miércoles, 16 de septiembre de 2020

LOS GRIEGOS VEN EL MAR DESDE EL MONTE TEQUES A ORILLAS DEL MAR NEGRO

 


EL MAR

 

Ἑπει δὲ οἱ πρῶτοι ἐγένοντο

ἐπὶ τοῦ ὄρους, κραυγὴ πολλὴ ἐγένετο·

“Θάλαττα, θάλαττα”

jenofonte – Anábasis

La mer, la mer, toujours recommencée
O récompense après une pensée
qu’un long regard sur le calme des dieux !

Le cimetière marin- Paul Valery

 

 

                Ya era mucho tiempo sin ver el mar, sin escuchar el mar, sin oler el mar y nosotros éramos gentes del mar, gentes que llevaban el salitre en su sangre, gentes que dejaban la esteva del arado y se embarcaban para la guerra o para establecerse en lejanas colonias. No podíamos entender la vida sin ese olor que todo lo inunda cuando la marea baja deja en las playas su cargamento de conchas y caracolas. El mar también era para nosotros un camino que nos llevaba hasta aquellas islas que, diseminadas por el viento como pequeñas semillas, habían crecido en el seno insondable que de aquel territorio que gobernaba Poseidón, señor del mar y de las corrientes de agua por antiguo sorteo  con sus hermanos Hades Zeus.   

Corría el año 404 a.C. cuando Artajerjes II subía al trono de Persia, ese enorme imperio que, desde hacía algunos siglos, nos había amenazado porque, para nosotros, los griegos, el peligro llegaba desde donde el sol salía.  Tres años después, su hermano Ciro, sátrapa de Asía Menor,  se había levantado en armas para arrebatarle  el trono de Persia. De nada valió que Tisafernes, un sátrapa fiel a Artajerjes, le  enviara mensajeros al gran rey para notificarle la rebelión fraterna pues, apoyado por Parisatis, madre de ambos hermanos, se hizo fuerte en Sardes, ciudad muy lejana de la capital del imperio que regía su hermano y hasta la que los mensajeros gastaban varios días fatigando los caballos y renovándoles en casas de postas. Ciro buscó entonces la ayuda de las ciudades jónicas y, sobre todo, la ayuda de Esparta, cuna de grandes guerreros, para llevar a cabo su propósito y confió en los lacedemonios para formar parte de su ejército. Al mando de los espartanos iba Clearco, gobernador antiguo de Bizancio sobre el que pesaba una orden de destierro de su patria lacedemonia. Se alistaron con él numerosos hoplitas que andaban vagabundeando por el Peloponeso después de la Guerra .  Ya tenía Ciro su ejército formado por persas y por nosotros, diez mil griegos a sueldo del hermano insurrecto que nos había engañado pues, en un principio, nos dijo que íbamos a someter  Pisidia, una región que se había rebelado contra el poder aqueménida.

Partimos de Sardes y recorrimos grandes llanuras en las  que altas hierbas nos rodeaban y a las que brizaba el loco viento del norte. Eran ya muchos días de expedición en la que diez mil hombres habíamos recorrido muchas parasangas sin más olor que el del ajenjo y el de los cañaverales que, al atardecer, nos dejaban su fragancia dulce y embriagadora. Tan sólo, al pasar por unas lagunas nos había llegado un olor parecido al de nuestro mar; pero tan sólo era un flaco consuelo porque nosotros echábamos de menos el olor del mar,  el olor de su viento,   el olor de nuestras playas, que era diferente con la marea alta y con las olas cubriendo casi los cantiles y diferente también con la marea baja que dejaba las cabelleras de las algas abandonadas en la arena.

Descendimos por la orilla derecha del Éufrates hasta Cunexa, ya muy cerca de Babilonia, y allí se prendió el fuego de la batalla que arrasó el ejército de Ciro que huyó en desbandada. Tan sólo nosotros, los griegos, permanecimos invictos, bajo el mando de Clearco que, como espartano, desconocía la palabra cobardía. Pero una traición miserable le aguardaba a él y a los principales  estrategos griegos fueron decapitados a traición. Entonces las tropas griegas eligieron a otros generales entre los que estaba yo, Jenofonte de Atenas, el amigo de Sócrates, el escritor que ahora se ponía al frente del ejército con sus compañeros estrategos. Guiamos el ejército Tigris arriba y atravesamos Armenia hasta la nuestra colonia de Trapezunte, a orillas del Mar Negro en donde recibimos a un guía para decirnos que en cinco días nos llevaría hasta un lugar desde donde veríamos el mar. Y así fue: al quinto día,   subimos  a un monte cuyo nombre era Teques y, al llegar los que íbamos en cabeza a la cima del monte, se produjo un enorme griterío y todos a la vez nos pusimos a gritar: “¡El mar, el mar”! Entonces, llegaron corriendo los soldados que iban a la retaguardia, las acémilas y los caballos. Cuando todos llegaron a la cumbre se abrazaban llorando unos a otros y también, con la alegría del mar, abrazaban a sus jefes y oficiales.

         Y fue entonces que nosotros, gentes del mar, lo vimos, lo escuchamos, lo olimos y el salitre se fue metiendo en nuestras venas. Bastaba la presencia eterna del mar para saber que, no tardando, regresaríamos a casa.

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