafael Conde “El Titi” y cantaba muy bien, pero que muy bien.

EL CANTABRÓN







Pedro de Escalante y Huidobro fue un político cántabro que llegó a Presidente de la Diputación de Santander en 1962. Impulsó la investigación histórica en Cantabria e impulsó también la idea de que Santander pasara a denominarse Cantabria. Recordemos que lo que hoy conocemos como Comunidad de Cantabria se había conocido antes como La Montaña y después como la provincia de Santander a secas, incorporada en los mapas de la época y en los hules de las mesas camillas, como aquella que tenía mi abuela María en Laguna de Duero, en Castilla la Vieja. No estaba esto fuera de lugar pues desde siempre había sido Santander el puerto de Castilla y por Laredo habían  llegado y partido las escuadras de Castilla que mandaban aquellos almirantes de Rioseco, los Enríquez, que nuca vieron el mar. Pues bien, este señor Escalante tuvo tan genial idea antes que Miguel Ángel Revilla y luchó por llamar a Santander Cantabria con tal denuedo que, amistosamente, lo denominaron el cantabrón.

         De lo que no se puede dudar es de que don Pedro era un enamorado de Cantabria y, en el año 1966, se le ocurrió construir un teleférico en Fuente De, en el valle lebaniego de Valdebaró, con la idea de acceder con más rapidez al macizo central de los Picos de Europa. El ingeniero fue José Antonio Odriozola Calvo, nacido en Santander, pero de familia lebaniega, de Espinama  para más señas al que conocí como presidente de la Federación Española de Montañismo cuando lo era de honor el inefable Pepín Folliot, el madrileño de Burdeos.

         Hoy en día se puede ver, casi escondido, un monumento a Pedro de Escalante en la estación del teleférico. Y es una suerte que esté bien escondido porque don Pedro “posó” con el uniforme de Falange y, eso es políticamente incorrecto. Por cierto y para terminar, deciros que era un buen escritor y que tiene una obra, Cuaderno de bitácora, que estoy deseando leer. Cuando la lea, ya os contaré.

LA SZYMBORSKA Y EL GATO



Esta poeta polaca la descubrí hace ya algunos años, quizás en la soledad sonora de Ávila. Con palabras sencillas, es capaz de decirnos mucho, de profundizar en el corazón del hombre, de recorrernos el alma con su escalofrío de palabras. Pero no quiero hablar de ella, sino que ella hable con un poema. Por eso, os dejo este poema que me impresionó y me impresiona. ¡Va por ustedes, señores!




Un gato en un piso vacío

Morir, eso no se le hace a un gato.
Porque qué puede hacer un gato
en un piso vacío.
Trepar por las paredes.
Restregarse entre los muebles.
Parece que nada ha cambiado
y, sin embargo, ha cambiado.
Que nada se ha movido,
pero está descolocado.
Y por la noche la lámpara ya no se enciende.


Se oyen pasos en la escalera,
pero no son ésos.
La mano que pone el pescado en el plato
tampoco es aquella que lo ponía.


Hay algo aquí que no empieza
a la hora de siempre.
Hay algo que no ocurre
como debería.
Aquí había alguien que estaba y estaba,
que de repente se fue
e insistentemente no está.


Se ha buscado en todos los armarios.
Se ha recorrido la estantería.
Se ha husmeado debajo de la alfombra y se ha mirado.
Incluso se ha roto la prohibición
y se han desparramado los papeles.
Qué más se puede hacer.
Dormir y esperar.


Ya verá cuando regrese,
ya verá cuando aparezca.
Se va a enterar
de que eso no se le puede hacer a un gato.
Irá hacia él
como si no quisiera,
despacito,
con las patas muy ofendidas.
Y nada de saltos ni maullidos al principio.


lunes, 25 de julio de 2016

ELVIRA DAUDET



Elvira Daudet es periodista de profesión y poeta de vocación. Al leer sus poemas, he recordado aquella anécdota, quizás con toda seguridad apócrifa, de un circunspecto profesor de Oxford que, tras explicar una oda de Horacio a sus alumnos, les dijo: “perdonen ustedes si me he emocionado”. Pues eso mismo os digo: os pido perdón si, leyendo a Elvira Daudet, me he emocionado con unos poemas que son como ella misma define a la poesía “la comunión de las emociones a través de las palabras”. Buena poesía la de esta poeta conquense que afirma sin dudarlo: “en este país, cualquier memo escribe poesía”. Tomo nota por la parte que me toca.

Amor, eterno eres, como juré,
juramos, aquel día, al principio
del mundo y la catástrofe,
cuando, ¡oh prodigio!, tú me renaciste
y me gané en la cifra de fuego de sus labios
la herida de mí misma, mi nuevo ser,
desesperadamente puro y libre,
encadenado a ti ya para siempre.


Qué importa que su sellado corazón
me niegue lo que implora
de otro corazón desconocido,
que sus ávidos labios busquen ángulos nuevos,
sedientos de otros zumos y otros labios,
que su cuerpo no sea ya la ardiente
prolongación del mío,

si aquí estás tú, dolor, su último rostro,
pesando sobre mí como él desnudo,
forma esencial de mí, tuétano mío,
la más fiel, la más larga compañía.
Dolor que hace mi amor irrevocable,
eterno, como juré, juramos, aquel día.

 

BOMARZO





Llevo desde mayo leyendo y releyendo a Mujica Láinez, ese autor tan poco leído que hay muchos que no lo saben ni acentuar correctamente. En mayo fue El escarabajo; en junio, el Unicornio y en julio, Bomarzo. Esta obra la había yo leído en Ávila a instancias de mi buen amigo Senén que en paz decanse. Entonces no la disfruté porque aquella vida dejaba muy poco espacio al disfrute como no fuera el sahúco de la muralla y alguna película en casa, pero mi cabeza no estaba centrada en la magna obra de Mujica. Entonces me pareció buena, pero el duque de Orsini no consiguió levantar en mí la pasión que levantaba en Senén. Ahora, pasados diez o doce años, he vuelto a encararme con Pier Francesco de Orsini, el divino giboso, el hombre renacentista, el santo y el demonio, el artista espiritual y el animal carnal, el hombre en definitiva. Pier Francesco se ha hecho un lugar en este cálido mes de julio y cada mañana, de buena mañana como dicen los franceses, teníamos una agradable conversación hasta que el calor del día se imponía y ambos nos entregábamos a nuestros quehaceres. Ha sido una maravillosa experiencia este recorrido por la vida de un hombre y por la vida del Renacimiento. Estoy a la espera de la ópera de Ginastera para escuchar el libreto que el mismo Mujica escribió. Ya os lo contaré, pero la cosa promete. Ahora me ando con la vida de Ginés de Silva, esa vida casi de un pícaro que se recoge en El laberinto, otra novela de Mujica. Pero de ésa, como de la ópera de Ginastera, os daré cuenta en su debido momento.



ELOGIO DE LA NADA

LA VISITA DE LA VIEJA DAMA



Y sigo con el suizo Dürrenmatt que en esta ocasión me ha regalado una buena obra de teatro, La visita de la vieja dama (Der Besuch des alten Dame) quizás una de sus tragedias más famosa. Una vieja dama que se tuvo que marchar del pueblo porque un hombre la había deshonrado y se tuvo que echar a la vida, como se decía antes, regresa al pueblo y, poco a poco, con su dinero de multimillonaria acaba comprándolos a todos. La idea sería aquella de que “todos tenemos un precio” y que tan sólo basta el que venga alguien que esté dispuesto a pagarlo. ¿Hasta qué punto somos “intocables”, insobornables, incorruptibles, se pregunta y nos pregunta el autor suizo con esta obra en unos tiempos en que la honradez y los hombres “enteros” no están, por desgracia, de moda. ¿Hasta que punto nuestro cabreo, nuestra indignación con los corruptos es porque nosotros no nos hemos podido corromper como ellos, porque no hemos tenido la oportunidad u oportunidades que han tenido ellos? La muerte tenía un precio, se titulaba aquel viejo spaghetti western. Y la vida de estos años locos del siglo XXI ¿qué precio tiene?.



MI RECONCILIACIÓN CON EL CAPULLO DE JEREZ





Conocí al Capullo de Jerez hace ya algunos años en las Semanas Flamencas de Ávila. Él venía por la plaza de la Catedral y un servidor salía de la Biblioteca Pública. Yo lo había visto antes en el periódico y, nada más verlo, - no creo que haya un cantaor más feo – le dije: “¿Es usted el Capullo de Jerez, verdad?” y él me dijo: “¿Cómo lo ha sabido?”. Tendría que haberle dicho que no creo que hubiera nadie más feo en miles de kilómetros a la redonda. En fin, luego fui al concierto que ofrecía en el auditorio de la Caja de Ávila, aquel pequeño y recoleto de la calle Lagasca, y no pude aguantar hasta el final. Su cante me irritaba y sus gestos, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y la cara como la de un Polifemo cantaor, pero con dos ojos como huevos que le hacían guapo al feo de los Hermanos Calatrava, me cargaban hasta tal punto que, en el intermedio, me marché. Luego ya no lo he vuelto a escuchar, pero, hete aquí que,  el otro día, escuchando ese maravilloso programa de Radio Clásica que es El Cante de Jerez apareció otra vez el Capullo y, cosas de la vida, me gustó tanto que tuve la necesidad de descargarme un CD con algunos cantes. Y me gustó. Su voz me parecía otra y, como no le veía su cara, disfruté de su cante y le reconocí como lo que es: un grandísimo cantaor jerezano. ¡Y hasta me pareció más guapo en la carátula!



sábado, 16 de julio de 2016

EL ALMA HERIDA DE VÍCTOR BARRIO



Maite Saso, rejoneadora, caballista eximia y buena persona y amiga, me ha hecho el favor de prestar un libro impagable: Alma herida, un libro de Josephine Douet sobre los toreros y sus cornadas Cuando tenemos todavía en los ojos y en el alma, la cornada de Víctor Barrio, ese joven maestro (éste sí que lo es y no el otro, el impostor que se hizo pasar por tal). Nada más leerlo, me ha recordado esa escena de Juncal, la serie inolvidable de Armiñán, en que el padre le va enseñando al hijo el mapa de su cuerpo cosido a cornadas y le va dando pelos y señales de cada una. La cornada y el torero, el torero y su herida, el torero y la muerte. Lo temido y lo deseado, la gloria y el dolor, el dolor y su superación por la voluntad. El torero, pese a lo que digan los que ya sabemos, no es un asesino: es un sacerdote que se ofrece voluntariamente a la muerte y que de ese encuentro hace belleza, hace arte. El torero sabe que la muerte le espera cada tarde en las astas del toro, pero se sigue entregando a su sacerdocio, haciendo frente a la muerte, ésa de la que huimos los que no somos toreros. El torero, como decía Celaya, mira cada tarde “los ojos fríos de la muerte”. Y cuando tal proeza se ha hecho, ya nada puede ser igual. Como dice Bartabas “estos hombres son artistas; su única búsqueda frente al miedo insidiosos y la fuerza bruta, se llama elegancia, la elegancia de tontear con la muerte y no hablar de ello.” El torero es un artista interior, en el que, más que ver, hay que sentir lo que se ve.

         Ya sé que hay otros que los llaman asesinos, pero de esa gente mejor no hablar. Dejadlos con su sensibilidad impostada, muy similar a la de los cenetistas de la Guerra Civil que el domingo, en una excursión campestre, se embelesaban con el canto de los pájaros y el lunes daban el paseo a unos cuantos hasta las tapias de un cementerio. Dejadlos con su sensibilidad de aquellas viejas de las que decían Valle Inclán que se creían que el paraíso era un kermés con churros a donde podrían vivir con su gato.

         En un mundo de niños criados entre algodones, entre terapias de psicólogos “pelotudos” y recetas de psicofármacos; en un mundo donde se evita el dolor a toda costa y en donde se intenta evitar a la muerte mediante una diversión sin sentido que actúa como un estupefaciente; en un mundo donde no se sabe vivir la vida porque no se sabe vivir la muerte, hay unos hombres que ofrecen todas las tardes su cuerpo como hostia limpia, que hacen de este sacrificio belleza y que del encuentro entre la fuerza y la elegancia, entre la muerte y la gracia del arte, consiguen extraer lo inefable. Yo a esos hombres los admiro y, con su ejemplo, me hacen llevar mejor la herida, siempre abierta, de la muerte. La vida es mortal, pero hay hombres que de eso hacen un arte. Que no me los llamen asesinos, por favor.

JUAN PEÑA, EL LEBRIJANO





Escribo esta entrada con la urgencia que pone la muerte en lo que toca. Se nos ha muerto Juan Peña, El Lebrijano, el gitano rubio, el cantaor de la voz potente, sonora, hermosa; se nos ha muerto un gran purista del cante que arriesgó cantando esa maravilla que fue Encuentro o defendiendo a los suyos en Persecución con textos del poeta extremeño Félix Grande; se nos ha muerto el hombre que triunfaba en los festivales, que rompía el silencio con su voz de siglos, que nos traía el mar en sus ojos claros. Se nos ha muerto el hijo de María la Perrata. Se nos ha muerto un cantaor que empezó acompañando a la guitarra a la Paquera de Jerez y que luego se decantó por el cante bajo el influjo del maestro Antonio Mairena. Yo, ahora, le veo con su dedo índice señalando al cielo, con su cante recio, invitándonos a la libertad de su voz irrepetible. Era hermano de Pedro Peña, excelente guitarrista al que recuerdo con José el de la Tomasa, otro grande del cante, y tío de Dorantes, el pianista flamenco. Juan, nos has hecho despertar del sueño de tu voz, pero te seguimos oyendo cantar por tangos, por bulerías, por seguiriyas, por martinetes y nuestra alma, celosa de la belleza, vuela hasta donde estás, montado en aquel blanco caballo, junto a una fuente, dándonos la libertad del agua de los mares. Lo bello y lo bueno no mueren. Tú, Juan, sigues con nosotros. Yo le rezaré a Dios; otros le rezarán a Alá y otros se quedarán callados porque, como tú decías, ésa es su forma de rezar. Todos te recordaremos como el gitano rubio que con su índice nos señalaba al cielo, ese cielo en el que ahora habitas. Amén.

LADISLAO VAJDA


 


         Ladislao Vadja nació en Budapest, un 18 de agosto de 1906 y empezó trabajando en el cine alemán con directores como Billy Wilder o Henry Koster. Empezó como director dirigiendo El hombre bajo el puente (1936) y con la Segunda Guerra Mundial se traslada a Italia en donde dirige dos largometrajes. El segundo de ellos Giulano de Medici, fue prohibido por el Duce y,  puesto que el largometraje estaba protagonizado por Conchita Montenegro, el director húngaro se viene para España en donde debuta en 1943 con Se vende un palacio. Siguió con películas como Doce lunas de miel (1944) Cinco Lobitos (1945) y Te quiero para mí (1949). Se nos fue a Portugal y coprodujo Barrio (1947) y Tres espejos (1947). Se nos fue también a Inglaterra en donde dirigió The Golden Madonna (1949) y The woman with no name (1959).

         En España, siguió dirigiendo y en los cincuenta dirigió Carne de Horca (1953) con el irrepetible Pepe Isbert; las ya mencionadas, Marcelino Pan y Vino y Mi tío Jacinto y Tarde de toros con don Antonio Bienvenida. También de los cincuenta es su obra maestra, El cebo. Falleció en Barcelona, en 1965, cuando rodaba La dama de Beirut, con Sara Montiel a quien descubrió junto con Enrique Herreros de Codesido, dibujante, montañero y amigo del inefable Pepín Folliot. Pero ya nos salimos de la historia.

         Su cine, influido por Fritz Lang, con una fotografía en blanco y negro portentosa, merecen un hueco en la historias de lo que se ha dado en llamar séptimo arte y merece que, en este verano de 2016, cuando ya se han cumplido cincuenta y un años de su muerte, veamos alguna de sus películas. Nuestra mente, saturada de politiqueo inmundo, nos lo agradecerá.

 

LA PROMESA QUE SIRVE DE CEBO







Aún era junio, el de las tardes largas como miradas que decía el maestro García Baena, cuando pusieron El cebo de Ladislao Vadja, el gran cineasta húngaro que en España dirigió, entre otras,  Marcelino Pan y Vino y Mi tío Jacinto. El cebo es una película magistral de la que ya os hablaré cuando le toque el turno a su director, pero ahora lo que os quiero contar es que me fui a la novela, La promesa , de Friedrich Dürrenmatt, que le sirve de base, y la sorpresa fue mayúscula pues el final de la obra de Vadja nada tiene que ver con el final del escritor suizo. Dürrenmatt participó en el guión de la película y, luego, escribió la novela dándole otro toque distinto aunque con el mismo o muy parecido argumento. Me quedo con las dos, pero Dürrenmat consigue un efecto sorpresa que hace de la novela, una novela negra de las que le gustan a mi amigo Jesús Sanz Rioja, pero que se desarrolla en un paisaje idílico suizo en donde es difícil pensar en que alguien puede ir por ahí asesinando niñas. Dürrenmatt, que aparecía en ese libro rojo que formaba parte de la enciclopedia Argos Vergara, la que me regalaron mis padres y que tanto me ha servido en mi vida, está un poco olvidado en estos tiempos de literatura barata, pero sigue siendo un grandísimo escritor. Si lo leéis y os gusta, me lo agradecéis. Y, si no, pues seguid con el Ruiz Zafón.



TERREMOTO DE JEREZ



En estas tardes tórridas del caliente julio, la escucha de Terremoto de Jerez alivia y fortalece las entretelas del corazón. Terrermoto, que se llamaba para el siglo Fernando Fernández Monge, vio la luz en el barrio de Santiago de Jerez, el barrio más flamenco del mundo, y se nos fue un 6 de diciembre de 1981, con tan sólo cuarenta y siete años. Quiso ser bailaor y empezó por ese camino, pero, luego, se decantó por el cante, ese cante que acompañaba con la guitarra otro monstruo del flamenco, su cuñado Manuel Morao. Su voz, inimitable, estaba llena de “sonidos negros” como los sonidos blues de Morente. Oírle cantar por seguiriyas es un nos sé qué que queda balbuciendo; por bulerías, la locura de lo flamenco; por tangos, la gloria de una voz irrepetible; por malagueñas, la mar de Málaga rompiendo en los cantiles con una brisa que trae el olor de los naranjos. Un listillo dijo de él un día que “no triunfaría porque en lugar de cuidarse y formar parte de las grandes compañías flamencas, prefiere cantar por veinte duros para amiguetes de Jerez”. Se equivocó el palomo cojo, se equivocó porque Fernando triunfó entre los grandes aficionados al flamenco; entre los aficionados al flamenquito barato no, porque su manera de cantar era bronce puro, aguardiente que calienta los corazones, dolor y alegría en ese mágico misterio del cante. Fernando fue un digno heredero de don Antonio Chacón o de don Manuel Torre, también cantaores jerezanos. Yo sé que todavía anda por los patios del barrio de Santiago, por la calle de Sor Eulalia en cuyo número 30 nació un 17 de marzo de 1930; sé que alguien lo ha visto por los tablaos madrileños de El Duende y Las Brujas. Terremoto está vivo en sus grabaciones “jondas” y sentidas, en el recuerdo de los buenos aficionados al cante. Lo siento cada vez que vuelvo a escuchar sus discos.