viernes, 1 de junio de 2018

LA VENDIMIA


LA VENDIMIA

 

 

A los boecillanos de Barcelona que siguen vendimiando en sueños

 y a Mariano Villafruela que sabe tanto de la vendimia .

 

 

Todas las mañanas hago el mismo recorrido: bajo por el Paseo de Gracia, me llego hasta la Plaza de Cataluña; allí me siento en un banco, miro las palmeras y les doy de comer a las palomas. Luego por la Ronda de Sant Pere me voy hasta el parque de la Ciudadela y desde allí  hasta la Estación de Francia. Otras veces cambio el paseo y es la de Sants el final de mi escapada. En primavera recorro el Paseo de Colón para ver el mar. No lo conocía hasta que llegué a esta ciudad. Fue hace ya, no sé, cuarenta años quizás. El tren había salido de un pueblo vecino al mío y, siguiendo lo que llamaban la línea de Ariza, había dividido con su marcha Castilla y Aragón hasta dejarme en una estación llena de gente; gente que también emigraba a esta tierra con un hatillo y un haz de esperanzas; gente que buscaba aquí lo que el pueblo no les podía dar. Aquella noche dormí en una pensión destartalada en la calle de Numancia. Estaba solo y al acostarme en aquella cama desvencijada me acordé de Mercedes que se quedó con Glorita, nuestra primera hija, la única que nos nació en el pueblo,  esperando que les mandara mi primer sueldo para que se pudieran reunir conmigo. Vinieron cuatro meses después y, hasta que pudimos encontrar un piso barato de alquiler, vivimos en un pensión barata de la calle Entenza.  

 

Hoy me he sentado en el puerto como en mis tiempos de estibador. El mar golpea monótono contra el malecón; los bolardos sujetan con firmeza las maromas de los barcos que parecen que quieren escapar. Como yo. Si pudiera volvería a aquella mañana en que mi madre me llamaba desde la cocina. Apenas había podido dormir con la emoción de mi primera vendimia. Cuando el sol de Octubre llenó mi habitación de una luz dorada y cálida, yo ya llevaba despierto mucho rato espiando los ruidos en el corral, queriendo oír las voces de los vendimiadores. ¡Que no se marchen sin mí! me decía mientras me levantaba y me vestía. Corrí para incorporarme a las cuadrillas y de repente me sentí más hombre. Esta noche, pensé, podré llegarme hasta la ventana de Mercedes y allí, vestido con mi camisa blanca y mi pantalón nuevo de pana, decirle que me gusta. Y luego, cuando me haya dicho que yo a ella también, liarme un cigarro y fumármelo muy despacio como hacía el Matías, el mayoral,  en la taberna cuando venía de marcar a los toros. Pero los vendimiadores se rieron de mi presencia. “¿Dónde vas tú, chaval? ¡Que éste es un trabajo de hombres!” Lleno de rabia les quería demostrar que podía llevar tantos cestos como ellos, que podía llevar tanta uva al lagar como el más veterano. Pero no confiaban en mí y -  recuerdo - me encargaron de cuidar la ropa y de llevar el burro por el ronzal, mientras ellos se reían y hablaban de cosas de hombres.

 

Llevando a Andaluz del ronzal llegué al viñedo. Las uvas colgaban dispuestas ya para su vendimia. Comenzaron a vendimiar y los racimos se dejaban coger por las manos de aquellos hombres que los iban echando en los covanillos. Algo de su sangre goteaba al suelo como si aquellos bárbaros hubieran violado a una diosa antigua que habitaba entre las viñas. El río, a nuestros pies, nos miraba con su mirada de siglos y guardaba silencio. Yo miraba también y callaba.

 

La voz del capataz rasgó la mañana: “¡Ea, muchachos, a almorzar!” Y fue el primero en pasar la bota que fue corriendo de mano en mano hasta llegar a mí. “¡El zagal que no beba, que le puede hacer mal!” Cogí la bota con rabia y el vino me refrescaba la lengua, chocaba en mis dientes, limpiaba mi gaznate del polvo del camino y del viñedo. ¡Qué se habían creído esos! ¡Yo ya no era un niño! ¡Esta noche verían lo que ya tenía de hombre! “¡Mirad cómo bebe el rapaz”! Mi padre se acercó sonriendo y me quitó la bota. “Si sabes beber, sabes trabajar” Y me dio esta navaja que tengo ahora en mi mano, a la que acaricio como si fuera la mano de una mujer, como acaricié la mano de Mercedes aquella misma noche Yo la esperé en la ventana. Había liado ya mi primer cigarro y entre toses le iba dando las primeras caladas. La luna jugaba al escondite con las nubes y unos mozos borrachos cantaban coplas del Pinto. Cuando salió Mercedes le dije que me gustaba, que quería ir con ella como hacían las parejas por la carretera vieja, hasta la curva del pago de la Barca. Y ella no me dijo nada pero me dio su mano.  “Empieza por aquellos majuelos, chaval!” Mi mano cortaba los racimos con ansia, uno tras otro, sin descanso. “¡Eh, chaval, más despacio que nos vas a quedar sin trabajo.” Así no tendrían dudas de que yo era un hombre, tan hombre como ellos; que yo también servía para algo y,  cuando fuera a la taberna por el vino,  me dejarían acercar a los grupos de los hombres y no me echarían diciéndome de malas maneras que eso no eran cosas de niños. Mi padre se acercó sonriendo. “Toma, bebe, que te lo has ganado” Cargamos las uvas en los cestos y los echamos en los carros. Algunos covanillos goteaban porque los racimos se habían esmostado.  Me subí en uno de aquellos carros y me puse a cantar. El cura, que pasaba por el camino leyendo su breviario, me dijo que me parecía a no se qué dios griego. El sabrá. Yo no estudié más que las cuatro reglas y leí un poco en la escuela. Luego, aquí en esta ciudad, no me pidieron más que mi fuerza: mi fuerza para cargar y descargar sacos en una panadería de la calle Balmes; mi fuerza para subir los ladrillos en las obras que servían para construir las casas de otros emigrantes como yo; mi fuerza para estibar los barcos. Ya nadie me volvió a hablar de aquel dios griego pero aquel día, por un momento, yo fui un dios de la vendimia y un vendimiador en broma me coronó con una corona de pámpanos. ¡Ay, si siempre hubiera sido ese dios!

 

Caían las uvas de los cestos a la lagareta y desde allí iban llenando el lagar, dispuestas a su sacrificio anual. Ya los hombres, descalzos los pies, se disponían como poseídos por alguna furia a pisarlas. Los miré como pidiéndoles permiso. Bastó la mirada del Tomás para saber que yo también en el lagar era uno de ellos como lo había sido en el viñedo. Con un ritmo frenético me uní a aquel baile pisando la uva con ese compás que me dictaba la sangre que más ardiente que nunca corría por mis venas.  El Anselmo y otros del pueblo pusieron las tablas sobre aquella uva pisada por nosotros y la terminaron de prensar con la viga. Yo miraba con impaciencia al bocino, esperando ver caer el mosto rojo y espeso. ¡Era la sangre de la tierra lo que salía y lo que con cuidado cargábamos en pellejas para llevarlo a las cubas! ¡Era nuestra sangre y nuestro sudor! Mi padre me miraba sonriendo. ¡No le había salido el hijo malo, no! ¡Una gloria, verle pisar la uva! ¡Una gloria verle subir las pellejas! Cuando ese mosto ya hubiera fermentado,  ya habría echado su primer cigarro y puede que ya le hubiera dicho a la Merceditas que le gustaba. Se me hace mayor este rapaz. Ayer me parece cuando nació y, mira, hoy ya tengo un hombre en casa. Yo le miraba orgulloso, diciéndole con la mirada que ahí estaba su hijo para ayudarle, para mantener esa casa; que ahí estaban mis manos para ayudar en las tierras, para ahuyentar el hambre y hacerlo huir por el camino de los almendros; que ahí estaban mis manos, mis  manos...

 

Me estoy mirando mis manos encallecidas por el trabajo de la estiba, por los ladrillos, por los sacos. He cerrado mi navaja, la que me regaló mi padre aquella mañana. He vuelto a recorrer el Paseo de Gracia camino de casa. Ya estamos solos Mercedes y yo. Los hijos se casaron y se fueron a Manresa y a Sant Celoni. Vienen  los domingos con los nietos y entre ellos hablan en catalán. Ya son de esta tierra. Ellos no han visto la sangre de aquellas viñas, ni han tenido en sus manos los racimos, ni han participado en la violación de la diosa antigua que habitaba en los viñedos, ni les han coronado como a dioses griegos. La vida me parece ahora que recorre las últimas estaciones, que al igual que aquel viejo tren que me sacó de mi pueblo tiene ganas de llegar a su destino. Desde aquel día de la vendimia en que me hice hombre el recorrido ha sido largo y duro: pagar con cuatro perras el piso, el apuro de llegar a fin de mes, las huelgas en el puerto en las que muchas veces tuve que hacer de esquirol para poder dar de comer a mis hijos. Ahora paseo y me siento en los bancos; les doy de comer a las palomas y hablo con otros jubilados que,  como yo,  vinieron a esta ciudad buscándose la vida. A veces pienso que es una expresión absurda ésta: buscarse la vida. ¡Cómo si la vida no nos buscara para golpearnos donde más nos duele, para robarnos a la hija que más queremos con la excusa de una enfermedad que la llaman cáncer! Algunos domingos voy a verla y le dejo un ramo de flores en la tumba y pienso en aquella niña que llegó con su madre y en aquel hombre que las esperaba en el andén y en aquella mujer morena que la llevaba en brazos.

 

Estoy recorriendo la Diagonal. Algunos chicos me miran. Yo les miro a ellos. Andan enamoriscados de unas chicas y las cortejan de una manera que yo no puedo entender. No tienen más de quince años.  Al igual que yo en aquella vendimia se quieren hacer hombres. A veces, cuando el día está triste porque el sol está como velado por la neblina del mar, pienso despacio en mi vida. Pienso que ya sólo me quedan los recuerdos, las mañanas de sol y las palomas; que en nuestro piso, ése que tanto sudor y tantos callos en las manos me costó,  envejecemos una mujer morena y yo; que mi hija ya nos espera en aquella tumba al sol de Tiana. Sin embargo, si alguien me preguntara por la vida le diría que es buena, que merece la pena  vivirla aunque tan sólo sea por aquella vendimia y por los ojos de aquella mujer morena que me esperan en una calle del Poble Nou.  Y también le diría que algunas veces, sólo cuando estoy muy triste,  pienso que no merecía tanta prisa por hacerse  hombre. 


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