domingo, 13 de octubre de 2019

LA COLINA DE LOS CHOPOS Y MI CALLE DEL PINAR


La colina de los chopos: ¡qué hermoso título para este libro de Juan Ramón Jiménez y qué bello el lugar al que yo visitaba de pequeño de la mano de mis padres! Salíamos de casa y llegábamos a la cercana calle del Pinar, esa calle mágica que para Juan Ramón era un río entre castaños y que para mí es mi calle de los juegos, de mi tren Talgo en la verja con arena del colegio Alamán, de mis cochecitos de plástico y de mis tbeos. La calle del pinar es una calle en cuesta y, cuando se acababa la verja y se llegaba a la puerta trasera del que había sido uno de los muchos palacios de La Castellana,  aparecía la otra casa del colegio y un campo de baloncesto que lindaba con una casa antigua, con cierto toque de misterio en la que vivía Pepe, el fumista, y el pobre Manolo, aquel chico que se mató con un Gordini en una mañana de niebla y que, a partir de entonces, fue “el pobre Manolo”: mira, ahí va la viuda del pobre Manolo; mira, ahí van las hijas del pobre Manolo; mira, la madre del “pobre Manolo”.

         Había que dejar esa casa atrás, cruzar María de Molina y seguir por Pinar, cuesta arriba para entrar en aquel jardín mágico que describe Juan Ramón Jiménez en su libro. Nada sabía yo por entonces de Residencias de Estudiantes, de Lorca, de Buñuel o del mismo Juan Ramón. Yo era un niño solitario que jugaba en la colina de los chopos, de los chopos que plantó el poeta onubense. Aún conservo las fotos en las que se me ve con mis padres, con bufanda y verdugo para que no enfermara de la garganta, montado en mi bicicleta con ruedines. Años más tarde, me veo en ese jardín ya adolescente, con pantalones Lee y unas patillas de abundante bozo que no me quería cortar quizás por mi devoción confesa a Curro Jiménez. Aquella colina era – y es-, mi territorio sagrado, el lugar en que me sentía en mi propio locus amoenus sin saber qué era ni dónde se ubicaba . Entonces bailaba con la felicidad sin darme cuenta  y el baile llegaba a mí sin tener que mirarme los pies.

         Juan Ramón recoge en este libro recuerdos y aforismos y me alegro de que sus recuerdos coincidan con los  míos, niño al que llevaban a los “altos del hipódromo” para jugar el fútbol y tomar el aire; para tomar un Trinaranjus (así se llamaba entonces) en uno de aquellos kioskos de fábrica que había en los jardines del Museo de Ciencias Naturales y de la Escuela de Ingenieros, un mundo dentro de otro mundo. Después, por Vitrubio, conocida popularmente como “la calle de los culos” por las esculturas griegas que adornaban las tapias del Ramiro y que el ministro Ruiz Jiménez agrupó por “inmorales” en un pedestal,  íbamos hacia la calle del “general bonito” y bajábamos para casa descendiendo por el este de la colina, una más de las muchas que, Serrano arriba, conformaban el barrio de El Viso cuyo nombre nos indica claramente su situación.

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