viernes, 8 de junio de 2018

SEBASTIÁN DE COTES, OTRO OLMEDANO DE PRO




Nada sabemos, por desgracia, sobre la fecha de nacimiento de este olmedano que era hijo de García Cotes y Rivera, regidor de Olmedo, y de Felipa de la Cárcel.  Estudió en el colegio del Arzobispo Fonseca, en Salamanca, en cuya universidad llegó a ser catedrático. El olmedano embarcó para Nápoles a donde iba con el cargo de oidor de la Regia Cámara Sumaria del reino, pero, como el chico apuntaba maneras, llegó hasta presidente. Inocencio XII le concedió un deanato en Tudela con el que, muy hábilmente, le aseguraba el pan para el resto de su vida.
Ya en España, Carlos II lo nombró miembro del Consejo de Italia, en 1696, Consejero presidente del Consejo de Hacienda; en 1698, está Sebastián en el Consejo de Castilla y, dos años antes de su muerte, en 1701, es comisario general de la Santa Cruzada. Murió en Madrid, en 1703 y es menester reconocer, ante todo, que al olmedano Cotes le tocaron muy malos tiempos con ese pobre rey enfermo. No obstante, tuvo tiempo para escribir algunos tratados sobre en leyes en latín que, de seguro, no han sido tan leídos como las infames novelas de Màxim Huerta, vergonzante ministro de Cultura.



LA SANGRE DE CRISTO




Como hace poco fue el día del Corpus Christi, me gustaría contaros una historia que tiene un gran interés. Nos tenemos que trasladar a la Argentina, al año 1999 y la parroquia de Santa María. En plena misa, de la Hostia ya consagrada, empieza a manar un líquido rojizo. El obispo de la diócesis de Buenos Aires, al que se le hizo saber el extraño suceso, decidió abrir una investigación y se la encargó – con muy buen criterio para que nadie pensara que era una historia de curas-, a un médico ateo. Este médico realizó tres series de pruebas en tres países diferentes del mundo. Todas las pruebas estaban de acuerdo: era sangre humana, que contenía glóbulos blancos intactos, y músculo de corazón “vivo”, miocardio ventrículo izquierdo, además de glóbulos rojos.  Ya sé que para el que, por desgracia, no tiene fe de nada le valen hasta los análisis científicos, pero, como en tantas ocasiones, los hechos fueron, para la ciencia médica, absolutamente inexplicables. Fijaos que no estamos hablando de la Edad Media, sino de tan sólo diecinueve años desde que se produce el hecho y tan sólo doce desde que se publicaron los resultados pues se tardaron más de siete años en realizar las pruebas. Decía antes que no creo que ningún no creyente se haga creyente y digo ahora que a los católicos no nos hacen falta las pruebas: “sabemos” que Jesús está presente en “carne viva” en la Eucaristía por un milagro de amor y el amor no tiene barreras. No intentemos entenderlo porque nuestra inteligencia es muy pobre para estos misterios y, el mero hecho de intentarlo, casi un acto de soberbia. Pensemos  tan sólo en el Amor Supremo de Cristo que quiso quedarse con nosotros y se quedó en la Eucaristía con su cuerpo y con su sangre.  Por cierto, se me ha olvidado deciros que el arzobispo de Buenos Aires por aquellos años era un “tal Jorge Mario Bergoglio”; sí, el actual papa Francisco. Ahí os dejo este testimonio para que oréis un rato.


viernes, 1 de junio de 2018

LA VENDIMIA


LA VENDIMIA

 

 

A los boecillanos de Barcelona que siguen vendimiando en sueños

 y a Mariano Villafruela que sabe tanto de la vendimia .

 

 

Todas las mañanas hago el mismo recorrido: bajo por el Paseo de Gracia, me llego hasta la Plaza de Cataluña; allí me siento en un banco, miro las palmeras y les doy de comer a las palomas. Luego por la Ronda de Sant Pere me voy hasta el parque de la Ciudadela y desde allí  hasta la Estación de Francia. Otras veces cambio el paseo y es la de Sants el final de mi escapada. En primavera recorro el Paseo de Colón para ver el mar. No lo conocía hasta que llegué a esta ciudad. Fue hace ya, no sé, cuarenta años quizás. El tren había salido de un pueblo vecino al mío y, siguiendo lo que llamaban la línea de Ariza, había dividido con su marcha Castilla y Aragón hasta dejarme en una estación llena de gente; gente que también emigraba a esta tierra con un hatillo y un haz de esperanzas; gente que buscaba aquí lo que el pueblo no les podía dar. Aquella noche dormí en una pensión destartalada en la calle de Numancia. Estaba solo y al acostarme en aquella cama desvencijada me acordé de Mercedes que se quedó con Glorita, nuestra primera hija, la única que nos nació en el pueblo,  esperando que les mandara mi primer sueldo para que se pudieran reunir conmigo. Vinieron cuatro meses después y, hasta que pudimos encontrar un piso barato de alquiler, vivimos en un pensión barata de la calle Entenza.  

 

Hoy me he sentado en el puerto como en mis tiempos de estibador. El mar golpea monótono contra el malecón; los bolardos sujetan con firmeza las maromas de los barcos que parecen que quieren escapar. Como yo. Si pudiera volvería a aquella mañana en que mi madre me llamaba desde la cocina. Apenas había podido dormir con la emoción de mi primera vendimia. Cuando el sol de Octubre llenó mi habitación de una luz dorada y cálida, yo ya llevaba despierto mucho rato espiando los ruidos en el corral, queriendo oír las voces de los vendimiadores. ¡Que no se marchen sin mí! me decía mientras me levantaba y me vestía. Corrí para incorporarme a las cuadrillas y de repente me sentí más hombre. Esta noche, pensé, podré llegarme hasta la ventana de Mercedes y allí, vestido con mi camisa blanca y mi pantalón nuevo de pana, decirle que me gusta. Y luego, cuando me haya dicho que yo a ella también, liarme un cigarro y fumármelo muy despacio como hacía el Matías, el mayoral,  en la taberna cuando venía de marcar a los toros. Pero los vendimiadores se rieron de mi presencia. “¿Dónde vas tú, chaval? ¡Que éste es un trabajo de hombres!” Lleno de rabia les quería demostrar que podía llevar tantos cestos como ellos, que podía llevar tanta uva al lagar como el más veterano. Pero no confiaban en mí y -  recuerdo - me encargaron de cuidar la ropa y de llevar el burro por el ronzal, mientras ellos se reían y hablaban de cosas de hombres.

 

Llevando a Andaluz del ronzal llegué al viñedo. Las uvas colgaban dispuestas ya para su vendimia. Comenzaron a vendimiar y los racimos se dejaban coger por las manos de aquellos hombres que los iban echando en los covanillos. Algo de su sangre goteaba al suelo como si aquellos bárbaros hubieran violado a una diosa antigua que habitaba entre las viñas. El río, a nuestros pies, nos miraba con su mirada de siglos y guardaba silencio. Yo miraba también y callaba.

 

La voz del capataz rasgó la mañana: “¡Ea, muchachos, a almorzar!” Y fue el primero en pasar la bota que fue corriendo de mano en mano hasta llegar a mí. “¡El zagal que no beba, que le puede hacer mal!” Cogí la bota con rabia y el vino me refrescaba la lengua, chocaba en mis dientes, limpiaba mi gaznate del polvo del camino y del viñedo. ¡Qué se habían creído esos! ¡Yo ya no era un niño! ¡Esta noche verían lo que ya tenía de hombre! “¡Mirad cómo bebe el rapaz”! Mi padre se acercó sonriendo y me quitó la bota. “Si sabes beber, sabes trabajar” Y me dio esta navaja que tengo ahora en mi mano, a la que acaricio como si fuera la mano de una mujer, como acaricié la mano de Mercedes aquella misma noche Yo la esperé en la ventana. Había liado ya mi primer cigarro y entre toses le iba dando las primeras caladas. La luna jugaba al escondite con las nubes y unos mozos borrachos cantaban coplas del Pinto. Cuando salió Mercedes le dije que me gustaba, que quería ir con ella como hacían las parejas por la carretera vieja, hasta la curva del pago de la Barca. Y ella no me dijo nada pero me dio su mano.  “Empieza por aquellos majuelos, chaval!” Mi mano cortaba los racimos con ansia, uno tras otro, sin descanso. “¡Eh, chaval, más despacio que nos vas a quedar sin trabajo.” Así no tendrían dudas de que yo era un hombre, tan hombre como ellos; que yo también servía para algo y,  cuando fuera a la taberna por el vino,  me dejarían acercar a los grupos de los hombres y no me echarían diciéndome de malas maneras que eso no eran cosas de niños. Mi padre se acercó sonriendo. “Toma, bebe, que te lo has ganado” Cargamos las uvas en los cestos y los echamos en los carros. Algunos covanillos goteaban porque los racimos se habían esmostado.  Me subí en uno de aquellos carros y me puse a cantar. El cura, que pasaba por el camino leyendo su breviario, me dijo que me parecía a no se qué dios griego. El sabrá. Yo no estudié más que las cuatro reglas y leí un poco en la escuela. Luego, aquí en esta ciudad, no me pidieron más que mi fuerza: mi fuerza para cargar y descargar sacos en una panadería de la calle Balmes; mi fuerza para subir los ladrillos en las obras que servían para construir las casas de otros emigrantes como yo; mi fuerza para estibar los barcos. Ya nadie me volvió a hablar de aquel dios griego pero aquel día, por un momento, yo fui un dios de la vendimia y un vendimiador en broma me coronó con una corona de pámpanos. ¡Ay, si siempre hubiera sido ese dios!

 

Caían las uvas de los cestos a la lagareta y desde allí iban llenando el lagar, dispuestas a su sacrificio anual. Ya los hombres, descalzos los pies, se disponían como poseídos por alguna furia a pisarlas. Los miré como pidiéndoles permiso. Bastó la mirada del Tomás para saber que yo también en el lagar era uno de ellos como lo había sido en el viñedo. Con un ritmo frenético me uní a aquel baile pisando la uva con ese compás que me dictaba la sangre que más ardiente que nunca corría por mis venas.  El Anselmo y otros del pueblo pusieron las tablas sobre aquella uva pisada por nosotros y la terminaron de prensar con la viga. Yo miraba con impaciencia al bocino, esperando ver caer el mosto rojo y espeso. ¡Era la sangre de la tierra lo que salía y lo que con cuidado cargábamos en pellejas para llevarlo a las cubas! ¡Era nuestra sangre y nuestro sudor! Mi padre me miraba sonriendo. ¡No le había salido el hijo malo, no! ¡Una gloria, verle pisar la uva! ¡Una gloria verle subir las pellejas! Cuando ese mosto ya hubiera fermentado,  ya habría echado su primer cigarro y puede que ya le hubiera dicho a la Merceditas que le gustaba. Se me hace mayor este rapaz. Ayer me parece cuando nació y, mira, hoy ya tengo un hombre en casa. Yo le miraba orgulloso, diciéndole con la mirada que ahí estaba su hijo para ayudarle, para mantener esa casa; que ahí estaban mis manos para ayudar en las tierras, para ahuyentar el hambre y hacerlo huir por el camino de los almendros; que ahí estaban mis manos, mis  manos...

 

Me estoy mirando mis manos encallecidas por el trabajo de la estiba, por los ladrillos, por los sacos. He cerrado mi navaja, la que me regaló mi padre aquella mañana. He vuelto a recorrer el Paseo de Gracia camino de casa. Ya estamos solos Mercedes y yo. Los hijos se casaron y se fueron a Manresa y a Sant Celoni. Vienen  los domingos con los nietos y entre ellos hablan en catalán. Ya son de esta tierra. Ellos no han visto la sangre de aquellas viñas, ni han tenido en sus manos los racimos, ni han participado en la violación de la diosa antigua que habitaba en los viñedos, ni les han coronado como a dioses griegos. La vida me parece ahora que recorre las últimas estaciones, que al igual que aquel viejo tren que me sacó de mi pueblo tiene ganas de llegar a su destino. Desde aquel día de la vendimia en que me hice hombre el recorrido ha sido largo y duro: pagar con cuatro perras el piso, el apuro de llegar a fin de mes, las huelgas en el puerto en las que muchas veces tuve que hacer de esquirol para poder dar de comer a mis hijos. Ahora paseo y me siento en los bancos; les doy de comer a las palomas y hablo con otros jubilados que,  como yo,  vinieron a esta ciudad buscándose la vida. A veces pienso que es una expresión absurda ésta: buscarse la vida. ¡Cómo si la vida no nos buscara para golpearnos donde más nos duele, para robarnos a la hija que más queremos con la excusa de una enfermedad que la llaman cáncer! Algunos domingos voy a verla y le dejo un ramo de flores en la tumba y pienso en aquella niña que llegó con su madre y en aquel hombre que las esperaba en el andén y en aquella mujer morena que la llevaba en brazos.

 

Estoy recorriendo la Diagonal. Algunos chicos me miran. Yo les miro a ellos. Andan enamoriscados de unas chicas y las cortejan de una manera que yo no puedo entender. No tienen más de quince años.  Al igual que yo en aquella vendimia se quieren hacer hombres. A veces, cuando el día está triste porque el sol está como velado por la neblina del mar, pienso despacio en mi vida. Pienso que ya sólo me quedan los recuerdos, las mañanas de sol y las palomas; que en nuestro piso, ése que tanto sudor y tantos callos en las manos me costó,  envejecemos una mujer morena y yo; que mi hija ya nos espera en aquella tumba al sol de Tiana. Sin embargo, si alguien me preguntara por la vida le diría que es buena, que merece la pena  vivirla aunque tan sólo sea por aquella vendimia y por los ojos de aquella mujer morena que me esperan en una calle del Poble Nou.  Y también le diría que algunas veces, sólo cuando estoy muy triste,  pienso que no merecía tanta prisa por hacerse  hombre. 


LA CASA MÁGICA




Este cuento nació por la historia que me contó Luis Fernando, el entonces director de SER Ávila. Le gustó mucho cuando se lo di a leer y he creído que merecía la pena que lo leyerais. En fin…

LA CASA MÁGICA

 

Desde que mis padres me llevaron a aquella ciudad, noté que su color era el gris. Gris eran sus cielos que dejaban ver muy pocas veces aquel azul que yo veía en el pueblo blanco en el que había nacido; gris eran los montes que la rodeaban; grises los edificios y grises también sus habitantes. Grises eran las mañanas en el colegio en donde yo era el nuevo, el que había venido del sur lejano, el que se había traído en su mirada el color del mar, pero que poco a poco se le iba enturbiando en aquellas tierras hostiles. El que hubiera jugado en las playas doradas, el que mi horizonte estuviera lleno de foques y de gavias, el que supiera de ocasos llenos de colorido en las aguas del océano, provocaba envidia e inquina entre mis compañeros que, por cualquier causa y a veces sin causa alguna, formaban en los recreos un grupo para pegarme. Un día, harto de que me pegaran les pregunté que por qué lo hacían. “Porque eres el nuevo y además conoces el mar”, me dijo el más alto, hijo de un carbonero, en cuya cara siempre había tiznones que le hacían parecer un ser diabólico recién salido del infierno más profundo. En soledad, llegaba hasta el caserón de piedra del colegio y, en soledad, me marchaba camino de mi casa en donde mis padres tampoco hablaban mucho. Parecía que se les había metido aquella vida sombría en las entretelas del corazón. Mi padre llegaba cansado de trabajar, se sentaba y, o bien oía los deportes en la radio, o bien leía, sin mucho interés, algún periódico local. Sin embargo, allí, en nuestro pueblo, le gustaba llegarse a la taberna y oír algo de cante en la vieja radio. Algunas tardes, entraba también con él mi tío Tomás, que tenía una barquita y llegaba con ella hasta la desembocadura del río pescando y, mientras pescaba, desgranaba sus cantes, y esas tardes, mano a mano, sentados en unas sillas de esparto que les guardaba el tabernero, se cantaban sus alegrías y sus fandangos. Otras tardes, mi tío se ponía a hacer juegos de manos con la baraja sobada de la taberna, esa baraja que olía a pescado y a mar porque con ella mataban el tiempo los pescadores y todos se arremolinaban a su alrededor porque sus manos eran tan rápidas como los peces de la desembocadura y los ojos de los parroquianos las seguían embobados. Creo que entonces mi tío hubiera podido hacer de ellos lo que hubiera querido porque los tenía como hipnotizados.  Pero aquí no; aquí no había cantes, ni magia y, mientras mi padre leía,  mi madre azacaneaba por la cocina y, al final, cansada se sentaba en un silla a coser. Alguna vez, se cruzaban algunas palabras, muy pocas, muy breves, y seguía cada uno a lo suyo. Tan sólo, si había ocurrido algo en el barrio, entonces hablaban sobre el suceso y, si yo me quería meter en la conversación, en parte por la curiosidad, en parte por dejar de aburrirme, me decían un lacónico “son cosas de mayores, hijo; tú sigue a lo tuyo”. Y yo seguía a lo mío que era ver cómo el sol se ponía por los sombríos montes agrisados que rodeaban la ciudad y como ni siquiera las farolas podían alegrar la niebla oscura que todas las  noches bajaba desde aquellas montañas serias y circunspectas, como mis compañeros, como los habitantes de aquella ciudad a la que habíamos llegado buscando trabajo, como mis propios padres que parecía que se habían contagiado de tanta tristeza. Entonces encendía la radio que me habían traído mis tíos de su viaje de novios a Canarias y me ponía a oír la música que radiaban. Pensaba que esa misma música y a esas mismas horas la estarían oyendo algunos de mis compañeros, aquellos que me rechazaban tan sólo por ser el nuevo, por tener un acento distinto del que se burlaban pronunciando todo con la ese. Y así, con mi radio, pasaba las tardes hasta que mi madre me decía que ya era hora de acostarse. Creo que en aquella ciudad hasta los sueños eran grises, pero algunos días, en sueños, me venía el río desembocando en el mar, los cantes de los pescadores en sus barcas, las cantiñas que se oían en la taberna de Pericón, las playas que, al ocaso, convertían sus arenas en oro y me dormía acunado por tanta belleza. Pero, cuando despertaba a la mañana siguiente, con los cantes, con el mar y con el sol aún dentro de mi corazón, aquella ciudad aún me parecía más gris.

Unas Navidades, vino a pasar unos días tío Tomás. Aquella noche de Nochebuena, cantó todo su repertorio de coplas e hizo todos sus juegos de cartas.  Al acabar, me dijo: “A ver, chaval, te voy a enseñar unos juegos de manos que van a dejar de piedra a tus amigos”. Y cogiendo la baraja que había servido para echar una brisca después de cenar, se puso a hacer juegos con las cartas. Adivinaba la carta que habíamos sacado al azar y guardado con cuidado en el bolsillo de la chaqueta; conseguía que los naipes aparecieran en los lugares más inverosímiles y hasta conseguía que mi madre sonriera como lo hacía en nuestra tierra. Aquella noche me enseñó algunos trucos, muy sencillos decía él, que yo aprendí y que, luego, en la soledad de mi cuarto repetí hasta que el sol, que aquel amanecer me pareció casi igual al de mi tierra, tocó en mis cristales.

Poco a poco, aquellos juegos de cartas que aprendí y que repetía en los recreos, hicieron que mis compañeros me respetaran. Ya no se reunían en el patio del colegio para pegarme, sino para verme pasar las cartas con la habilidad de un prestidigitador profesional. Sus ojos seguían mis manos intentando pillarme el truco, pero mis dedos ya se habían hecho lo suficientemente listos para que no me lo pillaran y se escapaban como los peces plateados de la desembocadura saltaban de las redes de mi tío Tomás. Yo notaba que poco a poco iba ganando su respeto primero y, luego, su admiración; que ya no importaba mi acento ni que conociera el mar; en definitiva, que ya no importaba que fuera el nuevo y que me empezaban a admitir en su grupo. Cuando nos cruzábamos por la calle, me saludaban y, si iban con un amigo de ellos al que yo no conocía, me presentaban diciendo que yo sabía hacer unos juegos de manos que dejaban alelado, vamos, que era muy bueno, tan bueno como los magos profesionales que salían por la televisión. Con el tiempo, empecé a hacer juegos de manos en algunos bares a los que acudía mi padre y los clientes se daban con el codo como diciendo, “anda, mira, lo que hace el hijo de éste, con lo paradillo que parecía al principio. Y eso que dicen que en su tierra tienen mucha gracia”. En el barrio, ya me conocían como el mago y eso me llenaba de orgullo, me hacía ir con la cabeza derecha por la calle y no como antes, que iba encorvado y mirando al suelo, como si tuviera vergüenza de haber venido a esta tierra a buscar el pan con mis padres, como si esperara encontrar por el suelo el dinero que a madre le faltaba para llegar a fin de mes.  Y aquella ciudad ya no me parecía tan gris, ni sus habitantes tan hostiles, ni sus edificios tan oscuros. Es más, hasta descubrí en los montes que la rodeaban grandes pañuelos verdes de hierba que alegraban la mirada. Quizás allí también se podía ser feliz.

Al poco tiempo, mirando una revista de mi madre, vi un anuncio en el que una tienda de la capital ofrecía su mercancía que no era otra que artículos de magia. El anuncio, con un mago dibujado con su varita y su chistera de la que sacaba una paloma, rezaba en letras de cuerpo mayor: ARTÍCULOS PARA PROFESIONALES DE LA MAGIA. SE SIRVEN PEDIDOS A TODA ESPAÑA. Y en letras de cuerpo algo menor, una dirección desde la que, si escribías, te enviaban a vuelta de correo un catálogo completo y a todo color de sus existencias. No lo dudé ni un momento y me fui hasta la alacena del comedor;  saqué la carpeta en la que mi madre guardaba el papel de cartas y los sobres, esa carpeta que sacaba casi todas las semanas para escribir a sus padres y a sus hermanos. Fui sacando todo casi con devoción: primero, un bolígrafo; luego, un papel pautado con finas líneas azules y, finalmente, un sobre algo amarilleado por el tiempo, un sobre que, si me lo acercaba hasta la nariz, me olía a caracolas y a algas marinas, a la desembocadura de aquel río que terminaba en aquel océano por donde se ocultaba el sol cada tarde. Cogí el bolígrafo y me recordé su secreto: la tinta se quedaba formando una bolita más pequeña, como un pequeño satélite de la bola mayor y, al cabo de un tiempo de escribir mi madre,  aquel satélite se rompía y dejaba en el papel de la carta una pequeña mancha. Y yo, que entonces era todavía un niño, pensaba que el bolígrafo también lloraba y que así expresaba la pena que le producía lo que mi madre iba escribiendo. Luego, le tocó el turno al papel que venía engomado por arriba para unir las cuartillas. Mi madre, cuando acaba la primera cara, lo arrancaba del engomado con mucho cuidado para que no se rompiera y seguía escribiendo por la otra cara; porque sus cartas eran muy largas, de varias cuartillas, pues muchos eran a los que tenía que contar cosas y enviar recuerdos. Finalmente, saqué de la carpeta uno de aquellos sobres que parecían recién venidos de nuestra casa en el pueblo, de aquella casa que ahora estaba cerrada, con los relojes, de cuya cuerda se ocupaba tío Tomás para que no se estropearan parados, dando la hora en el silencio y en el vacío; con las ventanas cerradas desde las que nadie veía los barcos; con las cenizas de la lumbre apagadas y grises como la cara de mi padre algunas tardes cuando regresaba de la fábrica. Mientras sacaba aquellos artículos de escritura, recordaba que mi madre me dejaba leer las cartas y, a medida que las leía, me iba llegando el olor de aquella tinta en la que mi madre iba dejando el corazón para que, metido en aquel sobre algo amarillento, llegara hasta el pueblo en el que había nacido, hasta el pueblo en el que las torres de las terrazas hablaban de un pasado comercial donde los habitantes vigilaban la llegada de los barcos que venían de ultramar y, ya antes de atracar en el puerto, les llegaba el olor de las especias y del café . En ese papel escribí la carta que había redactado en borrador en mi cuaderno; usé ese mismo bolígrafo de mi madre y lo metí en uno de esos sobres amarillentos que mi madre decía que conservaba el olor de los arrayanes de nuestra tierra. Le puse el sello y salí corriendo con él a Correos. Por el camino, me iba pasando la carta entre los dedos, haciendo magia con ella con la esperanza de que se convirtiera en paloma y así llegara antes a su destino. La dejé en aquellos buzones grandes que había en la puerta de la estafeta y me volví a casa.

Desde que había dejado mi carta en las fauces de aquel león esperaba ansioso al cartero. Nada más llegar a casa, miraba en la mesita en la que mi madre dejaba las cartas que nos llegaban desde el sur, desde aquel sur que ahora, con la alegría del catálogo de magia, no sabía muy bien por qué, me parecía más cercano. Un día, mi padre me dijo: mira, hijo, tienes un sobre para ti. Y me lo alargó. Yo lo cogí y, en mi cuarto, en la soledad que se requiere para el misterio, lo abrí. Estuve un tiempo sin reaccionar: en mis manos tenía el catálogo de magia más completo que había visto nunca, con los artículos de magia de los profesionales.  Yo iba pasando las páginas lentamente, como si al acabarse ese catálogo se acabara el mundo con él. Cuando llegué a la última página, me juramenté a ir dejando un poco de mi paga semanal para poderme comprar algunos de esos artículos, lo más baratos, a esos a los que podía llegar con mi escasa paga y mis escasos aún conocimientos de mago infantil. Pero me lo juré y así, semana tras semana, yo iba dejando parte de mi paga para comprarme lo que había elegido: una varita mágica y un pañuelo grande y morado, como había visto que tenía aquel mago que, de vez en cuando, actuaba en el viejo teatro de la ciudad. Con esas dos cosas,  ya podía hacer alguna actuación en alguna fiesta de los poderosos de la ciudad, en alguna taberna en la que no tuvieran reparos a que un menor de edad ganara unos duros. Volví a abrir la carpeta de mi madre y, repitiendo el ritual de la vez anterior, escribí mi pedido. Luego, volví a ir a Correos y a meter mi carta en la boca de aquel león. Y, después, a esperar a que el cartero me trajera de nuevo la respuesta de aquella tienda de magia.

Había pasado casi medio mes desde que hice el pedido y mi varita y mi pañuelo morado no llegaban. Todos los días, miraba la mesa de la entrada por ver si estaba allí mi ilusión metida en una caja y todos los días me encerraba en mi cuarto a oír la radio que me habían traído de Canarias. Un día, mientras oía a uno de esos cantantes de moda, mi padre entró con un paquete en la mano y me dijo muy serio: “mira lo que te ha dejado el cartero. Espero que estas cosas tuyas de la magia no te quiten tiempo de tus estudios porque no quisiera tener un hijo artista. Sabes, hay que ser muy bueno para triunfar y, como en todo, tener padrinos. Así que tú, lo primero, a estudiar para ser más que tu padre que se ha tenido que venir a esta ciudad para ganar cuatro duros y encima lejos de su tierra”. Y tras el sermón, me dejó el sobre grande, blanco, como un campo nevado o como la cal de las casas de nuestra tierra. Yo lo cogí con la reverencia con que el sacerdote elevaba la Hostia y lo dejé encima de la cama; no me atrevía a abrirlo: quería que aquel momento durara toda una eternidad. Cuando ya por fin me decidí, rasgué el sobre con un cuchillo y rescaté de su interior mi varita mágica y mi pañuelo morado.

Y tal y como yo me había planeado, gané con ellos mis primeros duros en una taberna a la que iban los mineros a tomarse un vino que les quitara de la garganta el polvo del carbón. Mis manos eran hábiles y por mis dedos las cartas se movían como las mariposas blancas de la primavera.  Los mineros, acostumbrados al negro de la mina, seguían esas mariposas y un mundo nuevo, un mundo de luz iluminaba sus ojos oscuros de tanta noche subterránea. Yo me sentía feliz viendo que era capaz de alegrar a la gente con mi habilidad y me inclinaba cuando me aplaudían tal y como había visto hacer a los magos por televisión. Y así, poco a poco, cada vez iba actuando en más tabernas y, con el dinero que iba ganando, me iba comprando algunos artículos nuevos y mis trucos iban creciendo en complejidad. Cada cierto tiempo, cuando con mi paga semanal y con los durillos que iba sacando tenía reunido lo suficiente, abría la carpeta de mi madre y, con la misma reverencia y solemnidad que emplean los sacerdotes en la consagración, escribía a aquella tienda que era para los profesionales de la magia.

Así fue pasando el tiempo hasta que un día mi padre me dijo que los tres íbamos a ir a Madrid. Nunca habíamos estado en la capital y mi padre, que había hecho unos ahorrillos porque le habían nombrado encargado, pensó que ya era hora de salir un poco y de conocer mundo aunque ese mundo estuviera tan sólo a cuatro horas de tren. Así pues,  nos llevó a una pensión de la Gran Vía para que estuviéramos en el centro y, sin tener que andar metiéndonos en el Metro, visitar la Puerta del Sol, la Plaza Mayor o el Madrid de los Austrias. Cuando me dijo que íbamos a la capital de España y que además la pensión iba a estar en la Gran Vía, le dije que si podría acercarme a la Casa Mágica, la tienda de artículos de magia a la que ya llevaba un tiempo escribiendo y que quedaba muy cerca de nuestro alojamiento.  Él, poniendo esa cara tan seria que ponía cuando consideraba que la ocasión lo requería y lo que tenía que decir era de sublime importancia, me puso una única condición: que él me acompañaría porque, a saber cómo me tratarían y qué harían conmigo unos tipos que se dedicaban a la magia. “Hijo”, me dijo muy serio, “ya te he dicho muchas veces que esto de la magia está bien como diversión, para pasar el rato, pero que te hagas mago y que seas artistas no me gusta. La gente de la farándula, - a mi padre le gustaba decir esa palabra-, son gente rara, la mayoría ni están casados y viven amontonados como las ovejas. Además, así entre nosotros y entre hombres, porque ya lo eres, que se te ve ya un bigotillo que algún día te tendrás  que afeitar, entre las mujeres artistas, la que no es puta está liada con algún empresario o le pone los cuernos al marido con algún gerifalte del Ministerio de Información y Turismo que eso viene bien a la  hora de estrenar las obras y para que la censura dé el visto bueno a los espectáculos. Y, si seguimos hablando así entre tú y yo, por lo que respecta a los hombres de ese mundillo,  el que no es maricón lo andan buscando”. Mi padre no entendía que se podía ser mago y honrado padre de familia y consideraba un desdoro para su hijo el que anduviera con semejante gentuza. Por eso, me acompañó hasta la tienda. Los dependientes, vestidos con frac, como si fueran a actuar, al explicarles yo quién era, me reconocieron enseguida. Eres el chaval de la letra redondilla que nos escribes casi todos los meses. Y, de una carpeta, sacaron todas y cada una de las cartas que yo les había escrito. “Mira, aquí están todos los pedidos que nos has hecho”. Y yo sentí una emoción tan honda que aún ahora, mientras escribo estas letras esperando mi actuación en la RAI, se me pone un nudo en el corazón y hasta se me escapan de los ojos unas lágrimas que me recuerdan a aquellas lágrimas de tinta que se formaban en el bolígrafo de mi madre. Sin embargo, mi padre, cuando vio que unos señores vestidos de magos me metían detrás de unas cortinas para enseñarme los artículos que utilizaban los mejores magos del país, no le gustó nada y se prendió el primer cigarrillo de los muchos que se iba a fumar mientras yo estaba dentro, en aquella trastienda en donde mis sueños se estaban haciendo realidad. Yo era feliz, muy feliz. Me sentía ya un mago consagrado, un mago que podía actuar en cualquier sitio, un mago que podía hacer felices a muchos públicos tan sólo con la habilidad de mis manos. Recorría como un sonámbulo las distintas habitaciones que conformaban la trastienda  Y hasta me pareció oír la voz del mar y, cuando se lo dije a uno de los magos, me dijo sonriéndose: “No chaval, son los coches que pasan por la Gran Vía”. Pero a mí me daba igual porque  hasta veía venir los barcos y atracar en el puerto de mis sueños, barcos de tres palos, con sus velas desplegadas y con el viento de la tarde empujándolos. No sé el tiempo que estuve allí dentro, sólo sé que, cuando salí, mi padre se había fumado medio paquete de tabaco y se habría gastado media suela de los zapatos de tanto pasear por delante del mostrador como un león enjaulado. Yo me despedí de aquellos señores y me fui hasta donde estaba mi padre que, por no decirles ni adiós, ya se había acercado a la puerta para marcharse.

Cuando salimos, no se pudo resistir más y con esa cara tan desagradable que se le ponía cuando algo le contrariaba, me dijo:

  • ¿Qué habéis estado haciendo ahí dentro tanto tiempo? Mira que ya estaba a punto de entrar en esa trastienda; que de esa gente no se puede uno fiar.

Yo sentí pena porque no podía entender la belleza, la ilusión, la felicidad que su hijo había vivido en aquella casa mágica, pero me callé y él también se calló al ver que yo no le respondía nada. Me lo volvió a preguntar, días más tarde,  en el andén de la estación mientras esperábamos el tren que nos devolvería a todos a casa:

  • ¿Qué estuviste haciendo tanto tiempo con aquellos tipos en la trastienda? ¿Tampoco ahora me vas decir nada?
    Pero yo me callé de nuevo como si lo que ocurrió en aquella trastienda hubiera sido un arcano que a nadie podía ni debía revelar.
    Por último, cuando ya el tren estaba llegando al hermoso valle en el que estaba enclavada nuestra ciudad, una ciudad que, por cierto, de un tiempo a esta parte cada vez me parecía más hermosa, con sus casas de piedra y sus balconadas de madera en las que, sobre todo en las casas de las afueras, colgaban el maíz a secar; una ciudad que me gustaba recorrer en las noches de lluvia porque sus calles recibían en su suelo mojado el reflejo de las farolas; una ciudad en la que se notaba la alegría de sus habitantes que se dejaba brotar en las romerías, que acompañadas de gaita y tambor, llenaban el corazón de optimismo. Claro que recordaba nuestro pueblo del sur, pero también en aquella ciudad yo me había convertido en lo que tanto me gustaba: un mago casi profesional. Pues, como iba diciendo, cuando ya se veía nuestra ciudad desde el tren, mi padre insistió con su pregunta, insistió con lo que tanto le preocupaba, con lo que, quizás, no le había dejado vivir tranquilo desde que salí de aquella mágica trastienda. Y yo, por toda respuesta, le dije lacónicamente: 
  • No lo entenderías, papa: son cosas de magos.

 

LA MUERTE ME ESPERABA EN SAMARCANDA


Este cuento está basado en una historia real: un día de marzo,  crucé la muralla por el Postigo de la Malaventura en Ávila y, en una casa que hacía esquina, me esperaba una sorpresa. Si la queréis conocer, leed el cuento.

 

LA MUERTE ME ESPERABA EN SAMARCANDA

 

Aquella tarde crucé el Postigo de los Desventurados como  hacía tantas tardes de tantos días del año. Me gustaba llegarme hasta el otro lado de la muralla en donde había aquel barrio de casas bajas que me recordaban las que aparecían en las películas cuya acción se desenvolvía en la época medieval. Me gustaba también imaginarme que en aquellas casas vivían pelaires, labrantines o herreros; curtidores, vidrieros o guarnicioneros. Labradores y artesanos en aquel mundo sencillo que protegían, como una madre amorosa, las murallas. Desde el Postigo veía todo el valle y, al pie de los roquedos, las casas en las que vivía desde que llegué a esa ciudad. Algún coche, lejano por la carretera que iba hacia el sur, me sacaba de mi ensueño medieval. Otras tardes era el volar loco de los vencejos y otras, la algarabía de los jóvenes que ocupaban los aledaños de la muralla para jugar al fútbol. Aquella tarde en que crucé el postigo como lo hacía tantas tardes de tantos días del año, me fui hacia aquellas casas de artesanos y me senté en unos bancos que el Ayuntamiento había colocado en un jardín lindero con el lienzo de la muralla. Sentado en el banco me fijé que entreveradas con las casitas aparecían otras casas más modernas, de nueva construcción. La verdad, pensé, es que es un barrio tranquilo; los ruidos apenas existen y es el lugar ideal para alguien que le guste el silencio y la meditación. En una de esas casas nuevas había luz y por la ventana abierta se veía un hombre escribiendo. No he dicho que hacía una tarde de marzo que podría ser muy bien de junio pues el aire cálido del sur había despertado a la ciudad, dormida durante casi cuatro meses en su lecho helado. Aquel día, el canto de los pájaros, el calor que guardaban las piedras de la muralla y el corazón que sentía ese deseo que contagia la primavera de que algo nuevo empieza y que hace que, pese al transcurrir inexorable de los años, nos sintamos más jóvenes, nos decía que ya estábamos en el buen tiempo y lo disfrutábamos como algo que se lleva deseando muchos meses y que, cuando llega, se recibe con más gusto. Poco a poco, mientras pensaba en estas cosas, me fui acercando a la ventana iluminada; un hombre escribía en una máquina de escribir antigua. Rodeado por una biblioteca con tomos antiguos y algunos nuevos que hasta pude reconocer, el hombre estaba entregado a su labor con entusiasmo. Lo envidié porque a mí siempre me hubiera gustado ser escritor. Sí, es verdad que tengo escrito algo, pero poca cosa: un cuento en una revista de provincias, un premio en un concurso de un pueblo y poco más. Sin embargo, aquel hombre, con aspecto de extranjero parecía un escritor profesional. Pensé que podía ser un inglés que había recalado en nuestra ciudad para escribir una novela a lo Somerset Maugham; esas novelas en donde el novelista es un hombre de mundo que asiste a fiestas, liga mucho y, si se tercia, se acuesta con las protagonistas. En mis cuentos, todo era provinciano, gris, sin brillo. Un amigo me dijo que era el cronista de las vidas casposas. Es posible. Por eso dejé de escribir y ahora paseo y leo lo que escriben los demás. Por eso, porque soy un fracasado en la literatura, me dio envidia de cómo escribía aquel hombre al que veía por la ventana abierta de par en par. Sí, porque el hombre seguía escribiendo, atento a su vieja máquina de escribir y yo me marché, calle arriba con la rabia de no poder ser él.

Pasaron  varios meses y durante este tiempo no pude cruzar el postigo ni una sola vez. El que era mi paseo habitual, por razones que no vienen al cuento, no se pudo llevar a efecto. Me pasaba los días encerrado trabajando en casa, intentando llevar a cabo un proyecto que me habían pedido, casi exigido en mi trabajo. El tiempo me acompañó pues marzo pronto volvió por sus fueros y la lluvia y la nieve lo llenaron todo de un ambiente invernal. Abril tampoco vino muy bueno que digamos y el día que no llovía, nevaba y el que no nevaba un viento frío e inhóspito recorría las calles barriendo a los transeúntes. Sin embargo, un día en que ya el proyecto estaba muy adelantado, noté un calor diferente en casa; podía trabajar sin el grueso jersey de lana que mi abuela me había regalado para que pasara el invierno en aquella ciudad que tenía fama de ser la más fría del país. Me asomé por la ventana y oí cómo los pájaros piaban en los árboles que tenían ya como un bozo verde en sus ramas. Hasta me pareció que llegaba hasta mi ventana el olor del saúco que florecía todos los mayos. Pensé que era un sacrilegio seguir en casa con tan buen tiempo y me subí hasta el Postigo al que hacía tanto tiempo que no visitaba. El valle estaba hermosísimo todo cubierto de hierba y el río tenía un aspecto juvenil, como un adolescente que cruzara la ciudad buscando su amor entre los chopos. Me llegué hasta el banco en donde había estado sentado la vez anterior y mis ojos se fueron, casi sin que yo se lo ordenara, hasta la ventana en donde el escritor estaba escribiendo su obra aquella tarde de marzo. Estaba cerrada. Me fui acercando poco a poco hasta ella y vi que las persianas estaban bajadas y que en los alfeizares se acumulaban la suciedad como si hiciera tiempo que nadie la abría y que nadie los limpiaba. Me extrañó porque nunca había pensado que aquel hombre se marchara de la ciudad; parecía que el hombre y la ciudad estaban hechos el uno para el otro. Ya me marchaba hacia la parte alta de la ciudad,  cuando me sorprendió que en un alcorque de un árbol hubiera un libro caído. Un libro es un libro aunque no tenga nada dentro, decía Lord Byron y me agaché a recogerlo. Era un libro que el propio autor había encuadernado con tapas de cartón. Con bolígrafo había puesto en la portada: UNA VIDA y estaba sin firmar. Sin duda que era el original que iba a entregar a la editorial. Pero ¿qué hacía en el alcorque de un árbol? Abrí la primera página y comencé a leer.

Llevaban muchas horas ya las farolas encendidas cuando llegué hasta la última página. Había permanecido casi cuatro horas de pie, sin moverme, embebido en la lectura de un libro que me había arrastrado como ninguno en mi vida lo había hecho. De una página iba a la otra con la velocidad del rayo y a medida que lo leía un sudor frío iba perlando mi frente y una angustia cada vez mayor me atenazaba el corazón. Lo que ese hombre estaba novelando era algo que yo conocía muy bien; es más, supuestamente lo conocía mejor que él, pero la lectura de su obra me reveló que era todo lo contrario: era él el que conocía detalle por detalle y hasta los motivos ocultos por los que se habían hecho las acciones que allí narraba. No podía ser cierto. Quizás fuera una broma de algún amigo, una broma de muy mal gusto desde luego. Pero broma o no de lo que no podía dudar era de una cosa: que en ese libro abandonado en un alcorque se narraba punto por punto, como en eso que los alemanes llaman una “novela de formación” toda mi vida. Más resumida al principio y con más detalle hacia el final; desde mi nacimiento hasta el día de marzo en que subí hasta aquella casa y vi al autor escribiendo. Releía como loco, una y otra vez,  el último de los párrafos:

 

“Y hasta esta la casa llega ahora el protagonista de esta novela. Ha cruzado el postigo se ha embebido del paisaje y, tras cruzar la muralla, se ha sentado en un banco. Luego se ha acercado hasta la ventana y me ha mirado y me ha envidiado y ha deseado, por un momento, ser como yo, un escritor de éxito que escribe novelas. Ahora se marcha de nuevo calle arriba, buscando las luces de la plaza, las miradas de la gente que lo curen de su soledad. Un día de mayo volverá y encontrará esta ventana cerrada y en un alcorque un libro. En uno de ellos, estará escrita su vida. Yo aquí le pongo punto final al penúltimo capítulo y, al volver de la página,  comenzaré el capítulo final de esta obra.”

 

No me atrevía a leer ese capítulo final y pensé que quizás no sería mala idea intentar hablar con tan extraño autor. Enloquecido llamé al portal pese a lo tarde que era. Un vecino me preguntó que qué quería a esas horas. Le pregunté por el vecino. ¿Qué vecino? – me dijo. Esta casa nunca ha estado habitada. Desde que se construyo el edificio este piso ha estado sin vender y sin alquiler; aquí no ha vivido nunca nadie. Le referí cómo yo vi a un hombre en aquella tarde de marzo escribiendo en una vieja máquina de escribir, pero el vecino pensó, sin duda, que yo estaba borracho y que venía de alguna cena en donde se había abusado del morapio o de intentar ahogar mis penas en alcohol. Me marché a casa con el libro debajo del brazo en un estado de angustia terrible.

Ahora este escritor fracasado que está escribiendo ante ustedes tiene eso que dicen los cultos una dicotomía: puede leer ese capítulo final del libro y, sin duda,  de su vida o puede dejarlo sin leer esperando a que sea la propia vida la que se lo vaya leyendo poco a poco. No lo va a dudar y les va a contar lo que hizo con su vida o, lo que es lo mismo, con ese libro. Presa de una angustia terrible miraba yo de reojo el capítulo final porque sabía que ahí iba a  leer algo que ningún hombre quiere saber. Intentaba leerlo, pero el intento era en vano pues me quedaba paralizado. Me imaginaba lo que ese libro me iba a descubrir poco antes del punto final y tenía miedo por saberlo. No obstante, pensé, si lo llego a conocer quizás podría librarme de mi destino, podría escapar a ese lugar que todos los mortales tenemos ya escrito para poner nuestro punto final, podría modificar mi vida y elegir mi sitio para que al dolor y al miedo de la destrucción de la existencia no se uniera la imposición de un sitio no querido. Además, guardaba la secreta esperanza de que, quizás, en mi huida, despistara a la que lleva tantos años haciendo su tarea sin un fallo, sin una equivocación, sin una intermitencia. Por eso leí el final, pero, cuando ya lo había leído, me di cuenta de que me había confundido, de que todo era inútil, de que por mucho que huyera, por muchos caminos que emprendiera o por muchas ciudades a las que me encaminara, incluso aunque fuera a Carcassona a la que nunca podría llegar, la muerte me estaría esperando en Samarcanda.