El otro día, en estos
días prenavideños con temperatura primaveral, un muchacho alocado, un
zangolotino que diría don José Lasso de la Vega , se iba cagando en Ros por los pasillos del
Instituto. Me llamó la atención, no por
la expresión escatológica, sino porque
el objeto de sus deyecciones fuera Ros y porque, probablemente, el deponente
rapaz no supiera quién era este caballero objeto de sus deposiciones. He oído a
mucha gente defecarse en nombres curiosos tales como París (¿por qué hay que
ciscarse en la capital de Francia?), en Weiler, aquel capitán general de Cuba
que les negaba a sus hijos un pijama porque, habiéndoles preguntado que para
qué servía y habiéndoles contestado los hijos que para dormir, es fama que les
contestó, negándoles ipso facto el pijama: “Para dormir, lo que se necesita es
sueño”. Y se quedaron sin pijama. Pues bien, lo de cagarse en Ros hacía tiempo
que no lo oía y sí había oído hace poco, en Laguna de Duero, lo de cagarse en
Laos, que es una forma abreviada de blasfemar como ocurre con la expresión de
Ros, que es un sucedáneo de la blasfemia por la que algunos, como decía la gran
Gloria Fuertes, se acuerdan alguna vez de Dios. Porque, don Antonio Ros de Olano,
que fue escritor y militar y que, por tanto, desmiente una vez más aquella
payasada de que la lanza embota la pluma, no creo que haya hecho méritos para qe
ningún zangolotino se defeque en él. Don Antonio fue amigo de Espronceda e
inventó el gorro militar que lleva su nombre. Y con esto basta para limpiar el
honor de Ros de Olano que con tanto estiércol puro y vivo a fe que lo necesita.
jueves, 24 de diciembre de 2015
viernes, 11 de diciembre de 2015
ERSKINE CALDWELL

No conocía a este escritor sureño, Erskine Caldwell, que
narra el sur profundo con tanto detalle, con esos personajes que son capaces de
quemar su casa con un mendigo dentro para tener una excusa y poderse marchar a
otra casa sin estrenar que tienen en el pueblo o que no les importa que un
hombre muera comido por los cerdos, pero sí que un negro les hable sin quitarse
el sombrero o, finalmente y para no cansar, que son cuatreros casi de
nacimiento y por devoción.
Faulkner es Faulkner, pero Caldwell es Caldwell y sus pueblos
del sur parecen habitados por gentes cuya sangre tiene una densidad mayor que la
del resto de los mortales; en que las tierras son un personaje más; en que los
animales acordan su respiración con el latido de los bosques en donde se
esconden los negros cimarrones.
Un gran escritor del que espero leer
ese que los argentinos tradujeron como “La
chacrita de Dios” y que por estos pagos se conoce como La parcela de Dios.
ENRIQUE MENÉNDEZ PELAYO
Ya he
hablado de Enrique Menéndez Pelayo, el otro Menéndez Pelayo, cuando he tratado
de su poesía y de su novelita La gaviota.
Era un buen escritor que tuvo la desgracia de tener a un hermano que era más
que un hombre: una enciclopedia viviente.
En estas memoria suyas que él con mucho humor titula Memoria de un hombre al que nunca pasó nada, don Enrique nos va
haciendo un tapiz en el que se ve toda la vida santanderina y también sus años de
estudiante vallisoletano y madrileño. La relación entre ambos hermanos era
excelente y Enrique, modesto y humilde, se dedicó a la medicina con eficiencia,
pero sin una clara vocación, y a ayudar a su ilustre hermano. De todas estas
memorias, me quedo con las anécdotas de cómo don Marcelino casi le pilla a Enrique
en el teatro de la Zarzuela, un día que su hermano pequeño se escapó desde
Valladolid para ir a los madriles, con
la de su afición por Zorrilla, al que considera sin dudar el mejor poeta de
España y, finalmente, con que a don Marcelino le gustaba echar un bailecito y
que hasta tuvo una novia. Así que la historia esa del tranvía en que don
Marcelino, al ver una familia numerosa, dijo: ¡madre mía, de la que me he
librado! no parece muy cierta. Su hermano incluso nos dice que fue una pena para
Marcelino que no se casara pues el no haber tenido mujer hizo que se abandonara
muy joven. Una buena persona Enrique que sí se caso, pero cuya mujer murió a
los tres meses dejándolo sumido en la pena hasta que se volvió a casar con su
cuñada, algo que antes era relativamente habitual.
Así
que don Marcelino en el baile... ¡Mira tú que va a ser verdad aquello de que no
somos nada!
EVARISTO SILIÓ Y RODRÍGUEZ
Hay
autores, poetas en concreto, que te emocionan y que, si estamos en otoño como
estamos ahora, hacen que recojas algunas hojas muertas, al estilo de Jacques
Prevert, y las guardes como un tesoro entre sus páginas y ahí se quedan entre
las hojas llenas de poemas y un buen día, quizás muchos años después, las
descubrimos con una sensación entre alegre y nostálgica. Un autor que ha
merecido este privilegio es Evaristo Silió y Gutiérrez al que conocí leyendo
esa novelita de Enrique Menéndez Pelayo, La
Gaviota, que tanto me gustó y de la que ya he hablado en este blog. Silió
es un poeta con un acento leopardiano, pero que lo resuelve siempre con un
sentido cristiano. Su Fiesta en la Aldea es un gran poema, de esos poemas que
antes los niños se aprendían de memoria, par
coeur dicen con acierto los franceses, y los recordaban toda su vida. Me
emociona este poeta cántabro que nació en Santa Cruz de Iguña, hermoso valle, y
que, impregnándose de esa belleza, se dedicó a una poesía de “los del Norte” que
dijo don Alberto Lista. El prólogo, ¡cómo no! de don Marcelino Menéndez Pelayo
no tiene desperdicio. Y es que don Marcelino era mucho don Marcelino como ya
veremos en otra entrada.
. Os dejo un fragmento de un poema suyo y seguro que me lo
vais a agradecer.
¡Si miro la noche oscura
Del porvenir, sólo miro
La sombra de la amargura,
La dicha que anhelo, no!»—
Aquí del alma doliente
Lanzó un amargo suspiro,
Y una lágrima ferviente
De su pupila brotó!
—¡Fatal mudanza de vida!
Clamó á este punto, afligida
Una anciana servidora
Que la oía suspirar;
No busques en Galilea
La paz que tu alma desea.
Vuelve á Bethania, Señora,
Vuelve á tu tranquilo hogar!
Allí sin desvelo tanto,
Y libre, gracias al cielo.
De este profundo quebranto.
Siempre tranquila te yí;
Reprime el funesto anhelo
Que de tu lares te aparta.
Mira que Lázaro y Marta
Viven felices allí!»
domingo, 15 de noviembre de 2015
RAMÓN DE BASTERRA
Ramón
de Basterra era vasco, pero defendía lo español y buscaba en Roma la cultura
que salva a Vasconia de la barbarie. Ramón de Basterra era de Bilbao y amaba lo
euskaldún, pero habla de España y no se le cae la boca de vergüenza. Ramón de
Basterra tenía en aquel libro de Lázaro Carreter en el que aprendimos lengua
millones de españoles, una metáfora en la que hablaba de los montes cántabros
peregrinando por los siglos de los siglos. Ramón de Basterra tiene un estilo
cuidado y esta antología está prologada por José María de Areilza, entonces
primer alcalde franquista de Bilbao, luego fundador del Partido Popular, pero
no de éste, sino uno de los que se integraron en la UCD. Por cierto, que de ese
Areilza, alcalde falangista de Bilbao, nos hablaba José Antonio Ibáñez, aquel
profesor de Filosofía del Sagrado Corazón que no hay día que no recuerde. A
veces, Basterra me parece algo frío, pero sus poemas romanos, como si fuera un
Goethe del Botxo, son buenos y llenos de sentimiento clásico. Y es que en siendo
de Bilbao ya tenía mucho ganado. ¿O no?
LA PALOMA
El protagonista de esta novela es un guardia de seguridad
que busca la absoluta seguridad en la vida. Todo le va bien hasta que se
encuentra, en el corredor, a una paloma y esta paloma rompe su vida. El pobre
hombre lo pasa mal, muy mal, hasta que descubre que la felicidad está en
abrir las puertas hacia afuera, como dijo el danés Kierkegaard. y consigue ser feliz en comunión con los demás.
Parece un argumento sencillo, pero las novelas de Süskind siempre dan para más,
para un poco más y uno se pregunta por qué este hombre no volvió a publicar (que
yo sepa). Todo lo que he leído de él me ha gustado, desde El Contrabajo hasta esta paloma que ahora vuela en este humilde
blog.
EL VERDADERO PEDRO SÁNCHEZ
Esta novela de Pereda comienza en La Montaña, en esa región a la que tanto quería el novelista de Polanco. Y en esa Montaña habitan Pedro y su padre, un hidalgo montañés en el que Pereda, a diferencia del hidalgo de Blasones y Talegas, no carga las tintas: es un hombre orgulloso de su linaje que no puede soportar a los García, unos advenedizos, homines novi, que detentan el Ayuntamiento, pero poco más. Su hijo es noblote y honrado, un montañés sin tacha. Sin embargo, la llegada de los madrileños cambia esas vidas pues le ofrecen a Pedro, por medio del padre, un politicastro corrupto de tres al cuarto, un empleíllo en la capital del reino. Y para allá que se va el montañés y en el camino conoce a Carmen y a su padre, un cesante en el que se ven muchos puntos de contacto con el cesante del Miau galdosiano. El pobre hombre sufre los cambios de gobierno, tan habituales en la España de entonces, teniendo que hacer mudanzas de provincias al Foro y viceversa; y junto a él lo sufren su hija Carmen y Quica, una señora que les cuida y les atiende. Poco a poco, Pedro va escalando por el cursus honorum y llega hasta ser gobernador de provincia mediterránea de donde se marcha por los abusos de su secretario en connivencia con su mujer y su suegra. El final no lo cuento, pero sorprende porque estábamos esperando una boda que no se llega a dar y uno siente pena por el pobre Pedro Sánchez. Sin embargo, en esta novela, lo importante es esa pintura de tipos en la vida matritense corrompida, llena de esos políticos que nos da la impresión de que han salido de noviembre de 2015 y no de mediados del XIX.
¡Mon Dieu, qué poco hemos cambiado!
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