jueves, 23 de febrero de 2023

EL CIEGO BARTIMEO


 

Basándome en textos griegos y latinos, me ha dado ahora por escribir relatos del mundo clásico. Os propongo como lectura este primero sobre el ciego de Jericó, Bartimeo, que, al estar en escrito en koiné, lo considero dentro del mundo clásico. Espero que os guste.

 

 

 

EL CIEGO BARTIMEO      

καὶ ἀποκριθεὶς αὐτῷ ὁ Ἰησοῦς εἶπεν, Τί σοι θέλεις ποιήσω; ὁ δὲ τυφλὸς εἶπεν αὐτῷ, Ραββουνι, ἵνα ἀναβλέψω.  καὶ ὁ Ἰησοῦς εἶπεν αὐτῷ, Ὕπαγε, ἡ πίστις σου σέσωκέν σε. καὶ εὐθὺς ἀνέβλεψεν, καὶ ἠκολούθει αὐτῷ ἐν τῇ ὁδῷ.

 

         Me había pasado media vida sentado bajo aquel  sicomoro pues apenas era un niño cuando mis padres me sentaron cerca del templo en un sitio en donde el paso de los peregrinos me proporcionara unas monedas para poder comer porque nadie le iba a dar oficio a un ciego, un pobre desgraciado que pagaba con su desgracia los pecados de sus antepasados. Sí recuerdo que, de pequeño, veía algunas sombras que custodiaban la ribera de los ríos. Eran sombras enormes, como las de los gigantes de los que mi madre me hablaba en los cuentos que me contaba antes de que el sueño me llegara como una ola caliente y dulce desde sus labios. Me dijeron que eran chopos. Más tarde, mis ojos se cerraron del todo y ya nada más vi.

         Sentado debajo de mi sicomoro sentía que llegaba la primavera porque el aire se embalsamaba con el aroma del saúco,  por el olor de las flores que rodeaban los pozos  de los patios, oasis domésticos que se desbordaban cuando la primavera llegaba; por el suave susurro de la brisa en los trigales jóvenes que asustaban con  sus  lanzas aún verdes a las nubes pasajeras que algún día, casi por descuido, antes de llegarse a países lejanos, dejaban unas gotas de lluvia. Yo reconocía estos días enseguida: primero, sonaban las hojas de este viejo sicomoro a cuya sombra me siento; luego, me llegaba el olor de la tierra sedienta que bebía con ansia los gruesos goterones y, finalmente, el sonido de la lluvia en las hojas. Algunos peregrinos, sorprendidos por el chubasco, corrían a refugiarse y , movidos por la compasión me echaban algunas monedas. Por el olor de sus bolsas, sabía de dónde venían pues a unos la bolsa les olía a la sal del Mar Muerto; a otros, a las tierras cercanas al mar, costas de Tiro y Sidón. Venían judíos oliendo a especias de tierras lejanas y judíos de la Hélade oliendo a tomillo y a leche fermentada. Algunos, por misericordia, me daban algo de sus zurrones y así probé la miel del Himeto, el pescado de Rodas o el cordero de las anchas llanuras de Tesalia. Algunos, que ya me conocían, me traían un regalo, una piedra de ámbar de las costas del Mar Negro, un poco de incienso de las tierras sirias, una fruta olorosa de las tierras que abrazan al lago de Getsemaní. Sin embargo, su mejor regalo era la amistad, el que me hablaran como a un hombre que no llevaba a sus espaldas el dolor de su ceguera. Otras veces, como una tormenta llena de furia, pasaban las trompetas y los caballos de Roma; orgullosos y soberbios, ningún romano me dio nunca nada. Oía sus lanzas, sus espadas, toda su quincallería del dolor y de la muerte y me cobijaba bajo mi manto. Nunca quise tener trato con los poderosos. 

         El verano llegaba de pronto y venía del desierto con una ola de aire caliente como cuando el panadero Ibrahim abría las puertas de su horno. Así, un día, nos llegaba un aliento de fuego que agostaba los trigos y que doraba las uvas. Era entonces, cuando bajaba al mediodía a casa de mi hermana Raquel y allí, en la habitación que se defendía del estío con gruesos muros de adobe, escuchando el extraño idioma de los grillos, pasaba las noches empapado de sudor hasta que el viento solano me refrescaba la frente con la generosidad de los niños y empezaban  los  vencejos sus fiestas en el cielo. Ese mismo viento me traía hasta mi jergón el olor de las rastrojeras, tan embriagador como el vino que fermentaba en las tinajas, preñadas de frescura, que tenía mi cuñado en su bodega. Oía a los niños jugar y algunos se acercaban a la sombra del sicomoro para saludarme. Algunos ya van para hombres…

         Mas,  de pronto, una tarde, se levantaba un viento fresco que hacía que las hojas del sicomoro se agitaran como los sistros que agitan las bailarinas en los banquetes de las gentes principales de Jerusalén y de Jericó  y yo dejaba que aquel viento me abrazara como una mujer, la mujer que nunca tendría porque ¿quién iba a querer a un pobre ciego?

         Un día llegó hasta mis oídos un sonido que me recordó a una  tormenta lejana que, poco a poco, cuando se iba acercando, supe de los que se trataba. Era una multitud que venía aclamando a un tal Jesús de Nazaret, el hijo de un carpintero del que había oído que curaba a los sordos,  que hacía hablar a los mudos y ver a los ciegos. Pensé que él podría curarme, quitarme el dolor de pasarme la vida entre sombras. Por las voces, supe que ya estaban pasando por mi lado y le grité:

-         ¡Jesús, hijo de David! ¡ten misericordia de mí!

Y lo dije tantas veces que no puedo deciros cuántas; y los que lo acompañaban se llegaron a mi lado y me decían que me callara, que no le importunara al maestro con mis gritos. Pero yo seguía gritando:

-         ¡Jesús, hijo de David, ten piedad de mí!

 

Entonces noté  que la muchedumbre se paraba y escuché una voz como nunca había escuchado otra:

-         ¡Llamadlo! – dijo aquella voz. Y el viento dejó de mover las hojas de mi sicomoro. Y un hombre de los que lo acompañaban me dijo:

-         Ánimo, levántate, que el maestro te llama.

 

Al momento, tiré mi manto y fui corriendo hasta donde había oído aquella voz que había ordenado llamarme. Me puse de rodillas y él me dijo:

 

-         ¿Qué quieres que haga por ti?

-         ¡Maestro, que vea!

Sentí su mano en mi frente y después de nuevo su voz:

-         Anda, ve, que tu fe te ha curado.

 

Y, al momento, - ¡os lo juro!- recobré la vista y lo vi delante de mí con la mirada más dulce que un hombre puede soñar. Era la mañana tan hermosa que caí a sus pies herido por tanta belleza. Él, el hijo del carpintero de Nazaret,  me volvió a mirar, me acarició la cabeza y me ayudó a levantarme.

Desde ese día entonces lo sigo a dondequiera que vaya. Entramos en aldeas, en ciudades, en caseríos y en todos los lugares va dejando ese tal Jesús su paz, su amor, su confianza. Sé que ya por siempre lo seguiré porque no podría vivir sin esa mirada que me devolvió la vista.

 

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