lunes, 16 de abril de 2018

LOS MEMBRILLOS




Este cuento lo he tenido siempre en la memoria. Es un homenaje a mi abuelo Julio, que siempre iba en su bicicleta a las tierras de El Pico del Águila, un pago lagunero en el camino de Puenteduero. Es un cuento cargado de esperanza porque quizás la muerte, la muerte tan temida, no sea más que eso: cruzar la acequia y encontrarnos con aquellos que han sido nuestra vida. ¡Que os guste! Sé que es impublicable, pero me gusta a mí que soy su autor.,

LOS MEMBRILLOS

         Salió como siempre aquella mañana por el caminillo que bordeaba la acequia. Los chopos que la custodiaban ya llevaban más de un mes amarilleando y ahora habían  llegado a su máxima belleza. Dentro de poco el viento del norte y el ábrego los desnudarían y serían como viejos pinceles que habían perdido sus cerdas. Iba como siempre en su bicicleta, con una caja  para poder recoger la fruta. A lo lejos el pueblo aún se cubría con la niebla como un niño perezoso que se hacía el remolón para levantarse. Pedaleaba con fuerza, casi con brío pese a sus muchos años. Conocía aquel camino desde siempre; lo había recorrido de niño cuando llevaba la comida a su padre en un hatillo; de joven, para bañarse en los almorrones y de paso espiar a las chicas que hacían lo propio en otros almorrones más alejados. Por aquel camino paseó cuando murió su madre y no quiso que en el pueblo le vieran llorar, que decían que no era de hombres. Ya de mayor había recorrido ese mismo camino para ir a las tierras, para ir al duro trabajo que le esperaba entre los surcos. Y ahora, en esa mañana de noviembre, pedaleaba alegre mientras el sol iba haciendo jirones la niebla. Hacía frío. Tenía la cara helada. Las manos, agarradas al manillar, apenas las sentía y el viento se colaba por toda su ropa. El pueblo seguía firme en su resolución de no levantarse, de quedarse más tiempo remoloneando en su embozo de niebla.
         Cuando llegó al pago que llamaban el Pico del Águila, dejó la acequia y torció por un sendero a la derecha. Vio en seguida la casilla que le había servido, en los años de dura brega,  para guardar los aperos y para refugiarse cuando venía algún nublado y siguió hasta ella. Se bajó de la bicicleta y la dejó apoyada junto a la pared de adobe que él mismo hacía ya muchos años había enjalbegado. Luego miró a la ringlera de membrillos que servían de linde a la tierra. Los había plantado también él cuando la compró. ¡Bien se acordaba de cómo plantó membrillos, higueras y manzanos para que dieran fruta! De eso habían pasado, más o menos, cuarenta años. Los chicos eran pequeños y le habían ayudado a plantarlos; ahora, cada uno tenía su vida y le venían a visitar cuando podían, ocupados con sus familias y con sus trabajos. La vida era así: de nueve que habían sido en casa ya sólo quedaba él y, a veces, el silencio espeso de las habitaciones parecía que no le dejaba andar por ellas; parecía que  aquella masa viscosa compuesta de frío, oscuridad y ausencia de sonidos había tomado la casa en la que nunca habían faltado las voces de los hijos, las órdenes dulces de la madre y las bromas y los cantes del padre.   Pensando en estas cosas se encaminó hacia los árboles con un saco pequeño. Vio que tan sólo con los que de maduros habían caído de las ramas podía llenar el saco. Con algunos años menos hubiera podido subirse a las ramas y haber cogido muchos más; había para llenar cinco o seis sacos. Pero con esos que iba recogiendo le bastaban. Con mucho cuidado para que no se macaran los iba colocando en su saco y, cuando lo llenó, al levantar la cabeza, vio que el pueblo ya había salido de su embozo de niebla y que sobre él lucía un sol de otoño que lo hacía más hermoso, más limpio, más nítido. La verdad es que el pueblo era muy bonito visto desde aquí.  No se había fijado mucho en esos detalles otras veces porque desde hacía muchos años había venido a estas tierras a trabajar como un loco: había que sacar a siete hijos adelante y no había mucho tiempo para las contemplaciones estéticas. Pero hoy, sin prisa, todo le parecía de una hermosura desconocida. Aquel pago lo había visto muchas veces: cuando trabajando, levantaba un momento la cabeza para tomar respiro; desde el pescante del carro; desde la bicicleta. Lo había visto muchas veces pero hoy, no sabía bien por qué lo veía distinto, diferente. ¿Sería el color dorado de los chopos que creaba como un filtro mágico? No lo podía precisar. Se cargó su saquito de membrillos a la espalda y se encaminó a la casilla. Allí de nuevo, con mucho cuidado para que no se macaran, los fue depositando en la caja. ¡Eran muy hermosos! Tan hermosos que no los iba a vender todos y se iba a quedar con algunos para que dieran olor en las habitaciones de la casa, para que fueran una candela amarilla en la oscuridad del silencio. Notó que estaba sudando y que el aire frío de la mañana le enfriaba el sudor de la frente. Se caló más la gorra; los catarros no eran buenos y no quería coger uno ya en el otoño. Montó en su bicicleta y se encaminó de nuevo a la acequia. El dorado de los chopos hacía que la luz fuera también dorada, que todo estuviera bañado como por una luz mágica. Penetró en esa luz y subió al camino estrecho que bordeaba la acequia. Comenzó a pedalear. En la caja de la bicicleta también los membrillos se fueron revistiendo de una luz no usada, de una luz como nunca había visto.
         Al principio fue un eco lejano pero luego oyó unos cantes flamencos. Pensó que serían los gitanos que estaban cogiendo patatas al otro lado de la acequia y que se entretenían cantando unos tangos o unas cantiñas; pero conocía aquella voz. Al irse acercando, se dio cuenta de que aquella voz era de su amigo Félix con el que había compartido muchas tardes de coplas y cantes. Pero ¿cómo podía ser si Félix llevaba muerto la friolera de treinta años? Pensó que era una pena hacerse viejo porque ya no era lo malo el que te quedaras sordo sino que ya no sabías lo que oías. Pero, a todo esto, vio que la luz de los chopos se hacía cada vez más dorada; era tan hermosa como él no la había visto nunca. Seguía sonando la voz de Félix al otro lado de la acequia y, sin venir a cuento, empezó a recordar su niñez. La había recordado muchas veces pero ahora la recordaba de una forma tal que era como si lo estuviera viviendo. ¿Quiénes eran esos que estaban al otro lado de la acequia? Reconoció a antiguos amigos, a gentes del pueblo que ya hacía muchos años que habían cruzado a la otra orilla. Frenó la bicicleta y se quedó parado escuchando. Oía las voces y veía las figuras que se movían con la misma agilidad de cuando eran jóvenes. ¿Qué estaba pasando? Se bajó de su vieja bicicleta y la dejó apoyada en un chopo. ¿Cómo podía ser que al otro lado de la acequia, en la otra orilla viera a su cuñado Lorenzo o a Don Bautista, el cura con el que tuvo tan buena amistad? Además, si la vista no le fallaba, se estaban acercando hacia él poco a poco, como si vinieran a decirle algo. Don Bautista avanzaba seguro, fumando en su pipa hecha con una pata de conejo y su cuñado hasta le hacía señales con los brazos para que se acercara. Esto no podía ser real, no podía ser verdad lo que estaba viendo. No recordaba haberse excedido con su copita de aguardiente de pepino que tomaba en ayunas porque decía que le quitaba el dolor de barriga. De lo que no cabía duda era de que cada vez estaban más cerca, de que se llegaban hasta él, de que le daban de mano. De entre aquellas gentes que estaban del otro lado, empezó a reconocer a vecinos, amigos, compañeros en los años difíciles en los que de una peseta había que hacer cuatro. También vio a un nieto al que un desgraciado accidente de tráfico le quitó la vida. Ahora estaban tan cerca de él que les reconocía las caras perfectamente. Y vio cómo le sonreían. De pronto, se fueron apartando para dejar paso a alguien que venía andando desde el fondo de aquella escena. Era una mujer morena cuya cara, que todavía no veía bien, le sonaba mucho. La mujer avanzaba segura, firme, con un paso decidido, mientras los demás la iban abriendo un pasillo para que avanzara hasta los chopos de la acequia. Le parecía que era ella pero aquello no podía ser. Algo le pasaba. Notó cómo un frío extraño recorría su cuerpo y entonces aquella mujer, su mujer, que había muerto hacía nueve años, se paró justo en la otra orilla de la acequia. Era ella, no le cabía duda pero tal y como la conoció setenta años atrás cuando acababa de llegar de Toro. Le gustó aquella chica morena de ojos negros y se dijo y la dijo: tú conmigo para siempre. Y así fue. Le dio siete hijos y luego, un mal día de junio, cuando el olor de la felicidad llenaba el pueblo, se fue. Era ley de vida pero él no entendió nunca esa ley de la vida que le obligaba a quedarse solo. Ahora se estaban mirando como se miraron la primera vez. Ella le dijo:
-         Sigues teniendo el lunar en le mismo sitio. ¿Sabes que una de las cosas que me enamoraron de ti fue ese lunar? Y se reía con ganas al ver la cara de susto que ponía.
Luego, la mujer se acercó más a la corriente de agua y alargó la mano.
Él se acercó también porque tuvo miedo de que se cayera al agua, que últimamente andaba muy torpe de las piernas esta mujer.
-         Ten cuidado no te caigas que no te vendría nada bien una mojadura con el reuma que tienes.
Ella se volvió a reír.
-         Anda, dame la mano y vente conmigo; vente con nosotros que ya te
estamos esperando.
         Y le alargó la mano casi hasta el centro de la corriente. Él, al cogerse a ella, sintió una fuerza que le arrastraba, un calor que llenaba sus médulas envejecidas. Notó que su sangre volvía a correr ligera por sus venas como un torrente; notó que recorría sus venas con la misma fuerza que en aquellos años en que se llegaba hasta el pueblo de al lado para comprar ladrillos o para echar unas coplas en la taberna. Agarrado a la mano de su mujer cruzó en un vuelo la acequia y llegó hasta el otro lado. Allí la luz de los chopos era tan dorada como no la había visto nunca y todos parecían reflejados por la luz. Don Bautista, siempre tan de broma, le recordó que tenía una partida a medias con él, aquella que no habían terminado cuando se tuvo que marchar porque una tormenta, que había venido de la parte de Ataquines, amenazaba con dejar un pedrisco y arruinar la cosecha de pimientos. Uno a uno fue saludando a todos y hasta se atrevió a echar unas coplas que le sorprendieron porque era su voz la de aquel chaval que había enamorado a la toresana. Al acabar la coplilla, miró a su mujer:
-         Ya tenía ganas de volver a verte.
-         Yo también. A saber cómo me tendrás la casa.
Y él se puso colorado porque en eso de la casa era un desastre, que ni
un huevo se sabía hacer cuando lo dejó. Y ella se acercó a él y se besaron como aquel día en que sus labios se unieron por primera vez setenta años atrás. Luego, cogidos de la mano, se fueron con los demás luz adentro, por un sendero que él nunca había visto pero que recorría confiado. Y notó que su corazón se le llenaba de alegría y que empezaba a cantar de nuevo. Era tan feliz y además con una felicidad que nadie ya le iba a arrebatar. Miró a su mujer; ella lo miró y ellos y los demás se hicieron luz, luz dorada de chopos en aquella mañana de noviembre.

         Cuando el juez de guardia llegó al lugar de los hechos, encontró la bicicleta apoyada en el chopo y el cuerpo del  anciano al otro lado de la acequia. Sin duda, le dijo al ayudante, se ha dado un mal golpe al querer cruzar. ¿No se darán cuenta estas personas mayores que ya no están para estos trotes? Y luego, en silencio, procedió con su trabajo de rutina mientras el ayudante, sin que le viera el juez, se quedaba con el membrillo más hermoso de la caja que llevaba en su bicicleta Julio.


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