jueves, 24 de diciembre de 2015

ANTONIO ROS DE OLANO


El otro día, en estos días prenavideños con temperatura primaveral, un muchacho alocado, un zangolotino que diría don José Lasso de la Vega, se iba cagando en Ros por los pasillos del Instituto. Me llamó la atención,  no por la expresión escatológica,  sino porque el objeto de sus deyecciones fuera Ros y porque, probablemente, el deponente rapaz no supiera quién era este caballero objeto de sus deposiciones. He oído a mucha gente defecarse en nombres curiosos tales como París (¿por qué hay que ciscarse en la capital de Francia?), en Weiler, aquel capitán general de Cuba que les negaba a sus hijos un pijama porque, habiéndoles preguntado que para qué servía y habiéndoles contestado los hijos que para dormir, es fama que les contestó, negándoles ipso facto el pijama: “Para dormir, lo que se necesita es sueño”. Y se quedaron sin pijama. Pues bien, lo de cagarse en Ros hacía tiempo que no lo oía y sí había oído hace poco, en Laguna de Duero, lo de cagarse en Laos, que es una forma abreviada de blasfemar como ocurre con la expresión de Ros, que es un sucedáneo de la blasfemia por la que algunos, como decía la gran Gloria Fuertes, se acuerdan alguna vez de Dios. Porque, don Antonio Ros de Olano, que fue escritor y militar y que, por tanto, desmiente una vez más aquella payasada de que la lanza embota la pluma, no creo que haya hecho méritos para qe ningún zangolotino se defeque en él. Don Antonio fue amigo de Espronceda e inventó el gorro militar que lleva su nombre. Y con esto basta para limpiar el honor de Ros de Olano que con tanto estiércol puro y vivo a fe que lo necesita.

viernes, 11 de diciembre de 2015

ERSKINE CALDWELL



No conocía a este escritor sureño, Erskine Caldwell, que narra el sur profundo con tanto detalle, con esos personajes que son capaces de quemar su casa con un mendigo dentro para tener una excusa y poderse marchar a otra casa sin estrenar que tienen en el pueblo o que no les importa que un hombre muera comido por los cerdos, pero sí que un negro les hable sin quitarse el sombrero o, finalmente y para no cansar, que son cuatreros casi de nacimiento y por devoción.




Faulkner es Faulkner, pero Caldwell es Caldwell y sus pueblos del sur parecen habitados por gentes cuya sangre tiene una densidad mayor que la del resto de los mortales; en que las tierras son un personaje más; en que los animales acordan su respiración con el latido de los bosques en donde se esconden los negros cimarrones.

 
         Un gran escritor del que espero leer ese que los argentinos tradujeron como “La chacrita de Dios” y que por estos pagos se conoce como La parcela de Dios.

ENRIQUE MENÉNDEZ PELAYO


Ya he hablado de Enrique Menéndez Pelayo, el otro Menéndez Pelayo, cuando he tratado de su poesía y de su novelita La gaviota. Era un buen escritor que tuvo la desgracia de tener a un hermano que era más que  un hombre: una enciclopedia viviente. En estas memoria suyas que él con mucho humor titula Memoria de un hombre al que nunca pasó nada, don Enrique nos va haciendo un tapiz en el que se ve toda la vida santanderina y también sus años de estudiante vallisoletano y madrileño. La relación entre ambos hermanos era excelente y Enrique, modesto y humilde, se dedicó a la medicina con eficiencia, pero sin una clara vocación, y a ayudar a su ilustre hermano. De todas estas memorias, me quedo con las anécdotas de cómo don Marcelino casi le pilla a Enrique en el teatro de la Zarzuela, un día que su hermano pequeño se escapó desde Valladolid para ir a los madriles,  con la de su afición por Zorrilla, al que considera sin dudar el mejor poeta de España y, finalmente, con que a don Marcelino le gustaba echar un bailecito y que hasta tuvo una novia. Así que la historia esa del tranvía en que don Marcelino, al ver una familia numerosa, dijo: ¡madre mía, de la que me he librado! no parece muy cierta. Su hermano incluso nos dice que fue una pena para Marcelino que no se casara pues el no haber tenido mujer hizo que se abandonara muy joven. Una buena persona Enrique que sí se caso, pero cuya mujer murió a los tres meses dejándolo sumido en la pena hasta que se volvió a casar con su cuñada, algo que antes era relativamente habitual.

Así que don Marcelino en el baile... ¡Mira tú que va a ser verdad aquello de que no somos nada!

 

EVARISTO SILIÓ Y RODRÍGUEZ


Hay autores, poetas en concreto, que te emocionan y que, si estamos en otoño como estamos ahora, hacen que recojas algunas hojas muertas, al estilo de Jacques Prevert, y las guardes como un tesoro entre sus páginas y ahí se quedan entre las hojas llenas de poemas y un buen día, quizás muchos años después, las descubrimos con una sensación entre alegre y nostálgica. Un autor que ha merecido este privilegio es Evaristo Silió y Gutiérrez al que conocí leyendo esa novelita de Enrique Menéndez Pelayo, La Gaviota, que tanto me gustó y de la que ya he hablado en este blog. Silió es un poeta con un acento leopardiano, pero que lo resuelve siempre con un sentido cristiano. Su Fiesta en la Aldea es un gran poema, de esos poemas que antes los niños se aprendían de memoria, par coeur dicen con acierto los franceses, y los recordaban toda su vida. Me emociona este poeta cántabro que nació en Santa Cruz de Iguña, hermoso valle, y que, impregnándose de esa belleza, se dedicó a una poesía de “los del Norte” que dijo don Alberto Lista. El prólogo, ¡cómo no! de don Marcelino Menéndez Pelayo no tiene desperdicio. Y es que don Marcelino era mucho don Marcelino como ya veremos en otra entrada.
. Os dejo un fragmento de un poema suyo y seguro que me lo vais a agradecer.
¡Si miro la noche oscura 
Del porvenir, sólo miro 
La sombra de la amargura, 
La dicha que anhelo, no!»— 
Aquí del alma doliente 
Lanzó un amargo suspiro, 
Y una lágrima ferviente 
De su pupila brotó! 
 
 
 
—¡Fatal mudanza de vida! 
Clamó á este punto, afligida 
Una anciana servidora 
Que la oía suspirar; 
No busques en Galilea 
La paz que tu alma desea. 
Vuelve á Bethania, Señora, 
Vuelve á tu tranquilo hogar! 
 
 
 
Allí sin desvelo tanto, 
Y libre, gracias al cielo. 
De este profundo quebranto. 
Siempre tranquila te yí; 
Reprime el funesto anhelo 
Que de tu lares te aparta. 
Mira que Lázaro y Marta 
Viven felices allí!» 
 

 
 
 

domingo, 15 de noviembre de 2015

RAMÓN DE BASTERRA


Ramón de Basterra era vasco, pero defendía lo español y buscaba en Roma la cultura que salva a Vasconia de la barbarie. Ramón de Basterra era de Bilbao y amaba lo euskaldún, pero habla de España y no se le cae la boca de vergüenza. Ramón de Basterra tenía en aquel libro de Lázaro Carreter en el que aprendimos lengua millones de españoles, una metáfora en la que hablaba de los montes cántabros peregrinando por los siglos de los siglos. Ramón de Basterra tiene un estilo cuidado y esta antología está prologada por José María de Areilza, entonces primer alcalde franquista de Bilbao, luego fundador del Partido Popular, pero no de éste, sino uno de los que se integraron en la UCD. Por cierto, que de ese Areilza, alcalde falangista de Bilbao, nos hablaba José Antonio Ibáñez, aquel profesor de Filosofía del Sagrado Corazón que no hay día que no recuerde. A veces, Basterra me parece algo frío, pero sus poemas romanos, como si fuera un Goethe del Botxo, son buenos y llenos de sentimiento clásico. Y es que en siendo de Bilbao ya tenía mucho ganado. ¿O no?

 

LA PALOMA


El protagonista de esta novela es un guardia de seguridad que busca la absoluta seguridad en la vida. Todo le va bien hasta que se encuentra, en el corredor, a una paloma y esta paloma rompe su vida. El pobre hombre lo pasa mal,  muy mal,  hasta que descubre que la felicidad está en abrir las puertas hacia afuera, como dijo el danés Kierkegaard. y consigue ser feliz en comunión con los demás. Parece un argumento sencillo, pero las novelas de Süskind siempre dan para más, para un poco más y uno se pregunta por qué este hombre no volvió a publicar (que yo sepa). Todo lo que he leído de él me ha gustado, desde El Contrabajo hasta esta paloma que ahora vuela en este humilde blog.

 

EL VERDADERO PEDRO SÁNCHEZ


Esta novela de Pereda comienza en La Montaña, en esa región a la que tanto quería el novelista de Polanco. Y en esa Montaña habitan Pedro y su padre, un hidalgo montañés en el que Pereda, a diferencia del hidalgo de Blasones y Talegas, no carga las tintas: es un hombre orgulloso de su linaje que no puede soportar a los García, unos advenedizos, homines novi, que detentan el Ayuntamiento, pero poco más. Su hijo es noblote y honrado, un montañés sin tacha. Sin embargo, la llegada de los madrileños cambia esas vidas pues le ofrecen a Pedro, por medio del padre, un politicastro corrupto de tres al cuarto, un empleíllo en la capital del reino. Y para allá que se va el montañés y en el camino conoce a Carmen y a su padre, un cesante en el que se ven muchos puntos de contacto con el cesante del Miau galdosiano. El pobre hombre sufre los cambios de gobierno, tan habituales en la España de entonces, teniendo que hacer mudanzas de provincias al Foro y viceversa; y junto a él lo sufren su hija Carmen y Quica, una señora que les cuida y les atiende. Poco a poco, Pedro va escalando por el  cursus honorum y llega hasta ser gobernador de provincia mediterránea de donde se marcha por los abusos de su secretario en connivencia con su mujer y su suegra. El final no lo cuento, pero sorprende porque estábamos esperando una boda que no se llega a dar y uno siente pena por el pobre Pedro Sánchez. Sin embargo, en esta novela, lo importante es esa pintura de tipos en la vida matritense corrompida, llena de esos políticos que nos da la impresión de que han salido de noviembre de 2015 y no de mediados del XIX.

¡Mon Dieu, qué poco hemos cambiado!