jueves, 23 de febrero de 2023

LA MUERTE DE ARQUÍMEDES

 


Y aquí, aun a riesgo de ponerme muy pesado, os va este cuarto relato.

 

LA MUERTE DE ARQUÍMEDES

         El fuego, como en las profecías de los augures, caía del cielo e iba envolviendo, pegajoso como la miel del Himeto, las jarcias, las gavias, los rostra que comenzaban a arder y que poco a poco iban llevando las llamas hasta la cubierta; una vez que el fuego había prendido en ella,  el barco se convertía en una bola de fuego que ni siquiera el agua apagaba pues en las mismas olas del mar aquella maldición de los dioses flotaba mientras seguía ardiendo y formaba grandes islas que parecían más propias de los ríos infernales que de las costas de Siracusa. Los romanos, supersticiosos como ningún pueblo, había llegado a temer tanto a ese enemigo diabólico,  que dominaba el fuego como Prometeo, que, tan pronto como veían por los cubos de la muralla aparecer una polea o una viga, se llenaban de terror y se escondían bajo las lonas de la cubierta. Marco Claudio  Marcelo apenas podía contener le pánico de sus hombres que se creían víctimas de una maldición. Casi dos años llevaba intentando entrar en aquella ciudad en la que había vivido Platón invitado por Ierón; una ciudad rica y culta que había decidido unirse a los cartagineses en esa segunda guerra púnica que Roma sostenía contra ellos. Sabía el general que en aquella ciudad vivía Arquímedes, un sabio cuyos inventos le deslumbraban aun siendo enemigo y por el que había dado órdenes claras y concisas para que se le respetara aunque , día tras día, inventaba nuevas armas que hacían imposible la toma de la ciudad. Bien sabia Marcelo que ese fuego que sus hombres creían infernal era un invento de Arquímedes, su enemigo y, sin embargo, muy admirado sabio.

         Seguía pasando el tiempo y la toma de Siracusa cada vez estaba más lejana. Las esperanzas romanas iban menguando y Marcelo llegó a pensar que lo mejor sería volver a Roma porque la guerra naval no era la especialidad de esos pastores que iban camino de convertirse en dueños del mundo. Sin embargo, una noche, un espía le vino a decir que los siracusanos iban a hacer una fiesta a Artemisa y que, aprovechando la alegría de la misma, se había confabulado con un habitante de la ciudad griega para que les dejara entrar en ella. Marcelo envió a sus hombres a Siracusa y éstos pudieron entrar para proceder a la toma de la ciudad siciliana.

         Ya habían entrado las tropas romanas, cuando un veterano centurión avanzaba espada en mano por la ciudad cuando descubrió a un hombre que, ajeno al mundo, dibujaba en la arena con un palo. Estaba resolviendo un problema matemático cuando el centurión se acercó a él:

-         Siracusano, deja de escribir en la arena y date preso.

-         Espera, romano, tengo que acabar este diagrama.

-         Te lo repito: deja esos dibujos y date preso.

-         Poco sabes de matemáticas, romano, pues, si supieras, sabrías que hay que llegar siempre a la resolución de los problemas.

El romano avanzó con su espada desnuda:

-         ¿Te digo que vengas!

-         ¡Y yo te digo que voy a terminar el problema!

 

Arquímedes siguió escribiendo y sacó de su bolsa una regla para sus trabajos matemáticos.

Todo sucedió muy rápido. El romano, al ver al griego sacar algo parecido a la hoja de una espada, se acercó y, en su enfado, pisó los círculo del sabio:

-         Noli turbare círculos meos- dijo el sabio.

-         Stulte graece, an nonne mortem proximam vides?

 

Y la espada del romano atravesó al sabio que murió al instante. El centurión  envainó su espada y siguió recorriendo la ciudad.

         Habían pasado ocho meses y todavía las tropas de Marcelo seguían  luchando por conquistar Siracusa y no la habrían tomado de no haber sido por un traidor que abrió las tropas de la ciudad a las tropas romanas.

         Volviendo a Roma, Marcelo reflexionaba en la borda del barco sobre la muerte de aquel sabio. Nunca quiso conocer el nombre de aquel centurión que lo había matado. Al fin y a la postre, Arquímedes sería conocido por siempre, mientras que para el centurión nadie conocería su nombre. Marcelo miró al mar y pensó que lo mismo que las olas seguirían agitando su superficie y reposando más tarde en las playas para aliviar su cansancio, el nombre de aquel sabio iría de boca en boca y de libro en libro y que quizás, muchos siglos después, alguien escribiría un relato sobre la toma de Siracusa y hablaría de aquel sabio griego.

         Y así, los hombres del futuro recordarían a ese sabio cuyo nombre era Arquímedes.

 


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