sábado, 23 de mayo de 2020

DE NUEVO CON MARIO LÓPEZ


Llevo ya un tiempo queriéndoos hablar con más enjundia del grupo Cántico, ese grupo poético cordobés de poetas que tanto me han influido en mi manera de escribir, pero como lo quiero hacer con tacto y con conocimiento, voy a tomarme el tiempo que sea menester para hablaros de ellos como uno de los grandes grupos poéticos olvidados por los libros de texto,  al menos por aquellos en los que yo estudiaba a mediados de los ochenta. Recuerdo, quizás con las deformaciones provocadas por el paso del tiempo, que del realismo social de Celaya o de Blas de Otero, se pasaba a los novísimos censados por José María Castellet y se dejaba de lado toda la generación del sesenta y este grupo de andaluces que, con un lenguaje barroco y bellísimo, nos hablaban (entre otras cosas) de la luz, de los patios y de los atardeceres en las albercas. Ya he dicho que quiero hablaros de ellos con tiempo y hoy tan sólo voy a hablaros de uno de sus integrantes: Mario López y su Universo de pueblo  del que ya hablé hace por ahora seis años.

         Los que habitamos en los pueblos sabemos que los pueblos tenían (y digo tenían porque una fuerza imparable va haciendo de los pueblos ciudades menguadas las que les faltan los ocios y los servicios de las llamadas grandes ciudades, principal señuelo hace cincuenta años, pero que carece de razón en la actualidad) su universo propio tan alejado de las ciudades en las que se perdían los detalles. El universo de pueblo era un universo de pequeños detalles, de cosas pequeñas de las que se ocupan los poetas. Frente a las ciudades que se fueron creando desde los años cincuenta en las que todo lo humano les era ajeno, quedaban los pueblos en las que, como dice Miguel Hernández, el olor de la tahona “panificaba el aire de la aldea”. Frente a la ciudad impersonal que se fue creando quedaban los pueblos como refugio de viejas tradiciones seculares que ahora se ven arrolladas por la globalización de la estupidez.

         Platón nos cuenta que Sócrates no quería salir de Atenas porque “nada le decían los campos y los árboles”, porque la ciudad hasta el siglo XX era el lasiento de la Universidad, del estudio, de la ciencia. Pero no vamos a seguir por aquí porque ya Horacio nos recuerda la historia del ratón de campo y el ratón de ciudad y de cómo cada uno de ellos quería cambiarse en su estilo de vida. Un ponderación y exageración del modus vivendi urbanita ha llevado a despoblar el mundo rural y, pese a que adelantos como Internet nos hace que ya no tengamos que vivir en las grandes ciudades, ni gastar un paraguas rojo como Azorín para publicar ni para “hacernos un nombre”, las gentes se vuelvan locas por los grandes centros comerciales que son, mal que nos pese, las catedrales del siglo XXI.

         Pero vamos a hablar de Mario López, este poeta de Bujalance de exquisita sensibilidad, que he releído en una edición de la Universidad de Sevilla.

         Participa López, uno de los integrantes de Cántico, de un mundo de ángeles del atardecer en veletas de oro, de largas tardes con lunas menguantes llorando en los arroyos, con la brisa de los olivos despertando al atardecer los latidos del campo. Transita Mario López por las antiguas calles de la memoria, mientras los toros de niebla recorren los olivares del alba, de ese  alba que llama a las puertas de las viejas alacenas y de los roperos cerrados mientras “lejanísimos trenes fatigados silban a los lejos”.

         No es apto para todos los público este poeta cordobés porque no se encuentra en él la “poesía del desespero”, esa que hoy está tan de moda y porque, como decía Francisco Brines en una verso que marcó mi vida poética” hay que ser muy hombre para resistir la belleza. Con un soneto de Mario López os dejo:

EL ÁNGEL DE UNA VELETA

Barroco ángel familiar, erguido

sobre íntimos tejados y verdinas,

pastoreando con nubes campesinas

contra todo crepúsculo cumplido.

 

Habitante del aire, sometido

al eje de sus tardes pueblerinas,

a la franqueza de las golondrinas

y a su solo perfil, en dos partido.

 

Perfil gastado en siglos de afanoso

encauzar buena lluvia al sembradío

desde el mejor cuadrante de su vuelo.

 

Ángel de hierro dulce y quejumbroso

girando en su veleta al albedrío

del viento que Dios manda a nuestro suelo.


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