domingo, 31 de mayo de 2020

CASA CAMPOS EN MARÍN


Casa Campos estaba en una casa que hacía a dos calles: Bastarreche, ilustre marino cuya calle ha desaparecido por esas revisiones cainitas de la memoria histórica, y José Touriño Gamallo, el médico de los pobres e hijo predilecto de Marín desde 1962 como recuerda el busto erigido en su honor en la hoy conocida como alameda de Rosalía de Castro. A Casa Campos se entraba justo por la esquina, por una puerta que daba a un recibidor y de ese pequeño recibidor, recoleto y agradable, burgués y un tanto pueblerino, se pasaba al comedor. También se podía entrar por la puerta de Bastarreche, que llevaba a las habitaciones y a la cocina, y por la puerta de la cochera en donde se ponía una mesa larga en donde solían comer los curas de la parroquia: don Álvaro, don Ángel o el jovencísimo don Juanjo, muy joven y con gafas. Me encantaba esa puerta y comer en la mesa que dejaban los curas porque estaba al lado las cámaras en donde se guardaban las botellas de Mondariz y el señor Campos nos dejaba coger tantas como quisiéramos. Eran otros tiempos. En el comedor grande, se puso, allá por 1977, un televisor en color marca ITT que hacía las delicias de los huéspedes y comensales. Además de los curas de la parroquia, vivían en casa campos profesores del Instituto como el de Francés, una enfermera soltera, obreros del puerto y toda una clientela variopinta. Recuerdo que un verano llegaron unas “muchachitas de Valladolid” que no eran tan puras ni virginales como las de aquella película de los cincuenta y que alborotaron aquel pueblo en el pueblo que era Casa Campos. En ese comedor, celebraba mi cumpleaños, con tarta de la Orensana y huevos con mahonesa que preparaba el señor Campos que, como dije en una entrada de hace unos años, era sargento músico y tocaba el trombón de varas en la banda de la Academia. Para servir las mesas, había rapaces que eran hijos de familias del pueblo (recuerdo a Miguel, cuyos padres tenían una frutería en la calle de Francisco Alfonso) y también un hijo de Rosita, la mujer de Campos, que se llamaba Fernando y que, andando el tiempo se hizo marino mercante y anduvo en un petrolero. Son tantas las anécdotas que no puedo seguir, pero dejadme que os cuenta ésta contada por el mismo Campos. Un día, se reunieron en el comedor los párrocos de la diócesis de Santiago, a la que pertenece Marín, presididos por el Arzobispo de Santiago, don Fernando Quiroga Palacios. Un obrero del puerto, que entró por la puerta de la esquina, al ver tantos curas y todos de sotana sentados en las mesas, no pudo contener su lengua y dijo: ¡Manda carallo, esto parece un seminario! Y todos los curas, con don Fernando a la cabeza, rompieron a reír con la sana alegría del Marín de los setenta.

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