miércoles, 21 de agosto de 2024

CINCINATO

 


CINCINATO

         

         Desde mis tierras veo Roma, la Urbs, a la que he gobernado varias veces yo, que no soy más que un simple agricultor, un granjero que tan sólo sabe de collerones, de cinchas y de gamarras. La primera vez, si mal no recuerdo ahora que una niebla pertinaz va cubriendo mis ojos, fue cuando tenía cincuenta y nueve años. Lucio Publio Valerio Publícola me llamó para que actuara como mediador entre los tribunos y los plebeyos por la Lex Taerentilia Arsa que no dejaba que los plebeyos unieran sus fincas y se convirtieran en latifundistas. Una plebeya, Cloelia, que era griega de nacimiento, lideró aquella revuelta y los plebeyos, con esa mujer al frente, se retiraron al monte Sacro. No me han gustado nunca los plebeyos que quieren atribuirse los derechos que tenemos los patricios, pero intercedí como cónsul y la ley fue retirada. Podía haberme quedado en el gobierno de Roma, pero, tan pronto como acabé, me vine a mis tierras, uncí mis bueyes al yugo y con la mano en la mancera fui escribiendo versos en la tierra porque yo, a mi manera, soy un poeta que sabe trazar sus surcos como si fueran versos saturnios. Venid a mis tierras y leeréis en ellas mis poemas.

         Al cabo de dos años, cuando los ecuos y los volscos invadieron Roma, el senado se acordó de nuevo de este pobre labriego y me nombró dictador que, como la ley prescribe, tan sólo puede estar llevando el arado de Roma por seis meses. No se me olvida cómo una tarde, ya casi a la puesta del sol, vi a los lejos, a la otra orilla del Tíber, una nube de polvo que se acercaba y que cruzaba el puente. Al acercarse a donde yo estaba, comprobé que era un jinete que desmontó, me saludó y me dijo:

-         Salve, Cincinato, el Senado de Roma te necesita.

Yo tenía en mi mano la mancera y cuando el mensajero me dio su encomienda, apoyé el arado en una vieja encina,  desuncí al buey, lo llevé al establo y entré en mi casa. Pedí a mi esposa la toga con la orla de púrpura, me la puse y salí a caballo por él camino de la Urbe. Una vez allí, me puse al frente de las tropas romanas y, de la misma manera que había tenido en mi mano la mancera, empuñé mi espada y me dirigí al campo enemigo. Ordené levantar una empalizada como las que tengo en mis corrales y atacamos. Los ecuos, encerrados en las vallas, se rindieron y yo les di la libertad a cambio de que depusieran sus armas. Ellos las entregaron a los jefes romanos y , aquella misma tarde, volví a montar en mi caballo, llegué a mi casa, cambié la toga por la túnica, fui a buscar al buey al establo, lo uncí al arado y de nuevo, con la mano en la esteva, seguí escribiendo versos en mis tierras.

Mi segunda dictadura fue el año pasado, en el año 439 a.C. cuando ya había cumplido mis ochenta años. Otra vez vi cómo se acercaban unos jinetes,  algunos de ellos con las fasces de los lictores, y me pedían que me hiciera cargo de la tremenda situación en Roma que padecía un hambre tan terrible que muchos, desesperados, se lanzaban a las aguas del Tíber. Fue entonces cuando Espurio Melo, un hombre muy rico, se dedicó a comprar trigo a los etruscos y a repartirlo entre la plebe hambrienta que lo seguía como un perrillo a su amo y que , al poco, le prometió que lo haría cónsul. Melo era un tipo peligroso que guardaba armas en su casa, que mantenía, amparado por la noche, reuniones secretas para acabar con nuestra República y que sobornaba a los tribunos de la plebe. La libertad santa de Roma estaba en peligro y pensaron de nuevo en este pobre agricultor. De nuevo me vestí la toga y me llegué hasta Roma. Llamé a Cayo Servilio Ahala, que era el magister equitum, para que le dijera a Melo que el dictador los llamaba. Melio se dio cuenta de que mi citación tenía la idea de acabar con sus planes y huyó hacia el pueblo al que tanto había sobornado con su falsa generosidad. Pero Servilio lo detuvo y lo mató. Cuando se llegó a mí para contarme lo ocurrido, le dije:

-         Cayo Servilio, ¡Gracias por tu valor! ¡El Estado se ha salvado!

También aquella misma tarde, volví a montar en mi caballo y regresé a mi finca. Me quité la toga, me puse la túnica y volví a mis versos en mis tierras.

Y en ellas sigo cuando ya mis ojos se van cubriendo con una niebla que es muy parecida a la que, por las tardes, va cubriendo el lecho del río. Cada día, sigo escribiendo mis versos y un día, no muy lejano, yo seré tierra de mi tierra y otro escribirá sobre mí los versos que yo ahora escribo. Quiero que se me recuerde como lo que fui: un campesino, un granjero, un labrador que se quedaba embebido viendo ponerse el sol por detrás de los lejanos cerros que eran las lindes de mi fundus y que escribía con sus aperos hermosas geórgicas. Apenas sabía de leyes, pero os puedo hablar del timón, de los clavijeros, de la cama, de las vilortas, de la reja, de los ramales, del pescuño, de la telera o de las orejeras. Os puedo hablar de la luna en las que hay que plantar el trigo y del tempero de la tierra; de cómo ordeñar mis cabras y mis ovejas; de cómo cuidar mis colmenas o de cómo podar mis vides, dirigir sus pámpanos o enterrar los mugrones para que agarren y tengamos una nueva planta; de cómo o hacer injertos en mis frutales a los que les hago llegar el agua, para que el verano romano no les haga sentir sed,  por medio de alcorques y canalillos de tal forma que, en sus troncos, se forman unas lagunillas que, a la tarde, se hacen de oro con el trabajo de orfebrería del sol que se oculta en las colinas. Podría hablaros de cómo recojo la leña para que el fuego arda en mi casa en el invierno y de cómo uso los sarmientos para  poner la lumbre en la que aso los lechazos o los cochinillos por las Saturnales. Hay que saber reconocer e tempero, la sazón para sembrar y hay que saber distinguir los humores de la tierra porque la tierra, como los seres humanos, tiene sus humores. Esos conocimientos los aprendí de mis abuelos y de mis padres y se los he trasmitido a mis hijos y nietos. Es la tierra la importante porque de ella venimos y a ella volveremos y los seres humanos no somos más que criaturas de esa Gran Madre Tierra que en ocasiones, quizás saturada por la sangre y el odio por el que tantos humanos inocentes mueren, se convierte en terrible madrastra de la que tienen que huir sus habitantes  y marcharse a otros lugares hasta que la riada de odio pase como pasa la crecida de un río enloquecido por una tormenta. Cuando muera, me gustaría que mi cuerpo cupiera en una nuez y en ella quedarme para siempre mientras los membrillos del huerto amarillean y mis hijos y nietos recogen los membrillos para, en una tarde en la que el calor del sol queda como testigo en las paredes que lo acogieron durante la tarde y, al tocarlas, se siente como que el verano aún vive en el adobe y la cal, hacer el dulce que, guardado con cariño en la bodega, les traerá el sol del otoño cada vez que lo abran para comerlo con el queso que reposa también en los hondones de la humilde bodega de la que fue mi casa.  Que me llamara Lucio Quincio Cincinato apenas tiene importancia como no la tiene que el Tíber se llame Tíber o que una de las colinas de Roma se llame Palatino. Nada somos más que polvo de estas tierras agradecidas, de estas tierras que siempre defendía, con mis manos en la hoz o con mi mano en la espada. ¡Que nunca Roma olvide su origen campesino le ruego cada noche a Saturno! Que aunque, algún día, sea la dueña del mundo, no se olvidé de cómo se guía un buey y se agarra un bieldo o se coloca un yugo. Si algún día se olvidara Roma de estas sencillas funciones, no creo que durara mucho. Si algún día se llenara de soberbia y sus gobernantes se creyeran iguales a los dioses, su condena sería desaparecer. Os lo dice este pobre agricultor vestido con su túnica a la sombra de una higuera de ancha copa mientras veo a mis ovejas en la majada y siento en mi corazón de campesino que el trigo va creciendo en silencio cada noche hasta que un día el mar de sus espigas sea brizado por el viento. Os lo dice Cincinato, el hombre que salvó Roma dos veces y que seguirá en sus tierras hasta que el padre Júpiter le ordene reunirse con sus padres.

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