domingo, 25 de agosto de 2024

UN JOVEN CUESTOR EN GADES

 


Quaestori ulterior Hispania obuenit; ubi cum mandatu pr(aetoris) iure dicundo conuentus circumiret Gadisque uenisset, animaduersa apud Herculis templum Magni Alexandri imagine ingemuit et quasi pertaesus ignauiam suam, quod nihil dum a se memorabile actum esset in aetate, qua iam Alexander orbem terrarum subegisset,

CAIUS SUETONIUS TRANQUILLUS-  De vita Caesarum. Vita divi Iulii, 7

Cantica qui Nili, qui Gaditana susurrat

Caius Valerius Martialis - Epigramas

 

Gadir se enjoyaba con el oro de la tarde mientras el océano, su amante, besaba enloquecido sus murallas. El viento recorría las calles de la ciudad escondiéndose en cada esquina, jugando por las calles de la Gades romana, y se llegaba hasta la estatua con la que la ciudad, en el templo de Hércules, honraba al hijo de Filipo II de Macedonia, el joven aquel que se llegó hasta el Indo, el caudillo invicto, el gran rey que, con tan sólo treinta y tres años, había conquistado la mitad del mundo conocido. Aquella estatua de Alejandro Magno moraba en aquel templo que presidía aquella ciudad  que habían fundado los fenicios con el nombre de Gadir, esa isla con otras islas en cuyas tardes de invierno se veían pasar los barcos que iban o venían del estrecho que, según los griegos, había abierto Herakles separando dos peñones, el de Calpe y el de Abila,  y en ellos había colocado aquel lema que ahora los romanos repetían en su lengua: NON PLUS ULTRA. Sin embargo, no respetó Hannón este lema y, allá por el siglo VI a. C. cruzó y tomó a Gadir como base para circunnavegar África; tampoco lo respetó Himilcón cuando, por esos mismos siglos, cruzó con sus barcos y, haciendo de nuevo parada para cargar provisiones y hacer aguada en la futura Cádiz, marchó camino de aquellas islas extrañas en donde el estaño abundaba tanto que fácil era conseguirlo y llevarlo de vuelta hasta las tierras fenicias, islas que aquellos viajeros llamaron Casitérides. Al cabo de varios siglos, un griego, Eudoxio de Círico, tuvo la feliz idea de circunnavegar África y llegarse hasta la India, la tierra aquella a donde los soldados del gran Alejandro Magno temieron llegar y cuyos tesoros de oro y plata despertaban la codicia de los mercaderes, de los navegantes y de los monarcas. Eudoxo partió de Gades para esta expedición que, de llegar a las tierras de la India, les ahorraría a los griegos los aranceles exagerados que los monarcas ptolemaicos, descendientes de uno de los Diádocos, generales de Alejandro, por nombre Ptolomeo, imponían de manera abusiva en las costas del mar Rojo.

         Hasta esa ciudad había llegado hacía poco un joven cuestor con deseos de hacer fortuna y así poderse pagar un cursus honorum que lo llevara hasta el consulado porque él,  descendiente de Eneas y, por tanto, de Venus, quería llegar a ser otro Alejandro y conquistar para su urbe tantas tierras como el macedonio había conquistado para su patria.

         Este joven cuestor había llegado para ponerse a las órdenes de Cayo Antistio Veto, gobernador de la Hispania Ulterior y pronto conocería a Lucio Cornelio Balbo, un rico comerciante gaditano que, cada tarde, subía a su torre para desde ella ver si llegaban o no llegan sus barcos cargados de mercancías que, bien negociadas, se acababan convirtiendo en pingües riquezas para Balbo que había participado en la guerra entre Sertorio y Pompeyo y había sido su dinero, sin duda, el que había cimentado el triunfo del Magno. Al final de la contienda, le había recompensado, para él y para todo su clan,  con la ciudadanía romana y Balbo vio que la romanización de Gades le convenía. Así que se dispuso a que la vieja Gadir se convirtiera en Gades.

         Conocidas eran las fiestas de esta ciudad isleña  en las que no faltaban las bailarinas que alegraban con sus testudines  los corazones de los comensales. No sólo la Ulterior, sino la propia urbe se hacían lenguas de aquellas mujeres que cantaban y bailaban en aquella ciudad remota cuyas murallas besaba ese océano desconocido y oscuro, poblado de leyendas en las que se hablaba de ciudades sumergidas y manzanas de oro.

         Pero aquella tarde en que el viento refrescaba el ardor inmisericorde del sol veraniego, el joven cuestor se había ido llegando hasta la estatua de Alejandro que, con su juventud, le desafiaba pues tenía el romano por entonces la misma edad que el macedonio.

         En la soledad silenciosa que tan sólo albergaba un susurro del viento que agitaba las velas del puerto para distraer su aburrimiento, se oyó, de pronto, el llanto quejumbroso del joven cuestor. Sollozaba sin tregua mirando a Alejandro como si quisiera recibir algún consuelo de la muda estatua. Hasta algunos niños repararon en aquel llanto desconsolado que resonaba en las paredes del templo de Hércules, el Melkart de los fenicios. Un sacerdote, acercándose, le inquirió el porqué de su pena. Con palabras entrecortadas, el joven cuestor le dijo que aquel hombre de la estatua, a la misma edad que él tenía ahora, ya había conquistado la mitad del mundo, pero que él tan sólo era un humilde cuestor en una apartada provincia del imperio.

         Calló el sacerdote y pensó para sí que aquel joven tan ambicioso tenía dos caminos: o bien se convertía en el hombre que soñaba y ambicionaba ser, o bien se tenía que conformar con ser en la Urbe un humilde ciudadano desempeñando una simple magistratura. Sólo los dioses sabían el futuro de aquel joven y él no era adivino. Tan sólo por curiosidad, le preguntó su nombre y el joven cuestor, secándose los ojos y aclarándose la voz que le salía en una garganta herida por la pena y los sollozos, le reveló sus tria nomina.

         Cuando el sacerdote se alejó, aquel joven cuestor empezó a relatarse a sí mismo lo que sigue:

         “Ahora estoy en este templo ante la estatua de Alejandro y siento que mi vida casi está gastada en vano y,  no sólo en los público pues ya siendo algo mayor comienzo mi cursus honorum, sino también mi vida familiar. Me casé, con diecisiete años, con Cornelia; fue una boda de compromiso con una niña de trece años que tan sólo hace tres me ha dado una hija, Julia. Anoche, en la fiesta de Balbo, mientras las puellae gaditanae bailaban sus lascivas danzas en el corro que les habíamos formado, no podía quitar mis ojos de una de ellas.  Era hermosa como el mar de Gades y como los campos que rodean su bahía; su nombre era Adama que en nuestro latín significa “ la bella niña”. En su bailar enloquecido, como si el mismo dios Baco la guiara, tocaba con su vientre el suelo del oecus de la casa de Balbo y cimbreaba su cuerpo como se cimbrean las cañas que bajan hasta las arenas de las playas infinitas que reciben , noche y día, el beso del mar como amantes insaciables. Su cabello negro volaba con aquel loco frenesí y llegaba a tocar a algunos de los invitados que lo festejaban entre risas. De pronto, percibí que sus ojos hacían una parada en los míos. Al principio, lo consideré una simple casualidad, pero ese encuentro entre nuestros ojos se produjo varias veces en un dichoso azar hasta que, por último, me sonrió. Se me metió en el alma conocer aquella chica, hablar con ella si es que entendía el latín y acariciar su pelo tan hermoso como la noche que nacía de la tierra gaditana. Hablé con un esclavo al terminar la cena y él mismo se ofreció a acompañarme con una tea encendida hasta una casa pequeña cerca del mar, una simple cabaña de cañas y barro en donde Adama moraba. Tocó en la puerta y la misma puella nos dejó el paso franco a su modesta morada que podría haber sido la de Filemón y Baucis. No necesitamos explicarnos nada ni necesitamos intérprete porque nos hablamos en la lengua del amor aunque ella conocía el latín bastante bien. Os digo que fue una noche inolvidable en la que brindamos al amor mientras el mar se escuchaba a lo lejos quizás envidioso de tanta dicha. Hasta había leído los versos de nuestro Catulo:

Da mi basia mille, deinde centum,

dein mille altera, dein secunda centum,

deinde usque altera mille, deinde centum.

Dein, cum milia multa fecerimus,

conturbabimus illa, ne sciamus,

aut nequis malus inuidere possit,

cum tantum sciat esse basiorum[1].

 

Desperté aún de noche y la luna se reflejaba en su cuerpo desnudo que yacía a mi lado. Guiado por Selene la fui acariciando palmo a palmo, con miedo a que se despertara y descubriera mis ojos incapaces de contener tanta belleza. Sus pies, que tanto habían bailado en el banquete, descansaban ahora sobre el lecho y sus piernas,  morenas y torneadas como el mejor fuste de Roma se apretaban pudorosas guardando sus secretos. Cuando acaricié sus pechos dormidos, se reavivó de nuevo el deseo, como una brasa que, tras esconderse toda la noche bajo la ceniza, llega hasta las puertas del alba con un corazón de fuego. Fue entonces cuando ella se despertó y, con la luna a mi espalda, cubrí su cuerpo de besos y abrazos mientras el sol perezoso se iba  apareciendo por el oriente envidioso quizás de nuestro amor. A aquella noche le siguieron otras en las que me sentía yo también  humilde puer gaditanus que la había conocido, no en el banquete de Balbo, sino en una de esas playas que, al atardecer, se llenan de un polvillo de oro mientras el sol se va hundiendo a regañadientes en el océano de los Atlantes. Llevado por mi ensoñación, me creí el esposo de aquella muchacha abrazada a mi cuerpo; que vivíamos en una humilde casa junto al mar, junto a una playa por la que correteaban nuestros hijos morenos por el sol de esta tierra bendecida por los dioses. De madrugada, salía yo a pescar en mi humilde falucho y ella me esperaba al caer de la tarde con el fuego encendido, humilde lar de una más humilde cabaña, en el que unas toscas trébedes sostenían un sencillo puchero de barro. ¿De qué me va a servir mi cursus honorum si no puedo vivir junto a ella? Ahora, ante el templo de Hammón, estoy llorando y cuando el sacerdote me ha preguntado la causa he sido tan cobarde de no decirle la verdad: que mi partida de Gades es inminente y que soy incapaz de volver junto a ella, junto a mi Adama. Mi cobardía me hace pensar que, como el padre Eneas, me debo a mi destino y que mi destino va a hacer que la abandone. Por eso es mi llanto: por cobardía, porque no puedo defraudar a los que han depositado su dinero y su confianza en mí; no puedo defraudar a los que me han enviado hasta este extremo del mundo para que, algún día, le diera a Roma más gloria de la que necesita y puede digerir. Al cabo de los años, algún griego ilustrado contará en sus historias que aquel romano lloraba porque no había podido ser como Alejandro. De seguro que su historia quedará muy creíble para aquellos que la lean, pero no será la verdad desnuda, la verdad que se aloja en lo más profundo de mi corazón y que nadie conocerá nunca por las historias escolares de los griegos. Nadie sabrá la verdad: que el romano llora amargamente en el templo de Hammón porque, para cumplir su deseo de gloria, tiene que dejar en una choza de barro a la mujer que más ha querido en el mundo y que le ha hecho tan profundamente feliz como en los sueños que nos visitan al alba. Soy un cobarde que pretende ser el amo del mundo y ni siquiera es el señor de sus sentimientos. ¿De qué mundo voy a ser el amo si ella no estará conmigo? ¿A qué gloria aspiro si su cuerpo seguirá en aquella cabaña acariciado por la luna? ¿De qué vida seré caudillo si nunca la volveré a tener entre mis brazos? Como el padre Eneas, tengo que marchar y emplear el dinero que consiga con mi cuestura en escalar cada escalón que me llevará a ser el amo de Roma.

         Perdóname, puella gaditana; perdona mi cobardía. Mis noches estarán llenas de tu aroma, de tu vientre, de tus senos. Seré el amo del mundo, pero no seré nada. Tan sólo un cobarde que te ha dejado en Gades rodeada de esa plata quieta que es el mar en su bahía mientras la luna, burlándose de mí, recorre tui cuerpo como yo lo recorrí otras noches”.

Y luego, saliendo del templo, se fue para el foro de aquella ciudad que cada día era menos Gadir y más Gades mientras el sacerdote del templo se volvía a sus quehaceres propios de su cargo. Un turiferario del templo se acercó hasta él y, casi sin levantar la voz, le preguntó por el nombre de ese apasionado joven cuyas lágrimas aún se veían brillar en el enlosado. El sacerdote, volviéndose al servidor del templo, le dijo en un latín pingüe y seseante : “Me ha dicho que siente pena porque,  a la edad que él tiene,  Alejandro ya había conquistado el mundo conocido. Es el nuevo cuestor y me ha dicho que se llama Cayo Julio César.



[1] Pero dame mil besos, luego cien,
después mil otra vez, y de nuevo cien,
luego otros mil aún, y luego cien…
Después, cuando sumemos muchos miles,
confundamos la cuenta hasta perderla,
que hechizarnos no pueda el envidioso(4)
al saber el total de nuestros besos. 

viernes, 23 de agosto de 2024

LA MUJER DE PANIZA

 


 

Hubo una mujer que nació en Paniza (Zaragoza) justo al comenzar el pasado siglo veinte y que llegó a licenciarse en Filosofía y Letras en la Universidad  zaragozana en 1921, logro importante para una mujer en aquellos años en los que había muy pocas mujeres licenciadas y esas pocas lo eran, sobre todo, en Farmacia tal y como podemos ver, sin ir más lejos, en los archivos de la Universidad de Santiago de Compostela. Esta mujer, en 1922, gana unas oposiciones para archivera y su primer destino en prácticas es la Biblioteca Nacional de España. Luego, tras el periodo de prácticas, fue destinada a Simancas y, en 1924, a Murcia en donde conoce al que sería su marido, un profesor de física llamado Fernando Ramón Ferrando. Su carrera continuó en Valencia donde llegó a ser directora de la biblioteca. Pero llegó la guerra y, con la guerra, la victoria de Franco. La familia Ramón fue depurada: Fernando perdió la cátedra de Física y esta mujer de Paniza fue “degradada” haciéndola bajar dieciocho niveles en el escalafón del Cuerpo. Fernando recuperaría la cátedra en Salamanca, pero ella se “tuvo que conformar” con ser bibliotecaria de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Madrid.

         Esa mujer de Paniza empezó a confeccionar “un diccionario pequeñito que le iba a llevar, como mucho a lo sumo, un par de años”. El “culpable” había sido su hijo Fernando que le había traído de Londres el diccionario de inglés de S. Homby, el Learner’s Dictionary of Currente English, fechado en 1948. La mujer de Paniza empezó a escribir hacia 1955 “armada con una Mont Blanc y una Olivetti Pluma 22” y el diccionario que le iba a ocupar dos años le acabó ocupando doce.

         Su obra recibió el aplauso de filólogos y escritores y don Dámaso Alonso, Rafael Lapesa y Pedro Laín Entralgo la propusieron para la Real Academia. Iba a ser la primera mujer en entrar en tan docta institución. Sin embargo, la RAE eligió a Emilio Alarcos Llorach. Las razones: que no era filóloga de formación; que era mujer y que su diccionario no recogía voces malsonantes.

 Su biógrafa Inmaculada de la Fuente lo resume así:

Porque era una intrusa, en cierto modo. Porque estudió historia en la universidad de Zaragoza, pero había encarrilado su vida por el mundo de los archivos y bibliotecas y no estaba considerada filóloga. En aquel momento sí que influyó el que fuera mujer. Una mujer que se pone a hacer un diccionario, pero no el diccionario que inicialmente quería hacer, sino un diccionario que además cuestionaba el de la RAE. Creo que fue admirada, pero no valorada.

Y, para no echar más leña al fuego, recojo las palabras de Santiago Muñoz Machado, director de la RAE en 2021:

Me apeno de que no fuera académica cuando bien lo merecía por el trabajo que hizo, y me alegra celebrar y reconocer los enormes méritos de su obra. [Además agregó:] No es la RAE la culpable de un machismo recalcitrante que existía desde hace mucho y que se podía haber paliado cuando apareció María Moliner.

         Violeta Demonte, profesora de UAM, dice del diccionario:

El intento es importante y novedoso. No obstante, como la fundamentación teórica y los criterios de su análisis no son siempre claros y sus supuestos fundamentales tienen origen intuitivo, la utilidad de su obra es desigual.

         Pues ya veis la historia. Sin embargo, disiento con Muñoz porque sinceramente creo que no fue su condición de mujer lo que la apartó  de ser académica, sino su condición de “ajena” a la filología y a la Universidad que no tolera extraños en su anticuada intolerancia. Fue el caso parecido de Felipe Robles Dégano, abulense de San Esteban del Valle que fue vilmente ninguneado por los estamentos universitarios al no ser “de la casa” aunque sus trabajos como lingüista son de gran altura. Otra causa de la cerrazón de la RAE frente a esta sufrida mujer fue, sin duda, que ponía en cuestión con su obra algunas entradas del Diccionario de la RAE y eso no se lo perdonaron. Pues nada más.  ¡Ah, y gracias a Santiago Muñoz que me pone el nombre de la mujer de Paniza al final de su interesante opinión. Porque sí, la mujer de Paniza, nacida con el pasado siglo XX, fue doña María Moliner Ruiz.

        

LA CALLE PLOCIA DE CÁDIZ Y LA GENS PLOCIA GADITANA

 


 

Suficientemente conocida es la historia romana de Cádiz y cómo algunos de sus habitantes llegaron a ser verdaderos próceres en Roma destacando Lucio Cornelio Balbo del que hablaremos con más detalle en otra entrada. Hoy vamos a tratar de la familia o gens Plocia.

         El primer Plocio que se tiene noticia es Aulo Plocio Numisio cuyo origen no era gaditano, pero que se llegó a Cádiz y construyó los sepulcros que fueron hallados en 1826 en la zona de Puerta de Tierra. Su importancia fue grande durante la época republicana en donde hay cuestores y ediles curules que llevan ese nomen. El apellido Plocio es raro en el imperio salvo en la zona de Cádiz y en una zona con fuerte influencia gaditana: Cartagena. También en Argel encontramos una inscripción en la que, traducida al castellano, dice lo que sigue: “a los dioses manes. Lucio Plocio Modesto. Español. Decurión del ala Miliaria (o sea, de caballería) que vivió 23 años y militó cuatro, está en este sitio. Séate la tierra leve. Su padre y su madre le mandaron hacer este monumento a su hijo piadosísimo".

         Pero llegamos al momento más apasionante de los “Plocios” pues hay historiadores (Adolfo de Castro y Nicolás Cambiaso) que afirman que Plotina Pompeya, santa esposa de Trajano, pertenecería a esta familia. Sin embargo,  el francés Crevier lo niega y afirma que Plotina era  de Pompeya. El francés alega en su afirmación que en el muelle de Ancona hay una inscripción que dice así en latín: Plotinae Aug. Coniugi Aug, es decir, “a Plotina Augusta. Mujer de Augusto”.  Pero no sé si obviar la opinión del “gabacho” cuya inquina por los españoles es de sobra conocida. Otros historiadores posteriores nos dicen que Plotina era hija de Domicia Paulina, prima hermana de Trajano, que se casó con un hombre cuyo nomen era Adrianus y cuyo origen era itálico y que dio ese apellido a su hijo adoptivo, el emperador Adriano.

         Sea como fuere, la familia Plocia dejó una huella indeleble en Cádiz que no fue mancillada por la corrupción como fue el caso de los Balbo (¡No somos nadie!).

         Plotina fue una esposa modelo de la que Dion Casio cuenta que, al entrar por primera vez en el palacio de imperial, pronunció estas hermosas palabras: “Prometo al pueblo de Roma que saldré de aquí tal y como entro: sin haber hecho ningún mal a nadie”. No sabemos si, a continuación, Plotina y Trajano se dedicaron a “cambiar el colchón” en el que había dormido el anterior emperador que, si no me equivoco, fue Nerva (digo esto por aquello que tuvo la poca gracia de contar Pedro Sánchez en su ¿libro?), pero los romanos eran gente seria que se tomaban la política como hay que tomársela. Plotina, cuando su marido encontró la muerte en circunstancias poco claras en Asia Menor, más en concreto en la ciudad de Selinus de Cilicia cuyo nombre cambiaría a partir del luctuosos hecho en Trajanópolis, volvió con su cadáver a Roma acompañada de su sobrina Matidia y de su tutor Celio Taciano. Pero nos estamos yendo del tema.

         Si vamos a Cádiz en la actualidad, veremos que los gaditanos, agradecidos con esta familia, le han dedicado una de las calles de más “ambiente” de la ciudad: la calle Plocia en cuya entrada está el monumento a Antonia Gilabert Vargas, “mi” Perla de Cádiz . Gran fama tiene la calle por sus tabernas típicas y porque está a espaldas de la antigua fábrica de tabacos de Cádiz. En nuestra visita a la ciudad hace pocos días la hemos paseado asiduamente y hasta me he llegado a cortar el pelo en la peluquería de Virogas, un uruguayo que llegó a Cádiz hace una veintena de años y con el que estuve hablando de Mario Benedetti y de Eduardo Galeano, dos maestros uruguayos de la escritura (público y notorio es que los taxistas de Buenos Aires y Montevideo tratan de Deleuze y de Derrida como los de Madrid escuchaban a Encarna Sánchez). Pero creo que me estoy desviando otra vez de la historia de la familia Plocia…

 

RÓMULO Y REMO

 


         Cuentan viejas historia que un antepasado mío llegó de Troya. Mucho sufrió aquel esforzado varón, muchos caminos de espuma recorrió siempre por un mar embravecido. En tierras de Cartago, tuvo que dejar – así es el destino – a aquella mujer que lo amaba de veras y ver, a lo lejos, la pira humeante de Dido. Ya en tierras de Italia, remontó el Tíber hasta el lugar donde moraba el dios Saturno, al que Jano, rey del Lacio, recibió tras intentar matar a su hijo Júpiter y perder el imperio del cielo. Un descendiente de Saturno, Latino, le ofreció la mano de su hija Lavinia prometida a por su padre a Turno, rey de los Rútulos, que no sufrió en su corazón que su futuro suegro entregara a la muchacha que iba a ser su esposa a un advenedizo tan sólo porque los adivinos habían aconsejado que entregara la mano de su hija a un héroe extranjero y Lavino, al saber por boca de los emisarios de Eneas que el héroe troyano había llegado a Laurentia, decidió entregarla al recién llegado. La misma Juno abrió las puertas del templo de Jano y Turno se llegó a lo más alto de la ciudad para izar la bandera de sangre que llamaba a la guerra. Latino se mantuvo neutral y, tras la muerte de Turno a manos de Eneas, que ve en el rey de los Rótulos el cinturón de Evandro , firma la paz con los troyanos. Dice una vieja leyenda  que, luchando Latino con Mecencio, rey de Cere, desapareció y acabó convertido en Júpiter Latino.

         Tras esta desaparición, Eneas, el pius Aeneas de la epopeya virgiliana, sucedió a Latino en el trono, pero le cambió el nombre a la ciudad que pasó a llamarse Lavinio en honor de Lavinia,  su nueva esposa. Al morir Eneas, pues mortal era, su hijo Julo-Ascanio, el hijo que tuvo con Creusa, su primera mujer, aquella que en el incendio de Troya murió y que, cuando la iba a buscar, se le apareció para darle ánimos en su titánica empresa de fundar una nueva Troya, fundó una ciudad distinta y propia a la que llamó Alba Longa.

         ¡Diez generaciones reinó la dinastía del hijo de Eneas con reyes que encontramos en los libros de historia: Silvio, Eneas Silvio, Latino Silvio, Alba, Atis, Capis, Capeto, Tiberio Silvio, Agripa, Romulo Silvio, Aventino, Procas, Amulio y Numitor. Fueron estos dos los que fueron causantes de la fundación de Roma como veremos a continuación.

         Amulio era un hombre violento en cuya sangre hervía una ambición desmesurada. Siendo todavía un niño, le decía a su hermano Numitor que él y sólo él sería el rey de Alba Longa. Y así fue, pues Amulio expulsó a su hermano Numitor del trono aunque se habían establecido un turno y, para que no hubiera descendencia que lo pudiera suceder o reclamar el trono, mató a los hijos varones y a Rea Silvia la convirtió en Virgen Vestal y la encerró en un templo. Las Vestales tenían que permanecer vírgenes mientras ejercían su sacerdocio y tan sólo cuando ya a una edad avanzada lo abandonaban, podían tener hijos. Pero ya era tarde pues ninguna mujer salía del templo en edad de concebir. Amulio se aseguraba así el que no hubiera descendientes que le pudieran ni siquiera reclamar el trono.

         Sin embargo, para los dioses nada es imposible y tenían ellos otros planes. Una mañana, Rea Silvia bajó hasta el río para lavar los objetos sagrados del templo de Vesta. Llevaba, apoyada en un rodete sobre su cabeza, una tinaja de barro con los sagrados objetos del culto. Hacía calor y el sudor bañaba el cuerpo de la joven. Al llegar a un fresco soto, bajó por un suave camino que         llegaba hasta el río Tíber. A medida que bajaba, iba notando el frescor del río y cuando llegó a su orilla, se sentó en un prado ameno. Estaba cansada y un vientecillo fresco oreaba sus cabellos mojados por el sudor del esfuerzo. Sentada en el prado, oía el murmullo del río mientras sus ojos se deleitaban con la luz que quedaba amortiguada en su intensidad por el verde de las hojas. El agua, el viento, las hojas de los chopos eran en sus oídos un suave susurro que invitaba al reposo. Rea entonces abrió su vestido y dejó que su pecho recibiera aquel viento y aquella sombra mientras con la mano se iba arreglando los despeinados cabellos. Poco a poco, Morfeo se fue apoderando de sus ojillos y, al final, la mano que sujetaba el mentón cayó hasta el suelo. Entonces Rea se asustó, pero luego, semidormida,  dejó caer mansamente su cabeza hasta el suelo y se entregó al sueño tan plácidamente como cuando era un niña en brazos de su madre.

         Al cabo de un tiempo, Rea Silvia se despertó tan cansada como se había acostado. Había tenido un sueño o ¿era , acaso, algo más que un sueño aquello que ahora recordaba mientras el mismo viento se asustaba de la cara de Rea recordando lo soñado. La joven lo fue recordando poco a poco para sí: “Estaba entre los fuegos de Troya cuando la cinta de lana que rodea mis cabellos cayó entre ante los sagrados hogares. De allí, al mismo tiempo, admirable de contemplar, surgen dos palmeras, una mayor que la otra y ambas protegen el mundo con sus pesadas ramas mientras las estrellas rozan en sus altas copas.

         He aquí que mi tío paterno levanta su espada contra nosotros ellos. Me quedo aterrada al darme cuenta y mi corazón palpita de miedo. El pájaro carpintero, ave de Marte, junto a la loba pelean por el árbol gemelo y cada una de las palmeras recibió su protección.

         Así lo recordaba mientras con débiles manos levantaba el recipiente  que había llevado. ¿Qué le había ocurrido durante el sueño?

         Yo sólo os digo que así lo recordaba mi madre y así nos lo contaba siendo pequeños. También nos contaba que Amulio, lleno de ira por nuestro nacimiento, nos arrojó al Tíber, pero el río, de manera milagrosa, se apiadó de nosotros y nos dejó en la orilla, a la sombra de una higuera. Hubiéramos muerto de hambre si no hubiera pasado una loba que había perdido a sus lobeznos; se apiadó de nosotros, nos llevó a su cueva y allí nos dio de mamar.

         Otro día, mientras iba con su rebaño el pastor Fáustulo, oyó nuestros lloros y guiado por ellos encontró la cueva de la loba que estaba cazando en lo más alto de los montes. Aprovechando su ausencia, Fáustulo nos recogió y nos llevó a su humilde cabaña en la que olía a leche cuajada, a pan y a las verduras del huerto que la pastora cocía en un humilde lar. Era la mujer del pastor, Acca Laurentia, que nos recibió llena de alegría y con ellos nos criamos.

La cabaña de Fáustulo era pequeña, pero su mujer ponía más empeño en su cuidado que si hubiera sido el palacio de un rey. Todas las mañanas nos despertaban el olor de los requesones, de la leche cuya espesa nata untábamos en las rebanadas de pan caliente. Mi madre adoptiva, por encima de aquella nata, nos echaba un poquito de miel. ¡Qué detallista era! En primavera, Acra ponía flores en la mesa y toda la casa olía a la vida que renacía. En las cenas, el olor del almodrote llenaba todo aquel pedacito de Arcadia en el que vivíamos los cuatro. Algunos días, mi madre mojaba el pan en leche, lo rebozaba con huevo y lo freía en la sartén y, al igual que hacía con la nata de la leche, echaba por su superficie una capa de miel que parecía un cristal mágico en el que nos reflejábamos Remo y yo.

        

Tres veces seis años pasaron y en nuestra cara ya asomaba una barba rubia. Nosotros poníamos las leyes, hacíamos justicia, devolvíamos a sus dueños lo que los ladrones sin escrúpulos les habían robado. Un día, supimos la verdad y entonces yo, Rómulo, maté a  Amulio, el hermano de mi abuelo Numitor al que puse de nuevo en el trono.

         No quisimos quedarnos en Alba Longa y regresamos al lugar en donde el pastor, nuestro querido Fáustulo, nos había encontrado, la ribera del Tíber. En una de las colinas que nos rodeaban íbamos a fundar la ciudad nuestra, pero muy pronto empezaron las discrepancias entre nosotros pues yo quería fundar mi Roma en el monte Palatino, pero Remo quería fundar su Remoria en el Aventino. No valía en nuestro caso la ley de primogenitura pues éramos gemelos así que había que buscar otra manera de saber quién sería el rey y quién fundaría la ciudad en el lugar que había elegido. Un muchacho amigo, que se había venido con nosotros desde Alba Longa, tuvo la feliz idea: bastaría mirar al cielo y  que aquel que viera más buitres volando sería el nuevo rey fundador de la ciudad. Así lo hicimos : yo vi doce buitres y mi hermano, seis. Me había convertido en el rey. Al momento, cogí un arado y un par de bueyes. Agarrando la esteva con firmeza  tracé los límites de la nueva ciudad que los siglos venideros conocerán como Roma. Era el 21 de abril del año 753 a. C. Al terminar de trazar el pomoerium dije solemnemente que nadie, durante las ceremonias, atravesara los límites de mi ciudad. Remo no pensó que lo decía en serio y cruzó. Le dije que si no me había escuchado y me dijo que sí, que perfectamente, pero que él no era cualquiera, que era mi hermano gemelo. Mira Remo – le dije- tengo que echarte de esta ciudad, tengo que empujarte al otro lado del surco que acabo de trazar con el arado porque la ley no puede tener excepciones. “¿Qué ley?”- me contestó riéndose. “¿Y llamas ciudad a un surco que acabas de trazar con estos bueyes? Mira, para que veas lo que opino de tu ley, voy a saltármelo varias veces”. En nuestro viaje desde Alba Longa nos habían seguido algunos habitantes, no más de cien. Si dejaba que mi hermano se burlara de mí, había perdido la autoridad sobre mis gentes. Le volví a increpar y él se volvió a burlar. Fue entonces cuando nos peleamos y cuando yo, cansado de sus burlas y lleno de ira, lo golpeé. A causa de esas heridas, mi hermano murió a los pocos días. Nunca quise matarlo y me hubiera gustado que juntos hubiéramos gobernado Roma por turnos, pero su cabezonería y el destino jugó en mi contra. Estuvo un tiempo tan hundido que  quise marcharme de nuevo a Alba y trabajar allí de simple pastor como Fáustulo que, viviendo en su modestia, había sido feliz todo los días de su vida, pero me di cuenta de que Roma estaba llamada a grandes logros porque grandes logros tenían que salir de tan vidas legendarias. Lo demás no es menester que os lo cuente pues estará en los libros de historia que mis descendientes escribirán.

miércoles, 21 de agosto de 2024

GALA PLACIDIA

 


 

El viejo membrillo de mi huerto ha perdido las hojas durante el invierno. Ya el otoño hizo su labor y le fue vistiendo de oro su follaje; luego, quitando sin prisas esas hojas a cuya sombra me gustaba sentarme en el verano a leer. En las largas tardes del mes que lleva el nombre del emperador Augusto, me sentaba con un libro hasta que se levantaba un viento que golpeaba las ventanas abiertas de la casa, que recorría los desvanes, que alborotaba la paja del pajar.  Ese viento llevaba en su corazón un poco de otoño y, si me apuráis, un poso pequeñito de invierno. Había días que, a ese viento, le seguí la lluvia que anunciaba el otoño y el jardín se llenaba del aroma de la primera lluvia después de la sequía del verano. El monte nos prestaba su perfume que había tenido reservado en un frasco de ramas y tomillos para empezar el otoño. En las tierra de mi padre, tierra de grandes llanuras por donde vuela la avutarda, el ave lenta, el otoño se llena con los fuegos que prenden los labradores para quemar las rastrojeras y de noche, en la lejanía, se puede ver una línea de fuego en el horizonte. Pero yo nací muy lejos de esas tierras.

            Mis primeros recuerdos son las historias de mi ama sobre un buey que llevaba volando a una chica a la que había raptado en un playa mientras jugaba con él. Mi aya me avisaba: No te fíes nunca de los hombres; no sabes por dónde pueden salir. Pronto lo aprendí con mi hermano Arcadio que me echó de Constantinopla. Con mi otro hermanastro, Honorio, fui para Milán en donde estaba mi padre. Los días de niebla se sucedían en aquellas llanuras del Po y parecía que el cielo y la tierra eran lo mismo. Cuando murió mi padre, quedé al cuidado de Serena, la mujer de Estilicón, con la que aprendí lo que sé que es lo que se nos permite a una mujer. Pero os confieso que yo siempre quise saber más y me dediqué por mi cuenta a leer todo lo que encontraba. Me parecía que, con un libro en las manos, nada me podía pasar; que los lemures y, hasta la misma muerte, me dejarían tranquila.  Con esa idea, viví en los palacios de Milán y de Roma, la capital del imperio, la Urbs.

            Estilicón y Serena querían vincular a sus hijos con la familia imperial. Para ellos era una manera de demostrar que eran tan romanos como nosotros pues Estilicón era hijo de un militar vándalo y de una romana. Y así casaron a su hija María con mi hermanastro Honorio. ¡Qué hermoso Epitalamio compuso Claudiano para la ocasión aquel que empieza así:

 


Hauserat insolitos promissae virginis ignes
Augustus
 primoque rudis flagraverat aestu;
nec
 novus unde calor nec quid suspiria vellent,
noverat
 incipiens et adhuc ignarus amandi.

 

 A mí, me casaron con su hijo Euquerio que estaba emparentado con mi padre ya que Serena era su sobrina. Yo ostentaba el título de nobilísima por medio del cual podía transmitir la dignidad imperial.

            Sin embargo, mi vida se truncó de golpe con la llegada a Roma de Alarico y me convertí en su rehén.

            Han vuelto los gorriones al membrillo. Vuelan primero varias veces alrededor de él como si estuvieran buscando la rama en la que posarse y se acaban posando en ella porque son libres. ¿He sido yo libre alguna vez? Honorio, mi querido hermano, me obligó a casarme con el general Flavio Constantino y de él tuve dos hijos, Valentiniano y Honoria. No me preguntéis si amé a Flavio. Sólo puedo deciros que si a alguien he amado en mi vida fue a Ataúlfo de quien tuve a ese pobre niño al que enterramos en Barcelona en una mañana en la que el viento del mar se empeñaba en agitar las túnicas de los sacerdotes. ¡Mi pobre Teodosio que tampoco pudo reposar en aquella ladera junto al mar porque se lo acabaron llevando al mausoleo imperial de la Basílica de San Pedro! Poco duró mi matrimonio con Flavio pues, a los cuatro años, murió y me dejó sola con mis hijos. Yo entonces me refugié en mi hermano Honorio al que tanto he querido y las gentes de lenguas viperinas dieron en decir que éramos amantes y que yo me había aliado con los visigodos para matarlo. No sabían lo que decían. Si era su amante, ¿por qué iba a intentar matarlo? De nada valieron mis protestas, mi confesión de la verdad a los cuatro vientos. Me sacaron de Rávena al anochecer y el alba del día siguiente me encontró camino de Roma y, por si ese exilio fuera poco, me enviaron otra vez a Constantinopla.

            Mi queridísimo hermano Honorio murió en el 423 y mi hijo Valentiniano fue nombrado César en Salónica un 23 de octubre del año 424 y un año después, en Roma, Augusto y emperador de Occidente cuando tan sólo tenía seis años.

            Es probable que muera en Roma, la ciudad en la que me encuentro ahora y en la que soy, a mi manera, feliz. He mandado edificar las basílicas de la San Juan Bautista  y de la Santa Cruz en Rávena y he terminado las obras de la basílica de San Juan Laterano en Roma.  Creo firmemente que, cuando muera, en una revuelta de ese camino que nos lleva con nuestros antepasados, me estará esperando, para darme un abrazo, aquel joven judío en el que he creído con fervor. En él pongo mis angustias y él guía mi vida.  Nescio quo vadam, sed quis me ducat scio. Como se dice en el Ordinario de la Misa: Por Cristo, con él y en él, a ti Dios padre omnipotente, por la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.  

HIPATIA DE ALEJANDRÍA

 


'Oταν βλέπω σε, προσκυνῶ, καὶ τοὺς λόγους,

τῆς παρθένου τὸν οἶκον ἀστρῷον βλέπων,

εἰς οὐρανὸν γὰρ ἐστι σοῦ τὰ πράγματα,

Ὑπατία σέμνη, τῶν λόγων εὐμορφία,

ἄχραντον ἀστρὸν τῆς σοφῆς παιδεύσεως.

 

Reverenciada Hipatia, ornamento del saber,

estrella inmaculada de sabia formación,

cuando os veo a ti y a tu discurso,

yo te adoro mirando al hogar celestial de la Virgen,

porque tus quehaceres están en el cielo.

— Antología Palatina, IX, 400.

 

 

HIPATIA DE ALEJANDRÍA

 

                  Alejandría, con la llegada de la noche, se deja acariciar por el mar que llega hasta ella en forma de un olor salado que va ocupando las esquinas que se van llenando de sombras. Un olor a las mercancías del puerto va ocupando poco a poco la ciudad y dejando en las casas la señal indeleble de las mercancías que van descargando los barcos en los muelles durante el día. Entonces, me asomo a la ventana de mi celda y veo ponerse el sol que, al hundirse en el mar, hace que su luz lo tiña todo de sangre. Sangre, sí; hay demasiada sangre en Alejandría en estos días en que os escribo.

         ¡Qué hermosa es esta ciudad! Recuerdo sus amaneceres con los barcos lejanos cargados de especias que llenaban el alba con sus aromas; recuerdo las tardes en el puerto, con mil marineros de mil países distintos que hablaban sus mil lenguas con sus mil acentos distintos. Yo era una niña y me gustaba escuchar sus voces mientras las noches se iban aposentando por las callejas llenas de perfumes. Cada calle tenía el suyo y por el olor las podíamos reconocer a ciegas. Había calles en donde olía la madera que trabajaban los ebanistas y carpinteros; había calles en donde olía a la lumbre de las fraguas; había calles en las que olía al barro fresco de los alfareros y al mimbre dócil de los cesteros. En otras calles, se quedaba pegado a mi cuerpo el olor espeso y dulzón de los fuertes perfumes que usaban las prostitutas que recibían a los marineros en sus lupanares. En los barrios populares era el olor al pescado frito el que llenaba el aire. Alejandría no olía lo mismo en primavera que en verano, en otoño que en invierno. Así, cuando las hojas de los árboles de los jardines se caían como caen las generaciones de los hombres según el viejo Homero, los jardineros las quemaban en hogueras que dejaban por el aire impreso el olor del otoño; en invierno, era el olor de los pasteleros que cocían los panes; en primeva, el olor delicado de los lirios que florecían en los jardines. Y el verano, ¡ay, el verano! era una sinfonía de colores y de olores.

         Todo empezó con la llegada del obispo  Cirilo, el sucesor de Teófilo. Fue entonces cuando comenzó esta ola de sangre imparable como si el Nilo se hubiera desbordado y fuera inundando poco a poco esta ciudad.

 

         Sé que algún día esa ola de sangre llegará hasta este cuarto en el que escribo y sé que no la podré evitar por mucho que la  huya.

         ¿Acaso los cristianos no son seguidores de Cristo, ese profeta que murió en la cruz  y que no se cansaba de repetir  que había que amarse los unos a los otros? ¿Dónde está tu amor al prójimo, Cirilo, tú que persigues a los novacianos, a los judíos, a todos los que no piensan como tú? ¿Es así como sigues a Cristo, mancillando tu espada con la sangre  de los inocentes que son tus enemigos tan sólo porque no creen lo que tú crees ni piensan como tú piensas? ¿Así pones la otra mejilla, Cirilo? Yo, bien lo sabes, no soy cristiana ni nunca lo seré. Para mí no hay más Dios que la razón que me guía en mis descubrimientos. Como Lucrecio, creo que los dioses, en el caso de que existieran, no se ocuparían de nosotros, pero también mi razón, siguiendo una ley natural tan antigua como el hombre, me dice que matar nunca será lícito y que nunca hay ni habrá razones para asesinar a un semejante. Todos los seres me merecen un respeto y ningún dios me haría que los maltratara y, mucho menos,  que los matara.

         Sé, Cirilo, que me acabarás matando porque mi libertad te molesta. Necesitas siervos y esbirros a tu lado que no piensen por sí mismos. En el fondo, sé que siempre será así y que, aunque pasen los siglos, los políticos como tú se rodearán siempre de colaboradores sumisos que tan sólo sepan aplaudirles los crímenes. Una mujer libre, estudiosa y suficiente no encaja en tu mundo de esclavos.

         ¡Mátame, Cirilo, mátame, pero mi voz seguirá hablando en las bocas de los seres libres, de los seres que no necesitan ni Dios ni amo!

         Un mirlo canta de pronto en la tibia madrugada. Su canto me está contando de  la primavera que no veré.

         ¡Cuánto te recuerdo, Orestes, discípulo mío, luz de este Nilo que se va vistiendo con sombras de muerte! Tu culpa fue que cumpliste con tu obligación e informaste al emperador de las malhadadas acciones del patriarca Cirilo que te pidió que te sometieses al Evangelio. ¿A qué Evangelio si no había perdón en sus palabras y sí puñales de odio? Llegaron entonces quinientos monjes  del desierto de Nitria para proteger a Cirilo y, al ver a mi Orestes que iba en su carro, lo insultaron de mala manera y lo llamaron pagano y adorador de ídolos. “¿A mí me llamáis eso? ¿A mí que soy cristiano y que el Patriarca de Constantinopla me bautizó?” Entonces, uno de los monjes, de nombre Amonio, le lanzó una piedra. Los soldados lo detuvieron y sufrió castigo, muerte y tortura. Cirilo se apropió de su cuerpo y lo enterró como un mártir. Fue entonces cuando empezó a correr la especie de que yo había sido la causante de esta disensión.

         Estamos en Cuaresma y la sangre de Cristo no tardará en correr. Nunca tuve nada contra ese judío; al revés, admiro su vida sencilla, siempre al lado de los pobres, de los enfermos, de los marginados. Mi amor por Grecia es el amor por la belleza y el amor a la belleza me lleva a la belleza suprema de ese Dios único de los judíos, ese καλὸς κἀγαθός. Jamás estaré de acuerdo con la violencia y creo firmemente que el fanatismo, ese monstruo de corta mirada, es el peor mal que les puede suceder a los hombres pues prende en el pueblo, sino en la muchedumbre voluble y siempre sedienta de sangre. Si cogiéramos a los seres humanos uno a uno, ninguno aprobaría el asesinato, pero la masa se deja seducir por la sangre que la alimenta y la envalentona.

         Sé muy bien que un día un fanático me sacará de mi carruaje y me llevará al Cesareo; que allí las masas dispondrán de mi cuerpo hasta que no sea más que un guiñapo sangriento. No me importa mi muerte si mi sangre es la última que va a correr por las losas del Cesareo, si con mi muerte la masa deja de pedir esa sangre que la lamenta, monstruo insaciable.

         A todos perdono y, en especial, a Cirilo. Tu Jesús te habría perdonado como perdonó a Judas Iscariote que lo entregó.

         Ya la noche, que me ha parecido llegar a grandes zancadas tal y como llegará el otoño con sus atardeceres suaves de olor dulce, va cubriendo los campos de  Alejandría y un cielo de sangre acompaña la retirada del sol. Me han dicho que un lector llamado Pedro me busca para matarme. ¡Sea, dios desconocido, sea tu santa voluntad! Hipatia de Alejandría será otra sombra más en la noche de la muerte, pero los siglos venideros recordarán  mi luz y mi nombre se alzará contra el fanatismo que  toda religión puede llegar a ser.

         ¡Hermanos, luchad por vuestro libre pensamiento y no os dejéis atrapar por los locos que no ven más que sus creencias y que creen que las suyas son las únicas verdades!

         Calla la muchacha sabia y mira al río. Poco a poco, un viento inmisericorde recorre la ciudad que fundó Alejandro y envuelve  a la joven que sigue mirando atenta a la puesta del sol.

         Hipatia muere en paz mientras un Nilo de sangre  que se abraza al Mediterráneo va dejando sus limos en las riberas.  El viento del desierto hace cantar los olivos que como flautas de los montes resuenan en la noche sagrada. ¡Que los dioses, cualesquiera que ellos sean, me acojan en su paz!

 

CORIOLANO

 


CORIOLANO

δ Μάρκιος τέρων μλλον μπαθς γεγονς πρς τος πολεμικος γνας, εθς κ παιδς τ πλα δι χειρς εχε, Vida de Coriolano – Plutarco – Vidas Paralelas

Dominaba entre las demás pasiones de Marcio la de la guerra, y así desde niño empezó a manejar las armas;

Traducción de Ranz Romanillos

            ¡Malditos seáis, plebeyos! ¡Malditos vosotros y todas vuestras familias que me habéis traído la mayor ruina que un hombre puede soportar!

No necesito explicar (todos lo sabéis) por qué hice defección hacia los volscos. Yo tomé Corioli y salvé al ejército romano de una derrota segura porque me di cuenta de que los volscos se retiraban y, reuniendo un puñado de valientes, entré en la ciudad. Con unas teas, incendiamos las casas más cercanas a las murallas y los volscos, aterrados al ver los incendios, se rindieron al momento. Roma me dio la fama que merecía por mi acción y me convirtió en un héroe. Sin embargo, una de mis virtudes (para otros un defecto) es que nunca me he podido callar y, cuando la hambruna de Roma, acusé a los plebeyos de no dejar que se trabajaran las tierras y, ¡además! de pedir que se repartiera la anona. Me negué a ese reparto y los señalé con toda la claridad y energía que pude. Entonces ellos hicieron uso de la única arma que conocen: la mentira. Empezaron a decir que mi vida lujosa (para ellos, claro) se debía a que me aprovechaba de los fondos públicos y los senadores los creyeron porque hay que tener contenta a la plebe. Nadie recordó mi hazaña, nadie se acordó que yo había sido declarado héroe, nadie hizo memoria de mi valentía frente a los volscos y me llevaron a la cárcel. ¿Hay ignominia mayor que ésta? No contentos con esta atrocidad, me echaron de la ciudad. Al principio, no sabía dónde ir, pero al cabo de unos días, pensé que, si Roma no me quería, me querrían los volscos que habían sido derrotados por mi espada. Entré disfrazado en su ciudad y me llegué a la casa de Tullius Aufidius, un noble volsco. Me recibió sin saber quién era y, cuando me descubrí y le conté lo que había pasado, no se podía creer que Roma tratara tan mal a sus héroes. Bien es cierto que, al principio, no entendió mi ira, pero, más tarde, tras tomar un mulsum en la serenidad de la tarde, me dio la razón y comprendió mi desengaño. Nos pusimos de acuerdo en enviar legados  a los ecuos y a los hérnicos que nos respondieron con sendos embajadores cuyos caballos tordos llenaban de relinchos los valles mientras venían a Anzoli. Con ellos como aliados, saqueamos las ciudades del sur de Roma y nos llegamos hasta sus mismísimas murallas. Quería vengarme de la injusticia que mis conciudadanos habían cometido conmigo y la sangre se alborotaba en mi cuerpo al ver la piedra de la muralla de la ciudad que también había sido mi ciudad; en ella, cuando era un niño, iba poniendo muescas para señalar cómo iba creciendo el hombre que hoy soy. Acepté una delegación del Senado (el mismo Senado que me había encarcelado y expulsado) que quería negociar una rendición sin que la sangre llegara a manchar las glebas que trabajaban los plebeyos. De nada les sirvió. Que sepan que Coriolano no tiene piedad ni pacta con aquellos desagradecidos que lo expulsaron por ser un héroe y por decir la verdad, esa verdad que yo llevo como una brasa en mi boca que tengo que escupir porque me quema.

         Está anocheciendo. El sol se va ocultando poco a poco y las siluetas se van desdibujando  como si quisieran desaparecer en el aire, pero,  mientras Helios se oculta, va dorando las piedras de las murallas de Roma. Estoy sentado a la puerta de mi tienda y mis huestes beben con alegría pensando en la conquista la que fue mi ciudad amada. Estoy lleno de resentimiento y tan sólo quiero ver a los romanos arrastrase a mis pies y pedirme perdón. Sólo eso calmará la sed de venganza que me arde por dentro y que ni todo el agua del Tíber sería capaz de apagar. Para mí, la ciudad en la que nací es una ciudad extraña por la que, cuando entre, iré con una tea encendida como aquella vez en Coroli, quemando sus casas una a una porque sólo la muerte que conlleva el fuego puede calmar mis afanes de venganza. A veces, este deseo de venganza altera de tal manera mi corazón que me parece que un águila bate sus alas en mi pecho.

         Mas ¿qué veo? Vienen hacia mí mujer y mi madre. Se están llegando a mí y veo que los ojos azules de Volumnia se han ido apagando como la tarde y que son ahora como dos piedras negras que reflejan las estrellas que han comenzado aparecer. Ahora que la tengo a mi lado, son como dos cielos en miniatura que me miran desde lo más profundo de su alma. También mi madre, Veturia, me está mirando con ojos suplicantes ahora que ya el sol es un recuerdo en las colinas envueltas en la noche. No me han hablado aún, pero sé lo que quieren ellas y todas las matronas que las siguen. No, no puedo ceder, no puedo permitir que la historia diga que Cayo Marcio Coriolano cedió ante los llantos y las súplicas de dos mujeres.

         Volumnia  y Veturia avanzan y  se sitúan frente a Coriolano que se tapa los oídos.

-                     Hijo, depón las ramas. Los muertos que tus ejércitos cuenten como enemigos son tus amigos de las calles, los que contigo jugaron, los que contigo salían de las murallas para jugar a los asedios. ¡Cuántas veces la tarde os vio sumidos en estos juegos! Hijo, mira que tus armas se teñirán con la sangre de tus vecinos. No tengas rencor a Roma pues, aunque obró mal contigo, sigue siendo la ciudad en la que naciste. Cayo, hijo, por Volumnia y por mí, no lleves el fuego a las murallas que te vieron nacer.

-              ¡Es que no hay nadie que se lleve a estas mujeres de mi presencia!

-           ¡No le escuchéis, volscos! ¡Es su madre, la que le parió la que le está hablando! Sí, la que le amamantó  y le acunó. Si quieres destruir Roma, empieza por mí y atraviesa con tu espada los pechos que te amamantaron.

 

Se escucha un murmullo y Coriolano retrocede. Se acerca su esposa Volumnia.

 

-                       Cayo, esposo, no te dejes guiar por la ira, tú, el más dulce de los maridos, el más atento de los hombres. ¿Vas  a poder más tu rencor que mi amor? ¿Va  a poder más tu ira que tu ternura? ¿Va a poder más tu furia que mis caricias de esposa entregada al amor de su vida? Cayo, por mi madre y por mí, deja este asedio y ven con nosotras a casa.

Coriolano se vuelve a sus tropas y se arrodilla. Se tapa la cara con sus manos para que no vean que llora como un niño.

-                     ¡Malditos romanos, malditos plebeyos, malditos volscos! ¡Entre todos habéis arruinado mi vida! Yo era un hombre feliz, un héroe. La gente me paraba por las calles sucias de lodo e inmundicias para abrazarme, pero tuvieron que ser aquellos malditos envidiosos los que empezaran a contar aquellas mentiras sobre mí. Yo no podía consentir que vosotras pensarais que vuestro Cayo había malversado fondos públicos, que vuestro Cayo buscaba la sedición, que vuestro  Cayo no podía ser cónsul porque la envidia se lo impedía con mano de hierro. ¡No me dejaron elección, madre!

Coriolano se vuelve y se dice para sí a las matronas romanas.

-         ¡Madre, esposa, ¿por qué me hacéis esto? Sabéis cómo soy y que no podré luchar nunca contra vuestras súplicas.

Después se enfrenta a ellas con decisión.

-         ¡Marchaos de aquí antes de que os mate a las dos con mi espada!

Ambas mujeres avanzan y se paran frente a Coriolano.

-         Aquí tienes nuestros pechos, Cayo. ¡Que tu espada los atraviese de parte a parte antes de que entres en Roma con tus tropas!

Ambas mujeres caen de rodillas. Coriolano avanza hacia ellas con la espada desnuda. La levanta y la blande en el aire. Temblando se queda con su arma en los más alto, como una extraña figura, tallada por un escultor enloquecido. Luego, dando un terrible grito  cuyo eco aterra los montes la deja caer y las abraza.

-         ¡Dioses inmortales, sin vosotras,  qué solo estaría en esta tierra!

Con su mano, ordena a las tropas que se retiren y las tropas volscas de Coriolano se retiran,  con las cabezas gachas,  rumbo a su ciudad.