lunes, 16 de abril de 2018

LA ESTADÍSTICA



A este cuento lo quiero mucho y me acompañó  durante mi exilio abulense. Está basado en un hecho real del que, por discreción, no puedo dar más datos.


LA ESTADÍSTICA

Sonó el teléfono aquella mañana en la Dirección Provincial de Agricultura de la Lejana Provincia. De la centralita al despacho de la secretaria del Director Provincial; del despacho de la secretaria a las manos mismas del Director Provincial, la llamada fue escalando pisos, atravesando paredes y por fin llegó al tímpano del alto funcionario provincial.

-         Dígame

Una conversación técnica llenó el oído interno del jerarca agrario y en medio del galimatías administrativo una cosa estaba clara: necesitaban sin falta la estadística  habitual  de todos los años para dentro de quince días. De nada valía protestar diciendo que otros años se había concedido más tiempo; de nada valía decir que las obras en la Dirección Provincial habían entorpecido la recogida y el proceso de datos; no valía nada. La voz firme y clara, autoritaria y potente del funcionario central lo dejaba bien claro: la fecha tope era el día 17 de Febrero; ni un día más ni un día menos.

Fue colgar y al momento comenzar a levantar teléfonos, pulsar botones de mensáfonos, llamar a voces a la paciente secretaria para darle órdenes: “lo primero la reunión de directores de granjas de toda la provincia mañana a las nueve. Sin falta. Daré las instrucciones pertinentes y en pocos días podremos mandar la estadística  a la capital”.

La secretaria le sacó de su ensueño. En algunas granjas no contestaban al teléfono o los directores no estaban en las instalaciones. “No creo que se pueda hacer esa reunión mañana a las nueve” le dijo Carmen, la paciente secretaria. “No se puede confiar en esta gente – pensó- en cuanto te despistas te la juegan”. Llamó de nuevo a la secretaria y le pidió que llamara a todos los jefes de la Dirección Provincial. Había que trazar una estrategia común para que en poco tiempo el encargo pedido  saliera rumbo a la capital del país. “¿Ha contactado ya con los directores?” -  preguntó a la secretaria. “Si, señor. ya les he transmitido a algunos sus órdenes. A otros sigo insistiendo a ver si se ponen al teléfono y se lo puedo decir.”  “Bien. Siga insistiendo. Mientras tanto llame a los jefes de la  Dirección Provincial para irles dando el plan básico de actuación.”.

Los jefes de la Dirección Provincial llegaron sumisos al despacho. Aceptaron las consignas del Director Provincial como un grupo de oficiales acata las órdenes de su general ante una misión difícil y se repartieron por sus despachos. Se reafirmaron, eso sí, en hacer una reunión urgente de directores de granjas el lunes próximo para transmitirles las directrices que habían trazado para alcanzar el objetivo. El fruto sería bueno,  muy bueno y en  la capital del país iban a saber que en aquella lejana provincia las cosas funcionaban bien.  Mejor que bien: muy bien.

Tenía que quedar una obra perfecta, sin un solo fallo; una obra que sirviera como ejemplo para otras Direcciones. El señor Director Provincial se retrepó ufano en su sillón y miró cómo en los árboles del jardín cercano las hojas comenzaban a brotar como un humillo verde: era la primavera que quería llegar ya a la ciudad.  Se sintió feliz y se permitió un purito aromático de los que compraba en el estanco de la estación..

¡Qué terribles son los lunes! Su mensáfono no paraba de sonar. “Señor Director, han llamado de Madrigalejos para decir que su director no puede venir, que está su mujer de parto”; “Señor Director, han llamado de Vegafría para decir que el director está de baja por hernia discal”. Habló con el Inspector Jefe de Instalaciones Agropecuarias: “Bueno, Gusta, son cosas que pasan, la gente se pone enferma y las mujeres paren. ¡Qué vamos a hacer! Claro que sé lo de sus bajas, ¿cómo no lo voy a saber? Nada, no te preocupes que verás como todo se arregla y lo pedido llega a la capital del país justo en el plazo que te han puesto. Reúne a los que no estén de baja mañana a las diez y diles lo que tienen que hacer”.

Cuando llegaron los directores de las granjas,  el Director Provincial les hizo pasar a una sala en donde había una mesa oval. Se fueron sentando y él, como un  Napoleón cualquiera les iba arengando sobre cómo tenían que dar forma a la estadística, a su estadística. Las normas fueron rigurosas, milimétricas y se cumplieron al detalle:  cada agricultor, mandó la información a cada capataz; cada capataz a cada jefe de cultivos; cada jefe de cultivos se la hizo llegar a cada director de granja y, finalmente, en otra reunión, todos sentados en la mesa oval, cada director de granja le hizo entrega al señor Director Provincial de su trabajo. Entre todos los informes formaron un buen volumen que don Gustavo acariciaba casi con erotismo. Ahí estaba su obra. La iba a mandar encuadernar en rústica; no, en rústica no, mejor en tapas duras;  sí, eso, en tapas duras granates y con letras doradas para que destacara bien el nombre y el escudo provincial. Así se hizo y, cuando la tuvo entre su manos, cuando Rufino, el bedel,  se la entregó,  sintió no menor emoción que cuando le entregaron a su primer hijo.

Llegó el día de enviarla y la empaquetó con sumo cuidado en una caja. Metió un refuerzo de polespán para que no se estropearan las cantoneras y la limpió el polvo por última vez. Cuando el bedel la cargó en la camioneta sintió que algo suyo le arrancaban y si no le hubiera parecido ridículo hasta hubiera echado una lágrima. ¡Cuántas esperanzas iban en  esa caja! Seguro que la vida no iba  a ser la misma cuando los jerarcas ministeriales la leyeran con detalle y vieran cómo habían cuidado cada párrafo, cada línea; cómo habían trabajado todo para que fuera una tarea modelo. Se la habían reclamado varias veces por teléfono y él había pedido unos días más que le concedieron de mala gana. Pero ahí estaba, destacando con su color granate y sus dorados en esa caja que serviría casi para transportar alguna obra del Museo Provincial, de tan reforzada y bien protegida contra los golpes que la habían dejado. Era su obra  suprema; bueno,  la de él y la de todos los agricultores, capataces, jefes de cultivos y directores de granjas, sin olvidarse, claro está,  de sus compañeros en la Dirección Provincial de Agricultura que habían trabajado codo a codo en la empresa. Tanto temor sintió por que  se malograra el fruto de sus desvelos que le dio el alto a Rufino: “¡Rufino!” “Sí, señor Director, dígame” “Mire, Rufino, he pensado que yo mismo bajaré a la capital la caja con la estadística, que no la baje usted en la camioneta. Así que deposítela otra vez en el segundo anaquel de mi biblioteca.” “Como guste, señor Director Provincial” – le contestó el bedel algo mohíno pues pensó que su jefe no confiaba como antes en él. Y así lo hizo. La depositó en el estante ordenado y volvió a su mesa para seguir tranquilamente leyendo su periódico.


Al día siguiente, 17 de Febrero,  Don Gustavo se preparó para bajar a la capital con la Estadística. Había hecho bien en decirle a Rufino que no la bajara. Sin duda él solo estaba capacitado en este mundo para semejante traslado.  La depositó con mucho cuidado en la parte de atrás de su automóvil y emprendió el viaje ufano. Llevaba su mejor traje, el mismo que se había puesto cuando le dijeron que el Presidente del Gobierno iba a visitar las instalaciones de la Dirección provincial. Al final, ni llegó a pasar pues un cambio inesperado en su apretada agenda se lo hizo imposible pero de aquel viaje conservaba el traje que se había comprado para recibir al prócer.

El día era magnífico, como señalado a propósito para el triunfo. Un cielo claro y transparente presagiaba lo mejor y en la sierra cercana la nieve ocupaba sólo la parte cimera. “Ya está cerca el buen tiempo”,   pensó y abrió la ventanilla de su coche para comprobar que el aire ya no era tan frío como en los meses de atrás. En la radio sonaba una cantata de Bach,  “Alabad a Dios en todos las tierras”,  que le llenó de entusiasmo. Era su día de triunfo, el día de triunfo de toda la Lejana Provincia porque – argumentaba para sí mismo mientras sonaban las notas de Bach – quizás esta estadística que nos ha llevado tanto esfuerzo sirva para que se fijen más en nosotros y se cumplan esas promesas que nos vienen haciendo desde hace tanto tiempo; quizás nos construyan  las granjas que nos tienen prometidas o el comedor social que tanta falta nos hace; sí, trabajar bien como hemos hecho sirve para algo. ¿Quién lo puede dudar?

En esto iba cundo un atasco inefable lo sorprendió al remontar un cambio de rasante. Frenó en seco y la  magna obra cayó al suelo del automóvil con susto del Director. Se orilló en el arcén y la colocó de nuevo en su sitio, asegurándose de que no se volviera a caer.¡La llave que le iba a abrir la puerta de la modernidad a sus granjas tirada por los suelos no muy limpios, por cierto, de su coche! La llave y,  quién sabe, a lo mejor algo más,  porque no era pecado pensarlo: alguien del Ministerio a lo mejor se fijaba en él y bueno, ya había habido otros casos y... otro frenazo le sacó de sus cuentas de la lechera. Si seguía este atasco, iba a llegar tarde. Ya había terminado la cantata y aquello no parecía tener solución. ¿Qué pasaría? Un camión cruzado en la carretera – oyó decir -  y vio pasar grúas y policía y bomberos. Y vio pasar el tiempo y vio que cuando quisiera llegar al ministerio ya sería la hora de la comida y quizás ya los altos jerarcas se habrían marchado a sus casas y a lo peor ese encuentro casual que tanto ansiaba no se produciría. ¡A ver si el día no iba a ser tan bueno como parecía! Pero sí. Era un día señalado desde el principio del mundo para el triunfo y para el gozo y, aunque efectivamente los capitostes del Ministerio ya se habían ido a devorar sus comidas, agotados por el trabajo que llevaban a cabo en las dependencias oficiales, entregó en admisión aquella maravilla encuadernada en granate y regresó a su Dirección Provincial seguro de su triunfo y del triunfo de todos sus subordinados. No era lo que a él le hubiera gustado – todo hay que decirlo- pues bien le hubiera gustado haberse topado con algún alto funcionario ministerial y, tras las presentaciones de rigor, haberle recomendado la lectura de la obra a la que él ya consideraba casi como uno de sus hijos. Pero no podía ser todo en la vida. Cruzó de nuevo el portalón y se despidió amablemente del guardia de seguridad. Le dieron ganas de decirle: “Quédate bien con mi cara, chaval, porque me vas a ver muy pronto por aquí; quizás incluso antes que a los demás directores provinciales; sí,  porque estoy convencido que no podrán esperar al día en que nos han citado a todos para la reunión en la que se nos informará de la evaluación de las estadísticas. No, chaval, no. A mí me van a llamar antes. Ya lo verás. Lo perfecto no admite la espera y estos altos funcionarios, que digo altos, altísimos, enseguida notarán dónde hay calidad, coordinación, seriedad y profesionalidad en el trabajo”. Con semejantes pensamientos salió a la calle y subió a su coche. En la radio ponían otra cantata de Bach, “Despertad, durmientes: la voz os llama”. Se dispuso a escucharla mientras atravesaba los puertos que separaban su vida de la capital del Estado.

Pasó el tiempo. Ya hacía casi un mes que había depositado su obra en las dependencias ministeriales. ¿Qué habría pasado? Todavía quedaban unos días para la fecha de la reunión de Directores Provinciales en el Ministerio pero ¿por qué no le habían llamado ya para felicitarle, para decirle que era la mejor estadística que habían visto nunca? Tenía que reconocer que había momentos en que se temía lo peor: que algo no hubiera ido bien, que hubieran cometido algún fallo o recogido algún dato que hubiera molestado a los altos funcionarios. A veces no era bueno ser tan perfectos. Su amigo Pedro se lo había dicho un día tomando un café: “Gusta, no seas tan perfecto que la perfección es fascista” ¿Habría pecado por exceso?   Pronto saldría de dudas pero mientras tanto la ansiedad le comía por dentro. Cuando llegó la fecha que le tenía lleno de zozobra, la fecha señalada desde el principio de los tiempos por los altos jerarcas ministeriales, el mágico día en el que les habían citado a  todos los directores provinciales a la una del mediodía,  volvió a subir en su coche y encendió la radio. Volvían a poner una cantata de Bach, “Cargaré alegre con el madero de la Cruz”. Era un día espléndido, más aún que el día en que había bajado a llevar la estadística. Ya los árboles estaban llenos de frondosas copas y en los prados florecían los acianos. El aire era tibio y todo invitaba al gozo. Parecía que hasta la misma naturaleza se aliaba con él, que la creación entera presagiaba su triunfo. Al remontar un cambio de rasante, otro maldito atasco. Esto no era vida. ¿Cómo podían vivir así en la ciudad? No sé si se iba a acostumbrar él a este ritmo de vida cuando trabajara en el Ministerio; porque una cosa tenía casi segura: que él, Gustavo Méndez García natural y vecino de la capital de la lejana provincia, después de ese día, iba a trabajar entre la plana mayor del Ministerio. ¡Ciegos tenían que estar para no ver sus méritos! Y hasta era capaz de hablar con el Fonsi, un amigo suyo que era ahora Secretario de Estado en otro Ministerio para conseguir su objetivo. Por cierto ¡cómo había subido el Fonsi! Él que le había conocido corriendo en pantalones cortos y ahora mira. Se ve bien claro que no hay nada mejor que meterse en política. Ah, mira qué suerte, parece que ya echamos a andar. ¡Ánimo, que ya lo tengo en el bote!
 Cuando llegó a la puerta del Ministerio de Agricultura, eran más de las dos. Cruzó el portalón de entrada y la voz de una guardia de seguridad le detuvo:
-         ¿Dónde va?
-         Vengo a la reunión de Directores Provinciales.
-         Arriba ya no queda ninguno de sus compañeros pero suba, si quiere.
Sin duda que subiría.. En la escalera se encontró con Lucas, también director de otra provincia aunque ésta menos lejana. Le dijo que había sido una reunión rutinaria: les habían  metido en un despacho lleno de papeles  en donde se acumulaban las estadísticas de las provincias por las mesas y por el suelo; les habían agradecido su trabajo y les habían emplazado para el año próximo.

-         ¿Y no te hablaron nada de nosotros, de la estadística  que hemos hecho este año? Tenía que destacar por encima de todas, encuadernada en granate con el escudo provincial y  letras doradas.
-         Pues no, la verdad. Yo creo que ni las leen. Que las piden por fastidiar, por llenar papeles. Vamos que  se alimentan de papeles como los cerdos de algarrobas.
No le pareció muy acertada, la verdad, la comparación de su compañero. Y hasta le pareció que era un resentido. ¡Cómo no iban a leer los trabajos enviados! Seguro que sí. Cuando subiera, vería el suyo en un lugar de honor. Este Lucas era un descreído, un desafecto al régimen. Así no iba a llegar nunca a nada. Seguro que eran los de ese sindicato, que todos conocían, los que le pagaban y que no era más que un infiltrado, un maestro de la sospecha.
Subió la escalera y llegó a las oficinas ministeriales. Había en el ambiente olor a papeles, a tintas, a fotocopias. No era el aire sano de las sierras al que él estaba acostumbrado. Seguro que quedaba algún funcionario que le pudiera informar de algo. Al fondo de un despacho, tras una montaña de papeles, había uno. Se acercó a él casi con reverencia.
-         Buenos días.  ¿Por favor? Verá, yo quisiera...
-         ¿Qué quiere? – le cortó-  Vuelva mañana.  Ahora no hay nadie.
Le molestó que lo tratara como si fuera un botones o un mensajero. No obstante se tragó el orgullo y se presentó cortésmente:
-         Buenos días. Soy Gustavo Méndez,. Director provincial de la provincia de Tamura. Vengo por la reunión de Directores provinciales; ya sabe, por lo de las estadísticas que nos solicitaron.
-         ¿Qué estadísticas?
¡Dios mío! ¿Cómo era posible que aquel funcionario no hubiera visto aquella maravilla de trabajo en equipo?
-         Sí, ya sabe, la de resultados y análisis de las Direcciones Provinciales de Agricultura.
-         Perdone pero no sé de qué me habla.
-         Sí, mire. Quizás Tamura está muy alejada y usted no la conoce bien y es por ello que no tiene usted noticia ...
-         Pero ¿qué dice? – le cortó de nuevo el funcionario capitalino-. Yo soy un buen funcionario, número dos en las oposiciones del año noventa y cinco, y conozco a la perfección todas y cada una de las provincias por muy alejadas que estén. Pero no sé nada de esa estadística de Tamura, provincia famosa por su producción de caolín y vino , con unos ingresos netos al año de 5,6 millones de euros; 600 teléfonos, 700 televisiones, 567 automóviles, 125 motos   por cada mil habitantes, 5 bibliotecas públicas, dos en la capital y tres en los pueblos más importantes, 3 fábricas de chocolate, 1 de mondadientes y para no aburrirle, un profesor para cada 28,7 niños y fiestas patronales de su capital, Tamura del Río,  el 26 de Septiembre, día de los santos médicos San Cosme y San Damián.

 Cada vez lo entendía menos. ¿Cómo era posible que aquella enciclopedia viviente no conociera aquel opus magnum, aquella obra casi sagrada. Lo intentó de nuevo.

-         Perdone, se trata, como le decía, de una estadística en la que mis directores y yo hacemos un detallado análisis de la situación de la  agricultura en las granjas de  Tamura. Porque no nos hemos limitado a una mera recogida de datos sino que los hemos analizado y hemos sacado nuestras conclusiones. Es decir, hemos hecho, si usted me lo permite, una exégesis de lo escrito, una interpretación de la situación...
-         Pues muy mal – le cortó ya por tercera vez el funcionario capitalino – porque ese análisis nos compete a nosotros. ¡Esto ya es inaudito! ¡Cualquier funcionario hoy en día, aunque no llegue ni al nivel catorce se permite interpretaciones no sólo del Boletín del Estado sino de documentos e informes!.

Estuvo a punto de decirle que él era un Director Provincial y que su nivel, posiblemente, duplicaría al suyo; que allí el único mindundi que había era él, con su melenilla teñida y su paquete de rubio americano; que le habían puesto delante de un ordenador y que ya se creía alguien; que a él, un Director de reconocido prestigio, un niñato no le hablaba así. Pero se calló y le volvió a preguntar:
- Perdone de nuevo. Estaba citado hoy a la una de la tarde ...
-         Lo siento – le cortó el hábil funcionario ya por cuarta vez – no sé de qué me habla. Ah, bueno, espere,  quizás se refiere usted a esa reunión que hubo esta mañana pero ya no queda nadie. Llega usted tarde.
-         Es que el tráfico...
-         Esa es la excusa de siempre – le cortó por quinta vez . Vuelva usted mañana y quizás

algún compañero mío le sepa informar. Yo no sé nada.
Y se ocultó tras los papeles que más que montón eran la gruta de Polifemo.
Nuestro Ulises salió triste. Vio que el día se nublaba, que de las sierras allende las cuales estaban sus granjas, sus agricultores, sus capataces, sus jefes de cultivos y sus directores de granjas venían unos negros nubarrones. Se quedó en medio del pasillo y no se percató de que las señoras de la limpieza lo iban rodeando con un ejército de fregonas y cubos y que poco a poco le iban estrechando su espacio, fregándole todo el suelo a su alrededor. “¿Quiere quitarse de en medio, por favor? O sale o entra pero no se quede en el pasillo” Retrocedió hacia un despacho pero en él ya había otra señora fregando que le increpó de no muy buenas formas: “No pise, hombre, no ve que estoy fregando. ¡Cómo se ve que usted no lo tiene que hacer!” Intentó entrar en otro despacho pero reconoció el suelo mojado y temió que le apareciera otro  cíclope enfurecido. Vio un pasillo seco y avanzó por él. Sin fortuna porque a la mitad le salió otra hija de Poseidón: “No ve que voy a fregar. Si quiere salir, pase por ese despacho de ahí pero vaya poniendo los pies con mucho cuidado en los papeles. No pise fuera que cuesta mucho trabajo fregarlo”.

Fue pisando con sumo cuidado en los papeles. Parecía que iba poniendo los pies por las piedras de un jardín japonés. Un pie, luego el otro, un pie, luego el otro. Era como un ballet en las dependencias ministeriales. Eso sí, fijándose con mucho cuidado en los papeles para no pisar fuera, fijándose con mucho cuidado en los papeles, fijándose con mucho cuidado en los papeles...
En la clínica no sabían muy bien por qué se había desvanecido. Una lipotimia, una bajada de tensión. Él sí lo sabía pero se había juramentado a no decirlo, a tenerlo como un secreto para siempre. Nadie sabría la verdad. Nadie. No quería ser el hazmerreír de todos. Se callaría, sí, y sólo él sabría la verdad:  que, mientras iba poniendo los pies en aquellos papeles, descubrió que eran, ¡ay Dios! las páginas de su querida ESTADÍSTICA. 

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