sábado, 29 de enero de 2022

EL PARAGUAS GALLEGO DE MI ABUELA PATRO ( CUENTO PANDÉMICO)

 


EL PARAGUAS GALLEGO DE MI ABUELA PATRO

 

Aquella mañana, abuela Patro me dijo que íbamos a comprar un paraguas. Recuerdo que cogimos el Metro y que nos bajamos en Sol. Una vez fuera de los túneles y respirando el olor santo del horno de La Menorquina, nos fuimos derechos a Casa de Diego, la casa más antigua de Madrid en paraguas y abanicos. Tras el amable saludo del dependiente, mi abuela le pidió un paraguas de señora y el solícito dependiente le trajo uno de tela estampada. Le preguntó mi abuela el precio y no le pareció excesivamente caro. Mientras lo envolvía, el dependiente le dijo a mi abuela:

-         Señora, ¡qué gran paraguas se lleva! Vamos, de lo mejorcito de la tienda y ya sabe usted que,  desde hace muchos años,  aquí tan sólo vendemos calidad. Este paraguas está fabricado en una fábrica de Santiago de Compostela que es proveedora nuestra desde hace muchos años. Para que se haga una idea, ya antes de la República nos enviaban los paraguas. Tiene usted paraguas para muchos años.

Con tan venturosos vaticinios, salimos de la tienda y, antes de entrar en el Metro, mi abuela me compró una napolitana en La Menorquina. Me supo a gloria mientras bajaba las escaleras camino del andén.

Una tarde de marzo mi abuela me cogió de la mano y me dijo:

-         Luisito, vámonos a Quevedo que quiero ver unas lámparas.

Andábamos ya por la mitad de Martínez Campos cuando un viento hombrón y unas nubes negras anunciaron los que vendría después: una tormenta de primavera que descargó con toda su alma sobre ese Madrid que ya olía a primavera. Mi abuela, tan pronto como cayeron las primeras gotas, abrió su paraguas compostelano con la confianza de saber que tenía agarrado por el puño un paraguas de excelsa calidad. Seguimos Martínez Campos arriba en medio de ese diluvio, pero, al cruzar una bocacalle, un golpe de ese viento hombrón y agresivo le volvió el paraguas y, para desconsuelo de mi abuela, le rompió dos o tres varillas. Perdida la protección del paraguas gallego, nos refugiamos en un portal y, cuando escampó, mi abuela me cogió de la mano y paró un taxi que nos llevó hasta la misma puerta de Casa de Diego. Mi abuela entró muy enfada, ni siquiera guardó la vez y le espetó al dependiente que le había atendido hacía unos días:

-         ¡Con que el mejor paraguas! ¡Mire lo que ha hecho el viento con él!

Y, llena de enfado, le enseñaba el herido paraguas. El dependiente, muy sereno, le dijo:

-         Señora, tranquilícese. Usted compró un buen paraguas; no le quepa duda. Está hecho con los mejores materiales, pero, como no sabemos los distintos vientos con los que un paraguas se puede encontrar, les recomendamos a nuestros clientes que les pongan este refuerzo que yo le voy a poner ahora.

-         Y ¿por qué no los traen ya directamente reforzados de fábrica y no hay que andar con estos remiendos? – dijo mi abuela Patro.

-         Pues porque los fabricantes no saben para dónde irá el paraguas y no es lo mismo el viento de La Coruña, un suponer, que el viento de Cartagena en donde dicen que el viento es suave y templado.

-         Pero entonces, perdóneme, los paraguas no son de tan buena calidad porque,  si los paraguas los hicieran como Dios manda, valdrían lo mismo para La Coruña que para Cartagena y no sería necesario tener que venir a poner estos refuerzos.

-         Señora, esta fábrica es de las mejores de España así que confíe usted en ella plenamente. Cuando ellos lo hacen, por algo será.

El dependiente le puso a mi abuela el refuerzo y salimos de nuevo a la calle camino del Metro. Eso sí, antes de entrar, mi abuela me compró otra napolitana en La Menorquina.

 

   Llegó Mayo y con él una primavera radiante, aromada por la flor de los castaños de Indias de los parques, y mi abuela decidió que el paseo para tan hermoso día iba a ser por López de Hoyos arriba, hasta el mercado de la Prosperidad, ese curioso barrio de casas molineras a cuyos habitantes no les acababa de cuadrar el nombre del barrio, pero ya es sabido que los barrios de pobres tienen nombres alegres. Nos entretuvimos comprando caramelos, subiendo hasta unos almacenes ya pasado el mercado, viendo los escaparates llenos de mariscos de La Hostería cuando el marisco era el sueño de Carpanta para cualquier niño de medio pello. Entonces – os o juro-,  y ocurrió lo impensable: en la tarde de ese día espléndido de la primavera madrileña empezaron a aparecer unas nubes negras por las casas de enfrente del mercado,  otras por el cine que ocupaba una esquina de la plaza en el que, por cierto, unos años atrás había yo disfrutado un montón viendo una película alemana que se titulaba “Felicidad sobre hielo” y que iba del amor entre dos patinadores y unas terceras nubes, como un batallón sediento de sangre, por la calle Zabaleta. Como si nos hubieran pillado tres ejércitos enfurecidos, mi abuela Patro y yo nos quedamos en el medio de la batalla y, al cruzar Joaquín Costa, un golpe de viento volvió el paraguas de mi abuela y le partió las tres varillas en donde el dependiente no había colocado el refuerzo. Mi abuela miró el reloj y vio que ya habrían cerrado en la tienda de Sol, pero juró en voz alta, mientras llamaba a un taxi, que mañana por la mañana la iban a oír en Casa de Diego. Vamos que la iba aliar parda; ¡como que había nacido en la calle del Castillo número 8, al lado de la plaza de Olavide y de Raimundo Lulio!

   Como no podía ser menos, a la mañana siguiente, antes incluso de que abrieran, ya estaba yo con mi abuela en la puerta de Casa de Diego. Entramos tan pronto como levantaron el cierre y mi abuela se dirigió enfurecida al dependiente:

-         Mire lo que ha hecho el viento con su paraguas. Ni refuerzos ni nada. Este paraguas no sirve para nada y usted, lo que  es de verdad,  es un sinvergüenza porque me ha engañado. Le exijo que me dé un paraguas bueno, de la mejor calidad y no esta birria que no aguanta ni una tormenta de primavera.

-         Se equivoca, señora. Mire, el paraguas se ha roto por donde no tenía el refuerzo. Hay que ponerle un tercer refuerzo en esa zona.

-         Pero entonces, y perdone, este paraguas va a parecer el vestido de un payaso con tanto remiendo. La solución es que hagan en esa fábrica de Santiago paraguas en condiciones y no tener que venir cada dos por tres a ponerle remiendos.

-         Verá señora – dijo muy calmado el dependiente-, ellos no pueden fabricar paraguas preparados para los diferentes vientos y además hay algo que usted no sabe: aunque fabricaran paraguas acomodados a los vientos de cada ciudad, tampoco valdrían de mucho porque los vientos mutan, señora, mutan porque son organismos vivos y quieren sobrevivir a toda costa. Por eso vienen los refuerzos. A medida que van apareciendo nuevos vientos, el fabricante gallego nos envía los remiendos. ¿Lo entiende?

-         Pues no, señor, no lo entiendo. Un paraguas tiene que salir de fábrica preparado para hacer frente al mayor tipo de vientos y lluvias. Si estos de Santiago, desde el principio, hicieran unos paraguas como Dios manda, no habría que venir a poner refuerzos a cada dos por tres. No le digo que, si se hicieran bien, iban a poder resistir un tifón, pero,  al menos, deberían salir de fábrica preparados para el mayor número de lluvias y vendavales. Ya sé también que un paraguas no puede proteger al cien por cien, que, si sopla un viento muy fuerte, se te mojan las piernas y los zapatos. Eso lo sabemos todos, pero no somos tontos y sabemos lo que hay que hacer con un paraguas cuando hace mucho viento. Le repito, joven, que, si el paraguas se rompe , es que es un mal paraguas. Y lo que no me queda duda es que los gallegos, entre paraguas y remiendos, se forran porque vamos a cuentas: si al precio del paraguas le sumo los  remiendos, las ganancias de los compostelanos se duplican. Esa fábrica tiene que sacar tantos miles de duros como miles de  visitantes tiene el Pórtico de la Gloria.

El dependiente se iba dando cuenta de que el enfado de mi abuela iba en aumento y entró para la trastienda.  Al poco tiempo,  entró de nuevo en la tienda con un paraguas nuevo.

-         Tome, señora, le cambio el paraguas. Déjeme el suyo para enviarlo a Santiago y ya tiene usted paraguas nuevo. Pero le voy a decir una cosa, señora, y grábeselo bien: ningún paraguas le puede proteger al cien por cien en cualquier tipo de lluvia. Y mucho menos protegerla de un viento huracanado (jamás había oído yo que hubiera habido huracanes en Madrid, pero yo era tan sólo un convidado de piedra en aquella escena).

-         Mi abuela estaba ya muy enfadada y le dijo:

-         - ¿Me está usted diciendo que tampoco me garantiza que este paraguas va a resistir una tormenta si salgo con mi nieto a darnos una vuelta? ¿Me está usted insinuando que, al final, también con éste tendré que volver a su tienda para que le ponga esos ridículos refuerzos? Yo a esto lo llamo un timo, sí, señor, un timo; vamos como el de la “estampita”.

El dependiente, ya un poco cansado, le dijo a mi abuela:

-         Si quiere estar usted protegida de la lluvia y que no se le rompa ningún paraguas, ¿sabe usted lo que tiene que hacer? No salir de casa cuando llueva.

Mi abuela, cogiendo el nuevo paraguas, se le quedó mirando y le dijo:

-         ¿Qué no salga a la calle? Y entonces, ¿para qué venden ustedes paraguas? Cierren la tienda y váyanse a robar a Sierra Morena con José María el tempranillo.

 

Y dando un portazo nos fuimos de la tienda y nos encaminamos al Metro. Iba tan enfadada que no se acordó de entrar en La Menorquina y comprarme una napolitana.  Un servidor tampoco tuvo valor a recordárselo.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario