domingo, 16 de abril de 2023

MARCIAL EN SU CALATAYUD

 


CAYO VALERIO MARCIAL A  JULIO MARCIAL SALUDA.

 

         Mi muy querido amigo y paisano:

         A estas tierras remotas  de Bílbilis va llegando muy despacio la primavera como si no tuviera prisa por llegarse hasta este rincón remoto de Hispania. Tan pronto como llegó febrero, querido Julio,  ya  empezaron a florecer los almendros y, ahora, pasados ya los idus de marzo, el olor de sus flores de nata llena toda la ciudad que, aunque pequeña en tamaño,  reproduce en escala una pequeña Roma.  En esta villa desde la que te escribo y que ha sido un regalo de la generosidad de Marcela, una viuda de Bílbilis que siente por mí un gran aprecio y que admira profundamente mi obra, no me falta de nada pues tengo árboles, fuentes, la sombra de un alto emparrado, los canales para el riego, los prados, los rosales que en  nada envidian a los de Pesto pues dos veces al año me florecen y más plantas que te sería prolijo si yo te las enumerara. Por si esto te pareciera poco, caro Décimo, nadan en mi alberca las anguilas y tengo un blanco palomar que del mismo color me cría los pichones. Además, con un trabajo agradable de indolente agricultor, cultivo mis propios campos. Sé bien que te voy a dar envidia, pero aquí, en esta tierra bilbilitana, duermo cuanto quiero porque, en primer lugar,  llego cansado del campo y, en segundo,  porque, al llegar la hora tertia, esa hora terrible en la que los negocios comienzan en Roma y bullen los abogados y los negotiatores por las calles con cuyo ruido es imposible prolongar el sueño, el silencio es tan sonoro como en la alta noche. Nada quiero saber de la toga y me visto con lo primero que encuentro en una silla rota. Cuando me levanto, me acoge un fuego al que corona la cocinera con numerosas cazuelas y al que   alimenta  la leña de un cercano carrascal Mis esclavos me informan de la caza que abunda por los alrededores y un joven siervo sirve  a los trabajadores. A la noche, corre el aire frío de ese pico que se yergue cerca delas tierras celtibéricas en donde estuvo Numancia, la ciudad mártir que soportó hasta su muerte el asedio romano.

         Mas tengo que confesarte, caro Julio, que a veces me viene una murria porque ya no soy joven como cuando subía al Vadaverón o nadaba en el río Salo. He leído a Lucrecio y me consuelan sus teorías sobre la muerte, pero ¡me da tanto dolor dejar estas tierras tan hermosas para ir al país de los muertos, flaca mansión de Plutón! ¡Cuánto me gustaría dar marcha atrás y volver a encontrarme con mis padres queridos cuya tumba visito con frecuencia! Fueron ellos los que me enseñaron a sentirme orgullosos de ser hispano romano, de tener todo mi abolengo en esta tierra.

         La finca que me ha dejado Marcela, mujer generosa de esta tierra bilbilitana, me llena de grandes gozos y muchas cosas te podría contar. Por ejemplo, que cuando ya ha pasado noviembre y ya se acerca el invierno, un rústico mozo me vendimia las uvas tardías que quedan en las parras; que disfruto de una turba de aves de corral, gallinas, gallo, un cisne cantarín y un irisado pavón que da culto a Hera con sus plumajes en la cola; que no me faltan los faisanes y que, en la clara mañana, resuenan en los palomares los aplausos de las palomas. Aquí el aceite se gasta en las lucernas y no en los musculados cuerpos de los gimnastas y la leche me da tiernos quesos que como con las mieles de mis colmenas. Te diré que aquí no conozco los pleitos y que, como ya te adelanté unas líneas más arriba,  pocas veces me visto la toga; que mi mesa es humilde, que la noche es sobria y sin borracheras ni vómitos; que mi lecho es alegre, pero conservando el pudor y que mi sueño me procura unas tinieblas breves; que me conformo con lo que tengo y soy y que nada más quiero; en definitiva, Julio, que al día final ni lo  temo ni lo deseo. En el verano, paseo bajo la urdimbre de sombra de mis altos emparrados, me mojo los pulsos en las acequias que llevan el agua que da vida  a los huertos y, allá al ponerse el sol, con un fiesta de morados y violetas en el cielo, me gusta llegarme hasta la alberca, la misma en que la luna se baña por las noches, y contemplar el nadar sereno de una anguila de casa. Blancos palomares me crían palomas de semejante color. ¡Qué feliz estoy, Julio, amigo! Tanto es así que si Nausícaa en persona me ofreciera los jardines paternos,  podría decirle a Alcínoo, su padre,  y quedarme tan ancho: “Prefiero los míos”.

         Amigo Julio, treinta y cuatro siegas hace que nos conocemos y, si mal no recuerdo, lo dulce y lo amargo se mezclan. Sin embargo, si todas las piedrecillas que fuimos escogiendo cada día, las dividiéramos en dos montones de diverso color, te aseguro, Julio, que el montón blanco, vencería al negro. Tan sólo tengo la pena de algunas amistades a las que entregué mi corazón con poca precaución y por eso te pongo , al final de mi carta, estos cuatro versos que te he escrito en endecasílabos falecios y que sé que serán de tu agrado.

Si vitare velis acerba quaedam

et tristis animi cavere morsus

nulli te facias nimis sodalem:

gaudebis minus et minus dolebis[1].

 

         Y ya nada más, Julio del alma. Tan sólo decirte que por nada volvería a Roma pues en estas tierras mías, en este mi pequeño reino, sic me vivere, sic iuvat perire[2].

 

Vale

        

 



[1] Los veros son del epigrama 34 del libro XII y dicen así en castellano:

Si evitar quisieras algunas pesadumbres

y evitar los tristes mordiscos del alma,

de nadie te hagas amigo en exceso:

gozarás menos y menos sufrirás.

[2] Así me gustaría vivir, así morir.

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