lunes, 9 de abril de 2018

LOS CABALLOS DEL CORONEL

Os dedico este cuento, lectores míos.


LOS CABALLOS DEL CORONEL
El Coronel se miraba sus botas de piel que relucían bien lustradas por el asistente que, con la mano en la sien, marcial y firme, le hacía el saludo militar de ordenanza mientras el sol de la mañana, el mismo que ya se reflejaba en el río y en las huertas que bordeaban la vieja ciudad, aún dormida, aún soñando con sus monasterios y sus palacios, se filtraba por el visillo de encaje, obra sutil, casi mística de la mujer del jefe militar que a esas horas tan tempranas aún  reposaba en la habitación del linajudo palacio que habitaba con su marido por razón del puesto militar de aquel  que era, a la sazón, Director de la Academia militar que aquella ciudad de silencios - sólo turbados por la voz grave de las campanas catedralicias o por la voz juvenil y alegre de la esquila que tocaba a misa en San Elpidio-  albergaba en el centro de su corazón de piedra. Aquel rayo de sol se aburría de reflejarse en las botas del militar y buscó las copas de cristal labrado que había en el  aparador, la pluma de oro con filigranas de orfebre que dormitaba sobre la mesa en la que el jefe y director firmaba sus importantes partes y oficios; partes y oficios que se comentaban después en el bar de oficiales entre el humo de los cigarrillos y el olor a café de puchero; en la calle Mayor, mientras los militares paseaban con sus mujeres por los soportales y les hacían saber  los pormenores de la vida diaria de la Academia; en el mercado, en donde las militaras los comentaban entre sí y se quejaban de que ninguno de ellos tuviera por contenido un aumento de paga, que ya estaban cansadas  de pedir a los vendedores que les anotaran la compra y liquidarla a  primeros de mes para volver al poco a


la misma situación. Poco tiempo llevaba el Coronel en su puesto y aún estaba en ese estado, común a todos los que tienen que mandar, en que los subordinados los observan con precisión de entomólogo para conocer bien su carácter, sus maneras, en definitiva, sus puntos flacos para, una vez conocidos, poder sobrellevar mejor sus mandatos y tener sus claros de libertad. Así ocurre en las aulas con un nuevo profesor, en las oficinas con un nuevo jefe y así ocurría en aquella ciudad, nido de águilas tallado en piedra, en el que era el militar de más rango.  Firme seguía el asistente en su saludo, esperando la orden de descanso. Cuando el Coronel se la dio, el muchacho, un joven hijo de labradores de la provincia, la cara curtida por los soles y las manos encallecidas por el duro trabajo del campo, le leyó el orden del día: algunas visitas oficiales, un asunto disciplinario y poco más. Mientras se lo leía, el Coronel miraba por la ventana. La niebla tapaba como un embozo la sierra lejana y una lengua desgarrada de las nubes principales se distraía en ir lamiendo la corriente del río. No estaba mal aquel destino: había mejorado en la paga, había ascendido y tenía una buena casa. Sin embargo algo había que turbaba la felicidad del Coronel y ese detalle que le desazonaba era que no había instalaciones de hípica. Él era un gran jinete y en sus otros destinos siempre había tenido un buen picadero para poder montar a caballo. Con tantos años de práctica había conseguido hacerse un prestigio entre sus compañeros y, en la actualidad, su nombre sonaba como futuro integrante del equipo que representaría a su país en las Olimpiadas. Cuando salió de su último destino, su nivel era muy alto, tan alto que el General encargado de seleccionar los militares que entrarían a formar parte del equipo nacional casi le aseguró que podría pasearse por las orillas del río que pasaba por la ciudad en donde se celebrarían los juegos. Sin embargo, ahora, si no podía montar, su nivel bajaría y era muy probable que otros oficiales lo aventajaran. Cuando el general lo nombró director de la Academia,  no iba a entrar en tiquis miquis, pero ya se dio cuenta de que adonde iba no podría disfrutar de su pasión favorita. Había que buscar una solución pronta a tan grave problema.
         El Coronel seguía mirando por la ventana y el recluta , algo osado por su parte, se atrevió a decirle que si no ordenaba nada más y que si daba su permiso. El Coronel, arrancado de su sueño equino, apenas balbuceó “un puede retirarse” que el joven aprovechó para salir lo más pronto posible por la hermosa puerta de arco conopial. Al bajar, el muchacho se paró frente a una ventana que daba luz al hueco de la escalera y miró a través de ella. El sol ya se había aburrido también de jugar en el despacho del Coronel y ahora jugaba en la torre de una iglesia románica que estaba frente a la Academia. Al soldado le gustaba ver aquella iglesia con su portada sencilla de arco de medio punto que le recordaba a la de su pueblo. Además, cuando nevaba, la nieve se quedaba en los arcos como suspendida y le recordaba cómo también en el huerto de su padre la nieve temprana de octubre se quedaba  a veces en las manzanas y les formaba como una coronita blanca que era lo más ligero y delicado que él había visto nunca. Parecía como si una mano las hubiera escarchado con azúcar. El muchacho pensó en su madre, que a esas horas estaría haciéndole la comida a padre, y siguió bajando por la escalera.  El Coronel se dirigió hacia su mesa, tomó asiento en la butaca y abrió la carpeta de las firmas para estampar en los documentos del día su firma solemne, rotunda, trazada de un solo trazo, como corresponde a un vencedor, a uno de esos hombres que estaban haciendo un nuevo país, tan alejado de aquel otro que era antes: un país de bárbaros que destrozaban todo lo que pillaban. Recordaba allá en la capital a las turbas regocijándose con las llamas, enloquecidas por el odio. Pero, por fortuna, todo eso había cambiado y hombres como él estaban construyendo un país basado en los valores eternos que aquellos salvajes habían olvidado.  En tan gloriosos pensamientos le sorprendió otra vez el asistente para traerle alguna nueva sin importancia: oficios de rutina, partes sin trascendencia. El sol, aburrido, ya andaba recorriendo la pétrea fábrica de la Catedral. El Coronel firmó los partes y los oficios y se retrepó en su sillón de cuero. Luego sacó un cigarro puro de la caja en la que los guardaba y lo encendió. La luz se filtraba por los encajes de los visillos buscando las volutas de humo que salían de la boca del jefe militar. No, pensó usía, por nada del mundo debo de quedarme fuera del equipo olímpico.
         Fue en una mañana de primavera cuando al Coronel le vino la inspiración casi divina. Había oído misa en la capilla de la Academia y pasó a su despacho. Tras el juego del sol en sus botas y el parte del asistente, se quedó muy fijo mirando por la ventana. El fino  encaje del visillo rozaba su recién afeitada cara y sintió algo parecido al placer. Pero ese pequeñísimo placer no tenía comparación con el que estaba sintiendo al contemplar, como en una visión, que ahí delante de él se podría hacer el picadero que tanto deseaba. Volvió  en seguida a su mesa y dibujó, con su pluma de oro adornada con filigranas de orfebre, el plano soñado en papel verjurado: ese era, a grandes rasgos, su sueño. Al instante tomó una cuartilla, que llevaba en su esquina superior izquierda el membrete de la Academia militar que dirigía, y comenzó a escribir al General de la Plaza y al Capitán General de la Región Militar correspondiente. Argumentó la necesidad del picadero diciendo que era bueno para los cadetes el arte ecuestre, fuera cual fuera la especialidad de la Academia militar; que en aquel nuevo país que estaban construyendo no se entendía un buen militar que no dominara la monta e incluso algo de doma. No argumentó, como es lógico, su deseo de pertenecer al equipo olímpico, que no se vería cumplido si no entrenaba lo suficiente, ni que se aburría enormemente en aquella provincia construida con sillares  de piedra. Firmó y rubricó ambas  cartas y llamó al asistente que, tras cuadrarse como mandan las ordenanzas con firme taconazo, las recogió y, tras repetir el marcial saludo, salió de nuevo por la puerta de arco conopial. Ahora sólo faltaba esperar. Pero no creía que mucho tiempo porque aquellos a los que había escrito eran amigos suyos y  entenderían su idea y le darían los permisos oportunos para construir su picadero. Mientras tanto podría ir practicando en la finca de unos terratenientes cercanos que se la habían ofrecido y que de la que él no había hecho uso por no dar la impresión que abusaba. No iban a tener al militar para siempre en su finca comiendo la sopa boba. Sin embargo, ahora, con el picadero en construcción, verían que era algo provisional, de unos meses nada más, y podría acercarse por allí algún sábado. Porque el proyecto era muy sencillo:  enfrente de la Academia había un viejo palacio renacentista deshabitado. Bastaría con echarlo  abajo y construir su picadero en el solar. A nadie le iba a importar un palacio  más o menos en una ciudad en la que lo que sobraban eran palacios. Ahora sólo quedaba aguardar a que sus amigos le aprobaran el proyecto. Y seguro que se darían prisa. El país no podía esperar.
El asistente penetró por la puerta de arco conopial y se cuadró tras marcial taconazo y saludo. En su mano destacando en su piel morena de las labores del campo se veía un sobre con membrete de Capitanía. Sin duda, ahí estaba la contestación del Capitán General a su solicitud. ¿Cómo habría tardado casi cinco meses en contestarle? Apenas el muchacho le entregó el sobre, el lo rasgó con ansiedad y se puso a leer su contenido. El asistente se atrevió a preguntarle que si usía no ordenaba nada más. No, nada; se puede retirar.  Y, tras el marcial saludo, salió por la puerta de arco conopial y dejó al Coronel leyendo. A medida que leía su cara se iba demudando. ¿Era posible eso? ¿Le iban a negar el permiso para su picadero porque un funcionario de tres al cuarto de Bellas Artes se negaba, le ponía reparos a él, un constructor del nuevo país en el que los bárbaros no tendrían cabida? Si eso era cierto, y lo tendría que ser porque su fe era ciega en el Capitán General,  buen amigo y camarada,  y el proyecto se veía obstaculizado por un funcionarillo, ese pobre desgraciado se iba a acordar de él. Le enseñaría a no oponerse a sus deseos cuyos únicos fines era la mayor gloria de ese país que habían destrozado los miserables funcionarios como ése. ¡Y que se anduviera con mucho cuidado porque a lo mejor buscando, buscando resultaba que aquel desgraciado tenía algún pasado oscuro, ya me entiende su Excelencia, algún familiar, él mismo, vaya usted a saber, que tuvieron algo que ver con la barbarie y entonces a aquel pobrecillo quizás dos tiros le iban a tapar la boca para siempre! No había que andarse con contemplaciones: ya no había lugar para chiquilladas de palacios renacentistas, para sensibilidades de depravados. Había leído en los periódicos los nombres que sonaban para el equipo nacional de hípica y el suyo no estaba entre ellos. Sin duda, el General consideraba que los meses que llevaba sin entrenar habían embotado sus dotes ecuestres. Lleno de ira cogió su pluma de oro y en las cuartillas de la Academia escribió de nuevo al capitán General. El sol, ajeno a todo, aburrido de reflejarse en los bolas doradas de los balcones del Hotel Europeo, jugaba otra vez  en el encaje de la ventana de la Academia militar.
         El Coronel se estaba mirando sus botas de piel bien lustradas cuando el asistente pidió permiso para entrar, se cuadró e hizo el saludo firme, recio, marcial. En su mano morena de campesino llevaba un sobre de Capitanía. El Coronel lo abrió con ansia. Su mirada se serenaba a medida que iba leyendo:  esa misma mañana una cuadrilla de obreros procederían a derribar el viejo palacio renacentista. No había tenido que hacer mucha fuerza: había bastado una amenaza de exilio para que aquel funcionario callara. Silencio o exilio: que eligiera.  Seguía mirando por la ventana y vio que de un camión se bajaba unos obreros que con picos y palas se dirigían hacia el palacio que tenía la osadía de oponerse a sus planes, de oponerse a la construcción de un país nuevo.¡Qué payasada la de aquel pobre funcionario de Bellas Artes el querer oponerse a los  intereses sacrosantos de la Patria! La belleza, el patrimonio artístico que debe ser conservado como un bien más del país, lo estético, la poesía que vive en los ajimeces en los que quizás una dama esperaba a un trovador; aquel pobre hombre hablaba como aquellos poetas y profesores muertos de hambre que no tenían ni tomarse un café. Había que verlos sentados en las mesas del Europeo hablando de lo que no entendían. Porque ¿qué iban a saber ellos de construir países nuevos?. Dentro de muy poco en aquel solar se iba a construir su picadero y podría entrenar. De nuevo su nombre volvería a sonar entre los jinetes que representaría a la nación en los Juegos Olímpicos. Ya se sentía practicando en las nuevas instalaciones, con sus botas de piel bien lustradas por el asistente, su mirada de vencedor, con la mano firme en las bridas. Los obreros habían comenzado a desmantelar la vieja iglesia románica. El recluta seguía firme. El Coronel, embebido en su victoria,  no había reparado en el pobre muchacho. Cuando lo hizo, le dio la orden de retirarse. El joven agricultor se cuadró, le hizo el saludo de ordenanza y salió por la puerta de arco conopial. Al bajar por la escalera, se paró ante la ventana,  vio cómo derribaban el palacio y sintió pena. Parecía que estaban derribando el caserón antiguo de labranza que había en su pueblo , aquél en el que la nieve se quedaba suspendida en los alfeizares de las ventanas como las nevadas tempranas de octubre en las manzanas que su padre tenía en la tosa. Un gota de vaho condensado resbalaba por el cristal y la lengua desgarrada de una nube,  que se distraía en lamer el río todas las mañanas, aquel día había subido calle arriba y se había atrevido a llegarse hasta la Academia y cubrir a los peones que trabajaban en el derribo. Ahora el pobre muchacho sólo veía monigotes que se movían entre la niebla. Mira, se dijo para sí, si lo viera mi abuela diría que  hasta al mismo Dios le ha dado  vergüenza ajena y ha mandado a la niebla para que tape este atropello. A partir de ahora, cuando me licencien y vuelva a casa,  veré las manzanas coronadas por la nieve de octubre y  me acordaré de este palacio  que el Coronel ha mandado derribar y que tanto me recordaba a la casona de mi pueblo. El muchacho se quedó mirando muy fijo una gota de vaho condensado que resbalaba por el cristal y luego, cuando la gota, tras llegar al marco de la ventana y dudar si quedarse en la masilla del cristal o seguir resbalando, optó por reposar en el cerquillo, se fue bajando muy despacio por las escaleras, como si con su tardanza demorara también el atropello que se estaba practicando frente a la Academia;  como si la lentitud que imprimía a sus miembros se pudiera contagiar también a los trabajadores encargados del derribo; como si su ocultamiento en las sombras del pasillo tuviera el poder también de ocultar la ignominia y la vergüenza. Lo pensaba una y otra vez pero seguía  sin entender  por qué sus superiores habían dado aquella orden que él no comprendía y que mandaba quitar de allí aquel palacio. El no entendía la orden pero tenía que ser justa porque para eso eran los jefes y los jefes, ya se sabe, tan sólo por serlo, siempre son justos.


   





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