viernes, 1 de junio de 2018

LA MUERTE ME ESPERABA EN SAMARCANDA


Este cuento está basado en una historia real: un día de marzo,  crucé la muralla por el Postigo de la Malaventura en Ávila y, en una casa que hacía esquina, me esperaba una sorpresa. Si la queréis conocer, leed el cuento.

 

LA MUERTE ME ESPERABA EN SAMARCANDA

 

Aquella tarde crucé el Postigo de los Desventurados como  hacía tantas tardes de tantos días del año. Me gustaba llegarme hasta el otro lado de la muralla en donde había aquel barrio de casas bajas que me recordaban las que aparecían en las películas cuya acción se desenvolvía en la época medieval. Me gustaba también imaginarme que en aquellas casas vivían pelaires, labrantines o herreros; curtidores, vidrieros o guarnicioneros. Labradores y artesanos en aquel mundo sencillo que protegían, como una madre amorosa, las murallas. Desde el Postigo veía todo el valle y, al pie de los roquedos, las casas en las que vivía desde que llegué a esa ciudad. Algún coche, lejano por la carretera que iba hacia el sur, me sacaba de mi ensueño medieval. Otras tardes era el volar loco de los vencejos y otras, la algarabía de los jóvenes que ocupaban los aledaños de la muralla para jugar al fútbol. Aquella tarde en que crucé el postigo como lo hacía tantas tardes de tantos días del año, me fui hacia aquellas casas de artesanos y me senté en unos bancos que el Ayuntamiento había colocado en un jardín lindero con el lienzo de la muralla. Sentado en el banco me fijé que entreveradas con las casitas aparecían otras casas más modernas, de nueva construcción. La verdad, pensé, es que es un barrio tranquilo; los ruidos apenas existen y es el lugar ideal para alguien que le guste el silencio y la meditación. En una de esas casas nuevas había luz y por la ventana abierta se veía un hombre escribiendo. No he dicho que hacía una tarde de marzo que podría ser muy bien de junio pues el aire cálido del sur había despertado a la ciudad, dormida durante casi cuatro meses en su lecho helado. Aquel día, el canto de los pájaros, el calor que guardaban las piedras de la muralla y el corazón que sentía ese deseo que contagia la primavera de que algo nuevo empieza y que hace que, pese al transcurrir inexorable de los años, nos sintamos más jóvenes, nos decía que ya estábamos en el buen tiempo y lo disfrutábamos como algo que se lleva deseando muchos meses y que, cuando llega, se recibe con más gusto. Poco a poco, mientras pensaba en estas cosas, me fui acercando a la ventana iluminada; un hombre escribía en una máquina de escribir antigua. Rodeado por una biblioteca con tomos antiguos y algunos nuevos que hasta pude reconocer, el hombre estaba entregado a su labor con entusiasmo. Lo envidié porque a mí siempre me hubiera gustado ser escritor. Sí, es verdad que tengo escrito algo, pero poca cosa: un cuento en una revista de provincias, un premio en un concurso de un pueblo y poco más. Sin embargo, aquel hombre, con aspecto de extranjero parecía un escritor profesional. Pensé que podía ser un inglés que había recalado en nuestra ciudad para escribir una novela a lo Somerset Maugham; esas novelas en donde el novelista es un hombre de mundo que asiste a fiestas, liga mucho y, si se tercia, se acuesta con las protagonistas. En mis cuentos, todo era provinciano, gris, sin brillo. Un amigo me dijo que era el cronista de las vidas casposas. Es posible. Por eso dejé de escribir y ahora paseo y leo lo que escriben los demás. Por eso, porque soy un fracasado en la literatura, me dio envidia de cómo escribía aquel hombre al que veía por la ventana abierta de par en par. Sí, porque el hombre seguía escribiendo, atento a su vieja máquina de escribir y yo me marché, calle arriba con la rabia de no poder ser él.

Pasaron  varios meses y durante este tiempo no pude cruzar el postigo ni una sola vez. El que era mi paseo habitual, por razones que no vienen al cuento, no se pudo llevar a efecto. Me pasaba los días encerrado trabajando en casa, intentando llevar a cabo un proyecto que me habían pedido, casi exigido en mi trabajo. El tiempo me acompañó pues marzo pronto volvió por sus fueros y la lluvia y la nieve lo llenaron todo de un ambiente invernal. Abril tampoco vino muy bueno que digamos y el día que no llovía, nevaba y el que no nevaba un viento frío e inhóspito recorría las calles barriendo a los transeúntes. Sin embargo, un día en que ya el proyecto estaba muy adelantado, noté un calor diferente en casa; podía trabajar sin el grueso jersey de lana que mi abuela me había regalado para que pasara el invierno en aquella ciudad que tenía fama de ser la más fría del país. Me asomé por la ventana y oí cómo los pájaros piaban en los árboles que tenían ya como un bozo verde en sus ramas. Hasta me pareció que llegaba hasta mi ventana el olor del saúco que florecía todos los mayos. Pensé que era un sacrilegio seguir en casa con tan buen tiempo y me subí hasta el Postigo al que hacía tanto tiempo que no visitaba. El valle estaba hermosísimo todo cubierto de hierba y el río tenía un aspecto juvenil, como un adolescente que cruzara la ciudad buscando su amor entre los chopos. Me llegué hasta el banco en donde había estado sentado la vez anterior y mis ojos se fueron, casi sin que yo se lo ordenara, hasta la ventana en donde el escritor estaba escribiendo su obra aquella tarde de marzo. Estaba cerrada. Me fui acercando poco a poco hasta ella y vi que las persianas estaban bajadas y que en los alfeizares se acumulaban la suciedad como si hiciera tiempo que nadie la abría y que nadie los limpiaba. Me extrañó porque nunca había pensado que aquel hombre se marchara de la ciudad; parecía que el hombre y la ciudad estaban hechos el uno para el otro. Ya me marchaba hacia la parte alta de la ciudad,  cuando me sorprendió que en un alcorque de un árbol hubiera un libro caído. Un libro es un libro aunque no tenga nada dentro, decía Lord Byron y me agaché a recogerlo. Era un libro que el propio autor había encuadernado con tapas de cartón. Con bolígrafo había puesto en la portada: UNA VIDA y estaba sin firmar. Sin duda que era el original que iba a entregar a la editorial. Pero ¿qué hacía en el alcorque de un árbol? Abrí la primera página y comencé a leer.

Llevaban muchas horas ya las farolas encendidas cuando llegué hasta la última página. Había permanecido casi cuatro horas de pie, sin moverme, embebido en la lectura de un libro que me había arrastrado como ninguno en mi vida lo había hecho. De una página iba a la otra con la velocidad del rayo y a medida que lo leía un sudor frío iba perlando mi frente y una angustia cada vez mayor me atenazaba el corazón. Lo que ese hombre estaba novelando era algo que yo conocía muy bien; es más, supuestamente lo conocía mejor que él, pero la lectura de su obra me reveló que era todo lo contrario: era él el que conocía detalle por detalle y hasta los motivos ocultos por los que se habían hecho las acciones que allí narraba. No podía ser cierto. Quizás fuera una broma de algún amigo, una broma de muy mal gusto desde luego. Pero broma o no de lo que no podía dudar era de una cosa: que en ese libro abandonado en un alcorque se narraba punto por punto, como en eso que los alemanes llaman una “novela de formación” toda mi vida. Más resumida al principio y con más detalle hacia el final; desde mi nacimiento hasta el día de marzo en que subí hasta aquella casa y vi al autor escribiendo. Releía como loco, una y otra vez,  el último de los párrafos:

 

“Y hasta esta la casa llega ahora el protagonista de esta novela. Ha cruzado el postigo se ha embebido del paisaje y, tras cruzar la muralla, se ha sentado en un banco. Luego se ha acercado hasta la ventana y me ha mirado y me ha envidiado y ha deseado, por un momento, ser como yo, un escritor de éxito que escribe novelas. Ahora se marcha de nuevo calle arriba, buscando las luces de la plaza, las miradas de la gente que lo curen de su soledad. Un día de mayo volverá y encontrará esta ventana cerrada y en un alcorque un libro. En uno de ellos, estará escrita su vida. Yo aquí le pongo punto final al penúltimo capítulo y, al volver de la página,  comenzaré el capítulo final de esta obra.”

 

No me atrevía a leer ese capítulo final y pensé que quizás no sería mala idea intentar hablar con tan extraño autor. Enloquecido llamé al portal pese a lo tarde que era. Un vecino me preguntó que qué quería a esas horas. Le pregunté por el vecino. ¿Qué vecino? – me dijo. Esta casa nunca ha estado habitada. Desde que se construyo el edificio este piso ha estado sin vender y sin alquiler; aquí no ha vivido nunca nadie. Le referí cómo yo vi a un hombre en aquella tarde de marzo escribiendo en una vieja máquina de escribir, pero el vecino pensó, sin duda, que yo estaba borracho y que venía de alguna cena en donde se había abusado del morapio o de intentar ahogar mis penas en alcohol. Me marché a casa con el libro debajo del brazo en un estado de angustia terrible.

Ahora este escritor fracasado que está escribiendo ante ustedes tiene eso que dicen los cultos una dicotomía: puede leer ese capítulo final del libro y, sin duda,  de su vida o puede dejarlo sin leer esperando a que sea la propia vida la que se lo vaya leyendo poco a poco. No lo va a dudar y les va a contar lo que hizo con su vida o, lo que es lo mismo, con ese libro. Presa de una angustia terrible miraba yo de reojo el capítulo final porque sabía que ahí iba a  leer algo que ningún hombre quiere saber. Intentaba leerlo, pero el intento era en vano pues me quedaba paralizado. Me imaginaba lo que ese libro me iba a descubrir poco antes del punto final y tenía miedo por saberlo. No obstante, pensé, si lo llego a conocer quizás podría librarme de mi destino, podría escapar a ese lugar que todos los mortales tenemos ya escrito para poner nuestro punto final, podría modificar mi vida y elegir mi sitio para que al dolor y al miedo de la destrucción de la existencia no se uniera la imposición de un sitio no querido. Además, guardaba la secreta esperanza de que, quizás, en mi huida, despistara a la que lleva tantos años haciendo su tarea sin un fallo, sin una equivocación, sin una intermitencia. Por eso leí el final, pero, cuando ya lo había leído, me di cuenta de que me había confundido, de que todo era inútil, de que por mucho que huyera, por muchos caminos que emprendiera o por muchas ciudades a las que me encaminara, incluso aunque fuera a Carcassona a la que nunca podría llegar, la muerte me estaría esperando en Samarcanda.

 


 



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