jueves, 26 de abril de 2018

LA FRONTERA




         Llevaban años recorriendo los caminos, las veredas y los senderos. Llevaban años expuestos al sol abrasador del verano y al frío hiriente, como un cuchillo, del invierno. Llevaban años queriendo llegar hasta la frontera para poder llegar al país de promisión que se extendía al otro lado. Los más viejos recordaban el día que salieron, el alba apenas apuntando, los corazones latiendo con ese latido alegre que produce la esperanza, los carros cargados con todo lo necesario para el viaje. Aquel día pensaron que el viaje sería corto, que en pocos días llegarían a la frontera y podrían arribar al país de sus sueños. Al comenzar a caminar, los cantos salían alegres de sus gargantas y en todos ellos la esperanza se dejaba ver en el brillo de sus ojos. Los niños cantaban canciones sobre aquel país añorado que les habían enseñado en la escuela; los mayores ya hacían planes sobre su vida "cuando atravesaran la frontera"; los viejos miraban de vez en cuando hacia atrás añorando el país que dejaban, pero, al tiempo, su corazón renacía con la esperanza de una tierra mejor para sus hijos y para sus nietos. Las mujeres, que se habían informado sobre la manera de vestir de la nueva tierra, en la sombra de los carros iban cosiendo ropas nuevas y, por la noche, al amor de las hogueras que encendían donde acampaban, remataban sus vestidos. No existía el presente sino como algo pasajero, como algo de puro trámite que había que cumplir para llegar al destino final.
         A los cuatro días llegaron al primer collado y por un camino sinuoso llegaron hasta el puerto. Algunos, los más entusiastas, pensaban que esa era ya la frontera y, con las fuerzas que dan los comienzos, llegaron hasta arriba corriendo. Pero aquella no era la frontera; y, clavando los ojos en el horizonte, vieron que, ante sus ojos y cubriendo todo el paisaje, se extendían otros muchos collados que tendrían que cruzar para llegar a donde querían. Pero aún las fuerzas eran muchas y la desilusión se curó con unas cuantas botellas de vino y unas cuantas canciones del país que habían dejado atrás. No les cabía duda de que en pocos días llegarían al país de sus sueños.

         Cuando llegó el otoño y ya los chopos del camino se empezaron a vestir de amarillo, hacían parada en las alquerías y los niños les regalaban acerolas. Y el viento del otoño les marcaba el camino que les llevaría hasta la frontera. Ese viento frío que se levantaba por las tardes les estrechaba un poco el corazón y sentía una inquietud en el alma. Presentían la falta de luz del invierno, las noches frías y largas que tendrían que pasar en el camino; la nieve y los hielos que les dificultarían el paso. A lo lejos se veían las rastrojeras ardiendo y, en la noche, aquellos fuegos iluminaban sus corazones que ya sentían esa soledad que alberga el invierno en su corazón.
Por las noches, se tenían que arropar mejor en los carros y en las carretas y por la mañana la lumbre que las mujeres prendían para hacer los desayunos calentaba sus manos. Algunas veces, los valles se llenaban de cendales de niebla y las nubes se agolpaban en las cumbres para decidir en qué territorios, en qué campos descargarían su agua. Era el milagro de las primeras lluvias después del verano; del olor a la tierra que se dejaba germinar por el cielo. Ya en los bosques había un tapiz de hojas secas y los pasos de los hombres, de las caballerías y de los carros lo hacían crujir a su paso.
Llegó el invierno y todavía no habían cruzado la frontera. La nieve llenó los caminos y los carros marchaban con dificultad. El frío les cortaba la cara y las manos, cubiertas con gruesas manoplas de piel, se movían torpes en las labores. Las mujeres apenas salían de los carros y mantenían con ellas a los niños. Por primera vez, sintieron que la frontera estaba lejos y pensaron en racionar los alimentos que habían llevado de su país. Durante el verano y el otoño, los campesinos generosos les ofrecían sus frutos, pero el invierno había dejado tan sólo una vida amortajada bajo una capa de nieve. Los niños no podían comer las zarzamoras de los tapiales ni robar, a escondidas de su padres, las ciruelas de las josas. El largo invierno había venido para quedarse varios meses y las provisiones tenían que llegar para la primavera, cuando el mirlo empezara a cantar.
Una noche, en medio de los más crudo del invierno y cuando ya los alimentos eran tan escasos que apenas les llegaban para todos, vieron venir a un grupo de gente entre la nieve. Al igual que ellos, iban arrebujados en las carros y la delgadez de sus rostros señalaba a las claras que también el hambre estaba haciendo mella en ellos. Cuando se cruzaron, el que parecía el guía tiró de las riendas de su carro para pararse. El que desde el primer había guiado a aquellas gentes en la búsqueda de esa otra vida mejor que había tras la frontera, paró también su carro:
-         ¿A dónde vais? – les dijo el primero.
-         Vamos en busca de la frontera. Nos han dicho que del otro lado hay
una tierra de promisión.
Una carcajada sombría salió de la boca de aquel hombre.
-         ¿De la frontera, dices? Nosotros también salimos un día buscando la
frontera y ya ves cómo volvemos: con frío, sin fuerzas y muertos de hambre. No merece la pena que sigáis adelante. volved a vuestras tierras como volvemos nosotros y dejad en paz la frontera: no es más que una mentira que nos cuentan los ancianos para poder seguir viviendo esta vida tan estúpida.
         El viento se quedó un momento callado. Todo el paisaje, con los árboles helado y los arroyos enmudecidos, se quedó en silencio como si se hubiera revelado un gran secreto, como si la creación entera esperara la respuesta. Todos se miraron unos a otros y las mujeres arrebujaron más a los niños en sus chales. Entonces fue cuando Andrés, el más joven de los emigrados, se llegó corriendo hasta las bridas del carro que abría la marcha y, sentándose en el pescante, gritó a los caballos:
         - ¡Arre! ¡Arre! ¡Arre! Y vosotros ¿por qué os dejáis llevar por su desánimo? Ellos han fracasado; quizás no supieron encontrar el camino, pero nosotros lo encontraremos y llegaremos y guiaremos a estos hermanos perdidos hasta las tierras que nos esperan. ¡Ánimo, compañeros! Un día los hielos serán agua que esponje las glebas de las que saldrán los trigos que saciarán nuestra hambre. Mientras, algún alma caritativa no nos negará un mendrugo pan y media azumbre de vino.
Y, subido en el pescante, los animaba moviendo las manos y los brazos.
Poco a poco, los carros se fueron poniendo en marcha y siguiendo su camino. Al final de la caravana, se colocaron los que ya estaban de regreso, los poseídos por el desánimo a los que las palabras de aquel muchacho había hecho reverdecer su esperanza. 
         Y así, sin nadie que les negara su mendrugo de pan ni su media azumbre de vino, llegó la primavera y cuando el mirlo cantó, ya las tardes se alargaban y el camino se hacía sencillo y fácil. Las noches no albergaban en su seno la tiniebla y el frío del invierno y parecía que pasaban antes, que antes llegaba la luz del alba por los cerros lejanos.
         Un día, llegaron a un río. Era un río ancho y hermoso y formaba meandros. Desde uno de ellos vieron cómo el sol se paraba sobre la corriente y en aquella mañana de primavera pensaron en quedarse para siempre en esa tierra. Los monjes de un monasterio cercano los acogieron y les ofrecieron de comer. Pensaron que no sería difícil conseguir unas tierras y quedarse allí. Aquella curva del río era muy hermosa y las tierras regadas por el río muy fértiles. Quizás esa era su tierra prometida y ya no hacía falta que fueran hasta la frontera. Lo pensaron y decidieron quedarse. Las tiendas dejaron paso a casa de piedra que los hombres construyeron. Allí morarían.
         Pero pasó aquella primavera y llegó el verano. Y, cuando pasó el verano, y los días iban siendo más cortos, los hombres sintieron una extraña sensación en su pecho. Aquella tierra les había dado su fruto: nada le podían reprochar, pero el recuerdo de la frontera  se asentó de nuevo en sus mientes. Primero en los ancianos, cuyos padres ya les habían hablado de ella; luego en los hombres, ya padres de hijos adolescentes; luego, en los muchachos y en los niños en cuya memoria volvía a surgir el recuerdo de la tierra de la que tanto les habían hablado. Y un día abandonaron las casas de piedra y se hicieron de nuevo al camino.

         Pasaron meses y estaciones, años quizás de caminos que serpenteaban por los collados buscando los puertos. Un día, un joven llegó corriendo hasta las tiendas para anunciar que allá en la lejanía había visto un collado diferente. Ondeaban banderas de colores y hombres y mujeres se movían en un mercado multicolor. "Hasta incluso - dijo - he oído la algarabía de su voces". Era, sin duda, la frontera. Arrearon a los caballos y cruzaron veloces el espacio que les separaba de lo que el muchacho había contado. Cuando empezaron a subir el puerto, el último puerto que iban a subir en su vida pues, al cruzarlo, se quedarían en aquellas tierras de promisión, sus corazones golpeaban su pecho con frenesí. Los caballos corrían fustigados por los hombres que iban en los pescantes de los carros.
         Y llegaron arriba. Allí estaban las banderas de colores y la algarabía de gentes. Miraron a un lado y a otro y buscaron los carteles que indicaran que aquello era el final de su camino, pero nada ponía; tan sólo, del otro lado del puerto, el camino que continuaba imperturbable hacia otros collados.  Entonces se miraron unos a otros y con el corazón un poco más encogido siguieron caminando porque sabían que un día no muy lejano, tras llegar a otros collados que los engañarían con sus guirnaldas, tras pasar otros inviernos con hambre y con desesperanza y otros veranos en los que la sed les hiciera recordar la sombra fresca de los abedules y los mansos arroyos, llegarían a aquella tierra que buscaban. Y los cascabeles de los collerones acompañaban sus alegres canciones.

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