domingo, 31 de mayo de 2020

UN VIAJE A PIE CON JOSEP PLA



Aunque estamos terminando mayo y don Josep salía a hacer su viaje a pie en septiembre, cuando el calor del verano ya iba en declive, me he puesto mi boina y me he marchado con Pla para darnos un viajecillo por el Ampurdán. Sabido es que Pla viajaba a pie o en autobús y que recorría los pueblos gerundenses por carreteras y caminos por los que se encontraba a representantes del comercio o a legos que iban pidiendo para el convento. Hoy nos hemos llegado hasta una masía en donde Pla me ha hablado de la vida de los payeses y de cómo es su postura ante la vida en la que destaca, casi siempre, su desconfianza. Pla era un payés, pero que no cultivaba el campo. Ocupaba la masía familiar de Llofriu, cerca de Palafrugell, y en ella escribía y escribía y escribía. Me ha gustado este viaje a pie con usted, señor Pla. Tenemos que quedar de nuevo, cuando usted pueda,  para hacernos otro viajecillo,  ya sea por tierra o por mar, como aquel que hicimos hace cosa de un mes y en el que nos llegamos hasta tierras de Francia. Siempre es un placer viajar con usted porque es un usted, como solía decir de sus amigos, un gran tipo.

EL VINO EMBOCADO



Llevo muchos meses dando la vara con el vino embocado Mangurrito que es un vino de pitarra de Castuera que está realmente de rechupete. Ha habido alguien que no entendía lo de pitarra y lo de embocado así que vamos a realizar una obra de caridad y lo vamos a explicar. La pitarra en Extremadura es la tinaja en otros lugares de España y es un vino de cosecha propia. Curiosamente, pitarra también significa legaña y así un pitarroso es un legañoso. Lo de embocado o abocado significa que es un vino que tiene un punto de dulzura que, para conseguirla,  lo que hacen es no dejar que fermenten todos los azúcares de la uva. Estos vinos eran vinos populares que todo somellier que se precie despreciará por vulgar y sin clase. Eso lleva a que tan sólo unos pocos parias sigamos a estos vinos que son, manque les pese a los entendidos, de un sabor inigualable. En verano, fresquito, para refrescar una tarde de Castilla, bien en la bota o con el fresco de la sombra por la que siempre corre a ras de suelo un vientecillo que enjuga el sudor, este vino te hace gozar de los doce frutos del Espíritu Santo. Dejo para otros, sabedores de añadas y de caldos, los grandes vinos y me quedo con este vino familiar, que huele a esparto y a fiesta, a huerta y a sobrado. Es un vino maravilloso y el que lo probó lo sabe.

EL ARROZ CON LECHE


Desde muy pequeño soy loco por el arroz con leche, postre muy típico que admite varios a preparaciones. Recuerdo la de mi abuela Patro que pecaba de seca, no dejando nunca esa cremosidad en el postre que es de agradecer. También recuerdo-  ¡y cómo! - ,  el de La Colilla, un lugar de Ávila en donde guisaban un cocido con dos sopas, de pan y de pasta, y unas fuentes pantagruélicas de garbanzos, carne, jamón y otras viandas de régimen. Yo fui a comer varias veces con los compañeros del Vasco de la Zarza y tan sólo tomaba, para escándalo de los presentes, la sopa, dejando los garbanzos, gordos como canicas,  y las carnes, para pasar directamente a ese arroz con leche que llevaba no menos de tres horas de lenta cocción en una lumbre bilbaína. Ese arroz era un portento y creo que es el mejor que he comido nunca. También es suculento el arroz con leche en Asturias en donde la buena leche tiene el mando y en donde la cocción lenta le da también un punto de sabor inigualable. En algunos sitios le echan un puntito de anís y caramelizan un poco de azúcar. Con ese arroz con leche se alcanza el cielo en dos o tres cucharadas. Recuerdo en Candás que en un hotel me prometieron guardarme una ración para el día siguiente, pero la camarera no recibió el mensaje de su compañera y me quedé sin mi postre. Jamás hemos vuelto por ese hotel de cuyo nombre sí quiero acordarme para maldecirlo sin remisión posible. Encontrar el punto justo de cremosidad, ni seco ni líquido, es para mí la clave de un buen arroz con leche. Es posible, llegando en crueldad más lejos que los Borgia, que alguien me hable de los arroces con leche de los supermercados. En fin, ya bastante caliente está el patio como para entrar en ese tema. ¡Ay, quien me diera en La Colilla ante aquel cuenco de arroz con leche que había cocido a fuego lentísimo durante tres o cuatro horas!

CASA CAMPOS EN MARÍN


Casa Campos estaba en una casa que hacía a dos calles: Bastarreche, ilustre marino cuya calle ha desaparecido por esas revisiones cainitas de la memoria histórica, y José Touriño Gamallo, el médico de los pobres e hijo predilecto de Marín desde 1962 como recuerda el busto erigido en su honor en la hoy conocida como alameda de Rosalía de Castro. A Casa Campos se entraba justo por la esquina, por una puerta que daba a un recibidor y de ese pequeño recibidor, recoleto y agradable, burgués y un tanto pueblerino, se pasaba al comedor. También se podía entrar por la puerta de Bastarreche, que llevaba a las habitaciones y a la cocina, y por la puerta de la cochera en donde se ponía una mesa larga en donde solían comer los curas de la parroquia: don Álvaro, don Ángel o el jovencísimo don Juanjo, muy joven y con gafas. Me encantaba esa puerta y comer en la mesa que dejaban los curas porque estaba al lado las cámaras en donde se guardaban las botellas de Mondariz y el señor Campos nos dejaba coger tantas como quisiéramos. Eran otros tiempos. En el comedor grande, se puso, allá por 1977, un televisor en color marca ITT que hacía las delicias de los huéspedes y comensales. Además de los curas de la parroquia, vivían en casa campos profesores del Instituto como el de Francés, una enfermera soltera, obreros del puerto y toda una clientela variopinta. Recuerdo que un verano llegaron unas “muchachitas de Valladolid” que no eran tan puras ni virginales como las de aquella película de los cincuenta y que alborotaron aquel pueblo en el pueblo que era Casa Campos. En ese comedor, celebraba mi cumpleaños, con tarta de la Orensana y huevos con mahonesa que preparaba el señor Campos que, como dije en una entrada de hace unos años, era sargento músico y tocaba el trombón de varas en la banda de la Academia. Para servir las mesas, había rapaces que eran hijos de familias del pueblo (recuerdo a Miguel, cuyos padres tenían una frutería en la calle de Francisco Alfonso) y también un hijo de Rosita, la mujer de Campos, que se llamaba Fernando y que, andando el tiempo se hizo marino mercante y anduvo en un petrolero. Son tantas las anécdotas que no puedo seguir, pero dejadme que os cuenta ésta contada por el mismo Campos. Un día, se reunieron en el comedor los párrocos de la diócesis de Santiago, a la que pertenece Marín, presididos por el Arzobispo de Santiago, don Fernando Quiroga Palacios. Un obrero del puerto, que entró por la puerta de la esquina, al ver tantos curas y todos de sotana sentados en las mesas, no pudo contener su lengua y dijo: ¡Manda carallo, esto parece un seminario! Y todos los curas, con don Fernando a la cabeza, rompieron a reír con la sana alegría del Marín de los setenta.

PACO RIVAS, EL POETA DE FOZ


En esta mañana del último día de maio longo, todo cuberto de rosas, acabo de terminar una escolma poética del poeta focense Paco Rivas,  a quien estuvo dedicado el Día de las Letras Galegas este año. No conocía a Paco Rivas, pero la lectura de su poesía ha sido la gran alegría de este mes de mayo. Su uso de la rima asonante, de muchos y variados ritmos de una poesía que está inmersa en lo popular y de hermosas imágenes poéticas me ha hecho recordar a Curros, a Rosalía, a Celso Emilio Ferreiro. Os recomiendo esta Escolma poética que la editorial de Noia Toxosoutos ha publicado hace poco. Un gran poeta este lucense que, como filólogo, rescata muchas palabras en sus versos da fala da Mariña lucense. Imprescindible.

Como muestra, baste este poema:

Quero durmir no teu colo
que me acoches co mantelo
que ma faigas as ciligras
cos rulos do teu cabelo
Que os teus xeonllos me arrolen
nun run-run maino e lixeiro,
e cando estea durmido
me despertes cos teus beizos


Xa non quero estar sin ti,
porque a vida sen ti vaise,
porque o día faise noite,
porque a xente faise naide,
porque o ceo faise inferno
porque a min queimame o aire.

ORDESA


He tardado en leer esta novela de Manuel Rivas, - el oscense, no el coruñés-, por ese recelo hacia todo lo que se vende, hacia lo popular. Sé que estoy equivocado, pero hay un resto de aristocracia intelectual en mi manera de ser que hace que, en ocasiones, me equivoque. De todas maneras, había leído la poesía de Rivas y me había gustado con lo cual dejé a un lado tan absurdo prejuicio y me lancé a leer la novela. Y la novela me ha parecido fantástica porque Rivas, algunos años mayor que el que esto escribe, y un servidor compartimos la misma España de los setenta cuando nuestros padres buscaban la sombra para el coche -yo lo sigo haciendo quizás por un atavismo que me viene directamente de aquellas tardes de verano con bocadillo de sardinas al limón y una botella de Mirinda-, y veían la luz después de un túnel de guerra y posguerra. Manuel Rivas hace con este libro un inmenso kadish por sus padres, por su niñez, por su vida. Como en esa maravillosa novela de mi amigo Pablo Perera, hay en Ordesa un recuerdo continuo al padre y una presencia de la madre para los que, en esos poemas finales del libro, descubre el autor su verdadero sentimiento que no es otro que el que hemos sentido, desde hace muchos siglos, los hijos por los padres. Enfrentado a solas con la vida, (no hay dioses en la novela de Rivas),  hace del recuerdo la única salvación para el hombre y busca un lugar mítico para salvarse: aquel lugar en el que pasaban las vacaciones, un lugar al que,  fuera del tiempo como dije hace poco en una entrada, no debemos buscar ya porque nosotros le conocemos a él, pero él ya no nos conoce a nosotros como bien dice el maestro Bufalino. Ordesa es un gran libro de amor, del amor de un hijo por sus padres. Gran libro que merece la fama que ha tenido y tiene. Creo que junto a Jesús Carrasco, Rivas es uno de los grandes novelistas españoles de este siglo XXI; un novelista que vendrá en los libros de texto. Fabulosa novela la de este autor de Barbastro.

DON FERMÍN DE PAS


Sigo, si me lo permitís, con los personajes de la Regenta y voy a intentar analizar - ¡ojo, siempre en zapatillas, sin ningún alarde académico!-, a don Fermín de Pas, el magistral. Lo primero, decir que el magistral es el canónigo encargado de la predicación en el cabildo catedralicio. Estas cosas no eran necesarias de recordar hace unos años, pero en esta época que corre y no sabe a dónde, sí que lo es. Hecha esta pequeña precisión, sigo con el análisis. Don Fermín es un sacerdote que, como él mismo le dice a Petra, la criada de don Víctor,  es un aldeanote que juega muy bien a los bolos. Y esa es la madre del cordero: que don Fermín no tenía que haber tomado nunca los hábitos porque hubiera sido un magnífico aldeano en su pueblo, bebiendo sus vinos en la taberna, bailando a los sones de la gaita y teniendo  ayuntamientos carnales con su santa esposa. Llevado por su madre, que es una señora terriblemente ambiciosa que usa a su hijo para sus no siempre limpios negocios, don Fermín entra en religión, pero error en haberse vestido de magistral se ve cuando le deja morir a Santos Barinaga, pese a lo mucho que se pide el obispo que no era sino un títere en sus manos,  porque este pobre desgraciado es la competencia a la tienda de doña Paula, la madre de Fermo.  Además, se ve a la legua que su vocación es equivocada  porque Fermín no es de los elegidos por el Señor para el don de la Santa Pureza y por la Regenta siente un ardoroso amor carnal que sólo se hubiera curado yaciendo con la pobre Ana Ozores. Ya dijo aquel jesuita genial que fue el padre Lamet que “la castidad no era para todos” y quizás tan sólo los elegidos pueden “disfrutar de ella sin esas graves alteraciones que puede producir”. El único momento de la novela en que don Fermín de Pas es don Fermín de Pas de verdad es cuando se viste de “paisano” y reconoce que su  sotana es una máscara. Pero le puede la ambición y, en lugar de volverse a su pueblo en los montes, sigue con la máscara y con ese deseo desmedido de poder que le ha  inoculado su “santa madre” y sigue siendo magistral. Una pena. Fijaos que, con una actitud ambigua y poco clara, casi arrastra a Quintanar a batirse con Álvaro y lo hace porque él, como “marido real” de Ana, se siente tan ofendido o más que Víctor y, si hubiera podido, él mismo hubiera matado a Mesía ahogándolo como quiere hacer al final de la novela con la pobre Regenta. Suerte que sus manos pasan del cuello de ella a su propio cuello porque, si no, además de un mal cura, hubiera sido un asesino. Buenos basta por hoy. para otro día, hablaremos de Ana Ozores.

domingo, 24 de mayo de 2020

DÍAS EN BLANCO DE JOSÉ LUIS SAMPEDRO


Hace ya muchos veranos me leí La sonrisa etrusca y me gustó. Fue un verano en que lo pasé un poco mal y su lectura me devolvió la paz que andaba buscando. Nunca he vuelto a leer a José Luis Sampedro quizás por ese recelo que los intelectuales (con perdón) tenemos por los libros que se venden y también porque a veces he leído que es un autor superficial y de poca enjundia. Desde luego, aquella novela la recuerdo con mucho agrado y no me llevé esa mala impresión. En este mes de mayo y, habiendo sabido que se publicaba su poesía completa con el nombre de Días en blanco,  me he lanzado a su lectura por conocer cómo escribía Sampedro cuando se ponía a ser poeta. Hace una semana que me terminé el libro y, en fin, hay poemas buenos (con el aliento de Pedro Salinas) y otros poemas que no son tan buenos, que hasta son, francamente, prosaicos. En los poemas de circunstancias (escritos en exámenes o en reuniones) no entro porque creo que hay cosas que se deben guardar y no publicar y,  si el autor las ha guardado en una caja y no ha querido publicarlas, pues por algo será, editores de todos los demonios. Hace unos años, hubo una polémica por esa manía de publicar diarios íntimos que, si de verdad lo son, deben de quedar en la intimidad del escritor y no difundirlos post mortem a menos que así lo hubiera dispuesto el autor. Claro que,  si nos ponemos a esas, nos hubiéramos quedado sin la Eneida pues ya sabéis que Virgilio, obsesionado por la perfección, ordenó a Tuca y a Vario, dos amigos que le fueron a esperar a Brindisi cuando ya venía muy enfermo de su viaje postrero a Grecia, que la quemaran. Afortunadamente, no le hicieron caso y la publicaron sin que el vate de Mantua le diera un último repaso, él que lamía y relamía sus obras como una osa a sus oseznos. Sea como sea, y volviendo al libro de Sampedro, creo que una antología hubiera sido mucho mejor que una poesía completa, que, dicho sea de paso, hay pocos poetas que las soportan porque es mejor espigar que cargar con todo el trigo y la cizaña en el mismo carro.  




sábado, 23 de mayo de 2020

DOS SEÑORITOS ABURRIDOS


Me ha dado en estos últimos días por reflexionar sobre dos novelas imprescindibles de la literatura española: La Regenta de Clarín y Fortunata y Jacinta de Galdós. Ambos son autores muy de mi gusto y tanto se ha dicho ya y se dirá sobre estas novelas magistrales que poco o nada puedo aportar. Sin embargo, permítaseme un apunte tan sólo sobre dos personajes que reflejan la vida aburrida de los casinos que frecuentaban los burgueses españoles del XIX: don Álvaro Mesía, en la Regenta, y Juanito Santa Cruz en Fortunata.

         Comparados los dos, vemos que son muchas sus similitudes: señoritos de casino que no hacen nada, que “ no dan un palo al agua”,  Juan y Álvaro se aburren en una sociedad que “ hacía la digestión del cocido y de la olla podrida” en unos casinos cuyos libros llevaban, como cuenta Clarín, muchos años sin que nadie los hubiera pedido porque al Casino se iba a jugar, a conspirar,  a politiquear, a “hacerle el caldo gordo al cacique de turno” y a cotillear, pero no a leer. ¡Sorprende lo poco que hemos cambiado! Pero sigamos con ambos “pollos pera”. Juan y Álvaro tienen que matar ese taedium vitae de alguna manera y no encuentran otra que dedicarse a mantener relaciones con señoritas casaderas, señoras casada y con toda fémina que se les ponga a tiro porque, para ellos, esto del amor no es más que una aventura “cinegética” para “llevarse el trofeo” y colgarlo en las paredes de la sala de algún casino rancio. Juan Santa Cruz conoce a Fortunata y se encapricha de ella. Aquel estudiante de Derecho que no ejercerá nunca porque lo suyo son los amoríos y las tabernas del pueblo llano, se enamorará perdidamente de la pobre chica nacida en el Madrid castizo, pero será para él un pasatiempo, un juego más como el tresillo o la brisca. Don Álvaro Mesía,  que gasta su tiempo en politiquerías caciquiles,  buscará el amor de la Regenta por puro “deporte”, por puro afán de poner una muesca más en la barra del casino de Vetusta. Ante esa sociedad aburrida de “burgos podridos” (Azaña dixit), las andanzas de don Álvaro y de Juanito son la distracción que les eleva el tono vital amuermado por la lluvia, los braseros y los garbanzos. Ni uno ni otro quieren de verdad porque uno y otro usan a las mujeres por puro sport contra el spleen, para calmar su aburrimiento de señoritos consentidos. Sin embargo, Fortunata, que sí que ama a Juan con toda su alma, acabará muriendo en una buhardilla cercana a la Plaza Mayor madrileña y su marido, Maximiliano Rubín, acabará también en un manicomio porque el amor, invencible en el combate  que decía Sófocles, puede enloquecer a los que se lo toman en serio. También acabará mal don Víctor Quintanar, el Regente, que amaba a Ana Ozores, cierto que no como un marido pues su amor era más de padre, pero que la quería de  todo corazón. Por cierto, que tras la muerte de don Víctor, toda Vetusta habla, critica, se “hace lenguas”: las señoras en las salitas de té de las casas burguesas; los hombres en el casino y, aunque parezca mentira, los canónigos, aburridos entre facistoles y ambiciones personales. Parece que, durante muchos siglos, el peor enemigo de Cristo ha estado dentro de las catedrales, eso sí, frente a esos sacerdotes cuya voluntad de servicio primaba sobre su ambición y desprecio por los fieles que eran usados también por magistrales, penitenciarios y provisores como Juan y Álvaro utilizaban  a sus amantes. Para conocernos, ¡qué bueno es leer a estos grandísimos autores del XIX! Y, tras conocernos entonces, hacer un examen de conciencia para comprobar si hemos cambiado en algo o seguimos haciendo la digestión del cocido y la olla podrida en tardas largas de peligroso aburrimiento.




DE NUEVO CON MARIO LÓPEZ


Llevo ya un tiempo queriéndoos hablar con más enjundia del grupo Cántico, ese grupo poético cordobés de poetas que tanto me han influido en mi manera de escribir, pero como lo quiero hacer con tacto y con conocimiento, voy a tomarme el tiempo que sea menester para hablaros de ellos como uno de los grandes grupos poéticos olvidados por los libros de texto,  al menos por aquellos en los que yo estudiaba a mediados de los ochenta. Recuerdo, quizás con las deformaciones provocadas por el paso del tiempo, que del realismo social de Celaya o de Blas de Otero, se pasaba a los novísimos censados por José María Castellet y se dejaba de lado toda la generación del sesenta y este grupo de andaluces que, con un lenguaje barroco y bellísimo, nos hablaban (entre otras cosas) de la luz, de los patios y de los atardeceres en las albercas. Ya he dicho que quiero hablaros de ellos con tiempo y hoy tan sólo voy a hablaros de uno de sus integrantes: Mario López y su Universo de pueblo  del que ya hablé hace por ahora seis años.

         Los que habitamos en los pueblos sabemos que los pueblos tenían (y digo tenían porque una fuerza imparable va haciendo de los pueblos ciudades menguadas las que les faltan los ocios y los servicios de las llamadas grandes ciudades, principal señuelo hace cincuenta años, pero que carece de razón en la actualidad) su universo propio tan alejado de las ciudades en las que se perdían los detalles. El universo de pueblo era un universo de pequeños detalles, de cosas pequeñas de las que se ocupan los poetas. Frente a las ciudades que se fueron creando desde los años cincuenta en las que todo lo humano les era ajeno, quedaban los pueblos en las que, como dice Miguel Hernández, el olor de la tahona “panificaba el aire de la aldea”. Frente a la ciudad impersonal que se fue creando quedaban los pueblos como refugio de viejas tradiciones seculares que ahora se ven arrolladas por la globalización de la estupidez.

         Platón nos cuenta que Sócrates no quería salir de Atenas porque “nada le decían los campos y los árboles”, porque la ciudad hasta el siglo XX era el lasiento de la Universidad, del estudio, de la ciencia. Pero no vamos a seguir por aquí porque ya Horacio nos recuerda la historia del ratón de campo y el ratón de ciudad y de cómo cada uno de ellos quería cambiarse en su estilo de vida. Un ponderación y exageración del modus vivendi urbanita ha llevado a despoblar el mundo rural y, pese a que adelantos como Internet nos hace que ya no tengamos que vivir en las grandes ciudades, ni gastar un paraguas rojo como Azorín para publicar ni para “hacernos un nombre”, las gentes se vuelvan locas por los grandes centros comerciales que son, mal que nos pese, las catedrales del siglo XXI.

         Pero vamos a hablar de Mario López, este poeta de Bujalance de exquisita sensibilidad, que he releído en una edición de la Universidad de Sevilla.

         Participa López, uno de los integrantes de Cántico, de un mundo de ángeles del atardecer en veletas de oro, de largas tardes con lunas menguantes llorando en los arroyos, con la brisa de los olivos despertando al atardecer los latidos del campo. Transita Mario López por las antiguas calles de la memoria, mientras los toros de niebla recorren los olivares del alba, de ese  alba que llama a las puertas de las viejas alacenas y de los roperos cerrados mientras “lejanísimos trenes fatigados silban a los lejos”.

         No es apto para todos los público este poeta cordobés porque no se encuentra en él la “poesía del desespero”, esa que hoy está tan de moda y porque, como decía Francisco Brines en una verso que marcó mi vida poética” hay que ser muy hombre para resistir la belleza. Con un soneto de Mario López os dejo:

EL ÁNGEL DE UNA VELETA

Barroco ángel familiar, erguido

sobre íntimos tejados y verdinas,

pastoreando con nubes campesinas

contra todo crepúsculo cumplido.

 

Habitante del aire, sometido

al eje de sus tardes pueblerinas,

a la franqueza de las golondrinas

y a su solo perfil, en dos partido.

 

Perfil gastado en siglos de afanoso

encauzar buena lluvia al sembradío

desde el mejor cuadrante de su vuelo.

 

Ángel de hierro dulce y quejumbroso

girando en su veleta al albedrío

del viento que Dios manda a nuestro suelo.


miércoles, 20 de mayo de 2020

LOS INTERIORES DEL BARRIO


Ya nadie se acuerda de los interiores, pero en el Madrid antiguo que yo conocía, en el barrio de Salamanca, había casas con interiores. En Velázquez, en General Oras, en Núñez de Balboa, había casas con tres y cuatro patios porque había pisos que daban a la calle y pisos interiores que daban  a los patios. Así cada casa era toda una república en la que se podía  ver los a los pudientes, que habitaban los pisos exteriores, y los proletarios, que habitaban los interiores. No es verdad eso que se dice ahora de que el barrio de Salamanca sea un barrio de ricos porque entre los ricos - que los había-, vivían, quizás para dar más lustre a su riqueza,  muchos obreros que habitaban aquellas casa que, si eran altas tenían sol, pero que, si eran bajas, no conocían más que la luz enfermiza y moribunda de los patios. Mi amigo Manolo habitaba en un interior de la calle Velázquez y, como era un séptimo, no se notaba porque el sol le entraba por la ventana de la cocina. Los vecinos delos interiores eran el pueblo llano que no se mezclaba con los vecinos del os exteriores que veraneaban en la Sierra, en Miraflores o en El Escorial y merendaban todas las tardes piononos en la Santa Fe o chocolate en el Hotel Suizo. Los vecinos de los interiores cantaban villancicos por los pasillos cuando llegaba la Navidad y e iban puerta por puerta pidiendo el aguinaldo porque aquellas casas eran tan grandes o más que muchos pueblos y sus habitantes las habitaban y recorrían como si fueran el pueblo que quizás habían abandonado para buscarse la vida en el Madrid de los sesenta. Los hijos de los vecinos de los interiores bajaban a por el vino y el sifón antes de comer, cuando el padre ya estaba a la mesa y les había dado un duro para que fueran a la taberna. Recorrer aquellos pasillo llenos de puertas de las que salían el olor de las cenas por el que podías saber en qué estación del año estabas pues en verano olía a pimientos fritos y en invierno a cocido, era toda una aventura para los niños. En aquella España que recuperaba la alegría, que veía una luz al salir de aquel túnel de hambres y miserias de siglos, que disfrutaba de unas vacaciones en la costa aunque fuera a base de bocadillos de calamares y chatos de vino, los interiores albergaban aquella gente que, según el informe Petras, vivieron mejor que vivimos sus hijos. Cuando iba a ver a Manolo, los padres llegaban del trabajo y, antes de llegar a casa, se pasaban por los bares para tomarse una cañita con un boquerón que les ponía Emilio, el más pequeño de los hermanos Alonso. Pirri había marcado un gol y don Amancio Amaro había corrido la banda mejor que nunca, eso sí, sin llegar a la majestad de Paco Gento, la galerna del Cantábrico. A Franco, por ley de vida, ya le quedaba poco y la gente hacía chistes sobre aquel Régimen que, a fuer de decir había creado la clase media en España por primera vez. Los restaurantes de La Pedriza llenaban sus comedores tres veces y cualquier obrero, aun renegando del ferrolano de El Pardo, vivía mejor que sus padres, mejor que vivimos – lo repito porque es verdad-, los hijos en esta actualidad que anda buscando una nueva normalidad como Ponce de León buscaba la fuente de la eterna juventud. Todo tiempo pasado fue mejor, dijo el poeta de Paredes de Nava. Es un tópico, pero en este caso es una gran verdad.


OS MAIAS DE EÇA DE QUEIROZ




Hace unos días,  he terminado de leer Os Maias de Eça de Queirós, esa especie de Quijote que es para los portugueses este libro monumental. La prosa de Eça es una prosa hermosa y limpia, llena de humor y pulida para que en ella se pueda reflejar la sociedad lisboeta – y portuguesa-, del XIX. Si en España tenemos a Galdós, a Clarín, a Perera o a Valera para pintarnos el gran friso de la vida decimonónica, en Portugal cuentan con dos grandes escritores, Eça de Queirós y Camilo Castelo Branco, el autor de Amor de perdição, la obra que tanto gustaba a don Miguel de Unamuno. La trama, un tanto folletinesca si queréis, pero maravillosamente dirigida por el escritor (recordemos que lo que importa no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta) se adentra en la vida de la familia da Maia, más en concreto, en la vida de don Afonso da Maia y de Carlos da Maia, abuelo y nieto respectivamente. Anda de por medio un amor destructor y un destino burlón que hace que la felicidad no pueda llegar hasta esta familia. Si el padre murió – don Pedro da Maia-, el hijo no alcanzará la felicidad y tendrá que conformarse, porque un mal fado lo ha querido , con una vida vacía en el París de la vacuidad.  No puedo seguir contando más, pero os recomiendo la novela, esta gran novela  de Eça de Queirós.

LA CALLE NÚÑEZ DE BALBOA




Ahora que, por desgracia, está de moda la calle Núñez de Balboa en el madrileño barrio de Salamanca,  quisiera romper una lanza a favor de ella porque viendo en televisión el tramo en donde unos cuantos vecinos se manifiestan contra el gobierno de Pedro Sánchez, he descubierto que se ve la casa de mi compañero de colegio Delgado, aquel muchacho cuyo padre trabajaba en un banco y que todas las tardes pasaba por la esquina de casa camino de su casa. Tenía Delgado una hermana mayor y su madre había muerto en el parto de él. El padre de Delgado tenía un bigotito corto y era rechoncho, quizás un poco obeso, en una época en la que el culto al cuerpo no se conocía porque no daba tiempo para ir a los gimnasios. Delgado era el  primero de la clase y todos nos fijábamos en lo que hacía y decía Delgado,  que era un niño serio y muy responsable, un niño al que la vida le había hecho mayor con pocos años. Al lado de su casa, había un colegio muy grande, un caserón abandonado en cuyo portal se sentaba u chico que ya no lo era tanto y que había dado en perseguir a las chicas,  levantarles las faltas y tocarles el faro de caminantes que decía Quevedo. Mi madre (eran otros tiempos) le llamaba el tonto y cuando pasábamos por la otra acera, echábamos a correr porque me decía que el tonto, cuando era pequeña, - y él era también un niño-, la perseguía, como a otras chicas del barrio,  para tan innoble fin. Aquel caserón desapareció y con él el tonto que quizás se haya hecho viejo en alguna institución para discapacitados soñando con aquel portal en el que sentado dominaba Núñez de Balboa y General Oraa y se preparaba con tiempo para atacar a sus presas.

         Cruzando Diego de León, estaba la Biblioteca en la que saqué mis primeros libros de Eliott, siempre aconsejado por mi amigo Pablo Perera, y en donde estudiaba viendo, de vez en cuando, como otros preparaban oposiciones para abogados del Estado o judicaturas. Me llamaba la atención una chica que tenía siempre un libro, un grueso tomo de anatomía animal y que acabé descubriendo que tan sólo lo usaba como apoyo para los densos temarios en los que andaba inmersa.

         La calle de Núñez de Balboa albergaba la administración en donde mi abuelo Luis echaba las quinielas que nunca le tocaron porque, fiel seguidor del Valladolid, siempre le daba como ganador y siempre pasaba los que pasaba; el zapatero y Andrés , el peluquero de señoras  en cuya peluquería pasaba yo muchas horas de aburrimiento acompañando los peinados de mi madre. En esa misma acera, en la esquina con Maldonado, estaba la casa de don Armando Palacio Valdés y digo yo que algo de culpa habrá tenido el verla tanto la admiración que siento por el escritor asturiano.

         Y esta era mi calle de Núñez de Balboa en donde vivían (y viven) gentes de medio pelo, gentes que no van al Club de Campo, gentes que habrán sufrido los ERTES de esta maldita crisis. No todo el campo es orégano, ni todos los vecinos de Núñez de Balboa sacan a la chacha con la cacerola. Yo, que la conocí, os lo digo.

        

miércoles, 13 de mayo de 2020

FRANCISCO RODRIGUES LOBO


Francisco Rodrigues Lobo es un poeta portugués del siglo XVII que llevo muchos años leyendo. Tiene un libro muy famoso en el país vecino que se titula Corte na aldeia y que a mí me trae al recuerdo El menosprecio de corte y alabanza de aldea de Fray Antonio de Guevara, un cántabro de Treceño que acabó sus días como obispo de Mondoñedo.  Rodrigues Lobo, que vivió en la época en que Portugal era territorio español, tiene también poemas en castellano y es, como no, un excelente sonetista. A las prubas me remito con este Soneto que, aunque escrito en portugués, se entiende perfectamente en castellano. Pertenece a su libro Fénix Renascida y dice así:

 

Mil anos há que busco a minha estrela
E os Fados dizem que ma têm guardada;
Levantei-me de noite e madrugada,
Por mais que madruguei, não pude vê-la.

Já não espero haver alcance dela
Senão depois da vida rematada,
Que deve estar nos céus tão remontada
Que só lá poderei gozá-la e tê-la.

Pensamentos, desejos, esperança,
Não vos canseis em vão, não movais guerra,
Façamos entre os mais uma mudança:

Para me procurar vida segura
Deixemos tudo aquilo que há na terra,
Vamos para onde temos a ventura.

FRANCISCO BUGALHO


Francisco Bugalho fue un poeta portugués de Oporto que murió muy joven, con tan sólo cuarenta y cuatro años. Trabajó durante toda su vida en Castelo de Vide, un pueblecito del Alentejo, como conservador do registo predial, algo así como un registrador de la propiedad. Aunque falleció casi cuando un poeta comienza a estar maduro, Bugalho nos ha dejado un ramalhete de poemas que son de gran belleza y en los que le paisaje toma voz para llegarnos a los más profundo del corazón. También me lo descubrió Pedro de Lorenzo y hace unos meses os hablaba del otro gran poeta portugués que me descubrió este buen escritor extremeño enamorado,  como un servidor, del país vecino. Os he seleccionado tres poemas y, aunque ya he dicho muchas veces que  me he cortado la coleta, os traduzco los tres como sé y puedo.

 

 

NOITE

Na noite negra, pérfida e calada,

alguém passa a cantar à minha porta;

é una voz estridente, desgarrada

que assim se vai perdendo pela estrada

e em que há todo o pavor da noite morta.

 

Um arrepio dessa voz,  que tem

um medo heróico à própia solidão,

comunica-se e vem

fazer tremer involuntàriamente,

sobre o livro que leio, a minha mão.

Depois vai-se fundindo, en sons dispersos,

na noite surda, pérfida e calada…

 

Foi do pavor de seguir só na estrada

que nasceram também estes meus versos.

 

NOCHE

 

En la noche negra, pérfida y callada,

alguien pasa cantando por mi puerta;

es una voz estridente, desgarrada

que se va perdiendo así por el camino

y que tiene todo el terror de la noche muerta.

 

Un escalofrío de esa voz, que tiene

un miedo heroico a la propia soledad,

se comunica y viene

a hacer temblar involuntariamente,

sobre el libro que leo, mi mano.

 

Después se va fundiendo, en dispersos sonidos,

en la noche sorda, pérfida y callada…

 

Fue del miedo por seguir solo en el camino

del que nacieron también estos versos míos.

 

 

 

 

 

 

 

 

Passa-se um dia e outro dia

à espera que passe a dor,

e a dor não passa, e porfia

porque traz dia, outro dia

que traz dora inda maior;

 

Porque embora a dor aflita

calasse há muito seus ais,

ainda, fundo, palpita

uma outra dor que não grita:

a dor do que não doi mais.

 

 

 

Se pasa un día y otro día

esperando que se pase el dolor

y el dolor no se pasa y porfía

porque tras un día hay otro día

que trae un dolor aún mayor.

 

Porque aunque el afligido dolor

silenciara hace mucho su llorar

aún, hondo, palpita

otro dolor que no grita:

el dolor que no duele jamás.


 

 

CAVALGADA

 

Parti pela manhã, quando inda havia

na bruma enovelada nas quebradas,

un estranho e vago olor de maresía;

e pastavam tranquilas, as boiadas.

 

A passo, resfolegando, o meu cavalo,

de frementes narinas dilatadas,

sente, no vento, aromas a excitá- lo;

dá-lhe o cheiro das éguas nas tapadas.

-E as crinas são bandeiras desfraldadas

e o som da minha voz é pra acalmá-lo.-

 

Elástica, sonora, vai batendo

a cadência do passo. E argentino

o olival, na luz amanhecendo,

é fresco, virginal e cristalino.

 

Quisera ir eu assim até à Morte,

tal qual me sinto agora rude e forte,

senhor do meu Destino.

 

 

 

CABALGADA

 

Partí por la mañana cuando aún había

en la bruma ovillada en las quebradas

un extraño y vago olor de maresia[i]

y pastaban , tranquilas, las boyadas.

 

Al paso, respirando, mi caballo

con temblorosos ollares dilatados

siente en el viento aromas que lo excitan;

el olor le da de las yeguas del cercado.

Y las crines son banderas desplegadas

y está el sonido de mi voz para calmarlo.

 

Elástica, sonora, va golpeando

la cadencia del paso. Y argentino

el olivar en la luz amaneciendo

es fresco virginal y cristalino.

 

Quisiera ir yo así hasta la muerte

tal como me siento ahora rudo y fuerte,

señor de mi Destino.

 

 



[i] Maresia es una palabra portuguesa que, como saudade, es imposible de traducir al castellano. O cheiro à maresia es el olor del mar, especialmente en la marea baja. Recordad ese olor que el mar nos regala para que sepamos  de su presencia,  aunque aún no nos hayamos llegado hasta él,  y sabréis lo que es la maresia.


domingo, 10 de mayo de 2020

ESTÁBASE LA EFESIA CAZADORA O LA POESÍA MITOLÓGICA EN QUEVEDO


Me gustaría haceros un pequeño comentario de textos de este maravilloso soneto de don Francisco de Quevedo en el que trata del mito de Acteón, aquel pastor que, por ver a Diana desnuda mientras se bañaba en una fuente con sus ninfas, fue convertido en ciervo y devorado por sus propios perros. Don Francisco solía usar la mitología con un sentido moral, es decir, para dar consejos. Esta costumbre ya era usada en la Edad Media en donde había un Ovidio “moralizado” que servía para instruir en el comportamiento. ¿Cuál es la idea que no quiere transmitir Quevedo? Pues que por los ojos puede entrar mucho mal al alma algo que, por otra parte, es un tópico en la literatura mística y religiosa. Veamos el poema:

Estábase la Efesia cazadora
dando en aljófar el sudor al baño,
cuando en rabiosa luz se abrasa el año
y la vida en incendios se evapora.


De sí, Narciso y ninfa, se enamora;
mas viendo, conducido de su engaño,
que se acerca Acteón, temiendo el daño,
fueron las ninfas velo a su señora.


Con la arena intentaron el cegalle,
mas luego que de Amor miró el trofeo,
cegó más noblemente con su talle.


Su frente endureció con arco feo,
sus perros intentaron el matalle,
y adelantóse a todos su deseo.

 

Vamos a analizar el primer cuarteto:

 

Estábase la Efesia cazadora
dando en aljófar el sudor al baño,
cuando en rabiosa luz se abrasa el año
y la vida en incendios se evapora.

 

La Efesia cazadora es Artemis / Diana a la que llama así porque Ártemis tenía un templo muy conocido en Éfeso y cazadora porque era diosa de la caza. Dando en aljófar el sudor al baño, significa que las gotas de sudor que eran como perlas pequeñas (eso significa aljófar en castellano) se las estaba quitando por medio de un baño refrescante en la fuente en la que estaba con las Ninfas.

         Ahora Quevedo, que ya nos ha adelantado la idea del calor, con la palabra sudor, nos sitúa en el verano:

cuando en rabiosa luz se abrasa el año
y la vida en incendios se evapora.

Ese sudor y esa vida que en incendios se evapora nos remiten a un día de mucho calor en que la calima cubre el cielo.

Bellísimo es el segundo cuarteto:

De sí, Narciso y ninfa, se enamora;
mas viendo, conducido de su engaño,
que se acerca Acteón, temiendo el daño,
fueron las ninfas velo a su señora.

         La diosa se ve en el agua y se enamora de sí misma (Narciso) y se queda ensimismada en su propia imagen. Sus ninfas sí que están atentas y ven que se acerca Acteón. Entonces, para impedir el daño (que vea desnuda a la diosa) se ponen por delante y hacen de humano velo.

 

Vamos ya a por el terceto primero:

Con la arena intentaron el cegalle,
mas luego que de Amor miró el trofeo,
cegó más noblemente con su talle.


Le intentan cegar al pastor con arena, pero éste, que ya ha visto a la diosa, se queda ciego,  no por la arena, sino por el talle “divino” de Ártemis.

Y ya, por desgracia pues es mucha la belleza que tiene este soneto, el último terceto:

Su frente endureció con arco feo,
sus perros intentaron el matalle,
y adelantóse a todos su deseo.

 

En su frente, una vez que ha visto a la diosa en el baño, le salen los cuernos de ciervo y todo él se acaba  transformando en venado. La historia nos cuenta que fueron sus propios perros los que le intentaron matar, pero, según Quevedo,  lo que de verdad le mató fue el deseo de “conocer” a la diosa que estaba corita frente a él. Es decir que, cuando los perros llegaron, ya estaba el muchacho herido de amor herido, herido, muerto de amor.

         Bellísimo soneto al que he intentado acercaros mediante este mi muy humilde comentario. Espero que os haya gustado y, en breve, repertiremnos con otro.

 

 

 



miércoles, 6 de mayo de 2020

PENÉLOPE Y ODISEO, UNA PAREJA NO TAN BIEN AVENIDA



Penélope y Ulises son el modelo de pareja fiel y bien avenida. Sin embargo también tuvieron sus “cositas” y es necesario hablar de ellas porque ni Penélope es esa chica que esperaba “en la estación con sus zapatitos de tacón y su vestido de domingo” como cantaba Serrat , ni Odiseo fue un esposo casto que no conoció más lecho que el de Penélope. Ya lo dice el refrán gallego: “Carallo tieso no cree en Dios” (con perdón). Vamos pues a tratar aquí de las infidelidades de uno y otro tal y como se recogen en la  Biblioteca Mitológica de Apolodoro.

         Lo primero que tenemos que decir es que la estancia de Odiseo con Circe no fue una estancia casta, sino que tuvieron su himeneo ( o los que fueran) fruto de los cuales nació Telégono.

         Por lo que respecta a Penélope, hay diversas leyendas que no la dejan en buen lugar:

         La primera es la que cuenta que Odiseo culpó a Penélope de que ella misma había atraído a los pretendientes a Ítaca y la repudió marchándose a Esparta y luego a Mantinea en donde murió y en donde fue enterrado.

         La segunda nos cuenta cómo Helena fue seducida por Antínoo, uno de los pretendientes, y Odiseo la envió con su padre Icario que no está mal recordar que era hermano de Tindáreo y que, por tanto, Helena y Penélope eran primas carnales. Penélope fue seducida por Hermes y fue madre de Pan.

         La tercera nos cuenta cómo fue seducida por Anfínomo. Este fue un pretendiente “bueno” al que Odiseo pensaba dejar marchar, pero no así lo pensaba Atenea que le ordenó que lo matara. Es decir, que quizás Odiseo aprovechó la orden de Atenea para vengar su honra mancillada.

         Pero vamos ahora a ver un curioso final de la Odisea.

         Odiseo se va a hacer unos sacrificios que Tiresias, en el canto XI de la Odisea, le había encomendado. Se toma su tiempo y se acaba casando con la reina Calídice. A su muerte, Odiseo regresa a Ítaca y allí se encuentra con que Penélope había tenido un hijo antes de su partida a Tesprotia. Ese hijo que tuvieron Odiseo y Penélope tras el regreso fue Poliportes. Como Penélope no se enteró de la infidelidad de Odiseo con Calídice – tampoco se había enterado de la que tuvo con Circe, pero ya se enterará como veremos más adelante-, vivieron felices hasta que llega a Ítaca el hijo que Odiseo había tenido con Circe, Telégono y estropea la felicidad. El hijo desembarca y, por un quítame allí esas pajas, mata a su padre sin saber que lo era pues no le había llegado a conocer. Cuando el muchacho se entera de lo que ha hecho, coge el cadáver de su padre y a Penélope y se va junto a su madre Circe. Allí montan un curioso lío de parejas pues Telégono se casa con su madrastra Penélope y Circe hace lo propio con su hijastro Telémaco premiando con la inmortalidad a Pe nélope y a Telémaco.

         En fin, como veis también había líos conyugales ( ¡y de qué calado!) entre los griegos en las epopeyas homéricas. Ante estos “cruces de parejas” si que hubiera exclamado con toda razón Micheleen Flynn, el de El hombre tranquilo” de John Ford,  aquellas famosas palabras: “¡Homérico!”