jueves, 31 de octubre de 2019

SAN ALONSO RODRÍGUEZ O EL PORTERO QUE LLEGÓ AL CIELO



Desde hace unos años, quizás porque mi hijo pequeño se llama Alonso, siento un cariño especial por este santo humilde que se ganó la santidad trabajando de portero en un colegio de los jesuitas en Palma.

Nacido en Segovia, un día de Santiago apóstol de 1531,  hijo de un comerciante en lanas, Alonso tuvo en su vida un hecho capital, pero de esa tipo de hechos que cuya importancia no se ve en un primer momento: en su casa, se alojaron Pedro Fabro, uno de los cofundadores de los jesuitas, y otro padre jesuita. El futuro santo tenía doce años, pero la presencia de los jesuitas dejó una huella indeleble en su alma. Se marchó a estudiar  al colegio de Alcalá de Henares, pero no pudo completar sus estudios pues su padre falleció y tuvo que regresar a Segovia para hacerse cargo del negocio de lanas. Se casó entonces con María Suárez y tuvo tres hijos. Todo era felicidad en aquella casa de Alonso y María, pero los planes de Dios eran otros: a los cinco años de casados, María falleció y le dejó al marido los tres hijos de los que dos morirían al cabo de poco tiempo. Alonso se marchó a vivir con dos hermanas y con su el hijo que le quedaba y comenzó una vida de recogimiento y oración. Al poco moriría también el tercero de sus hijos y cayó el futuro santo en una terrible desesperación de la que se curó con la lectura del capítulo cuarto del Libro de la Sabiduría en el que se dice que muchos jóvenes mueren para librarse de peligros que les podrían arrebatar la santidad y la salvación. Alonso se quedó solo y, ahondando en la vida de mortificación y penitencia que había comenzado desde la muerte de su mujer y sus dos hijos, decide entrar en la orden jesuítica que acababa de ser fundada. Sin embargo, su edad, 39 años, y su falta de formación académica -pues recordemos que había tenido que dejar sus estudios por la muerte de su padre-,  hicieron que no fuera admitido. Marchó entonces para el colegio de Cordelles, en Barcelona, pero su interés por estudiar se vio frustrado por su mala salud y tuvo que dejar el colegio. Fue admitido como hermano laico y lo destinaron como portero al colegio de Montesión en Mallorca en donde desempeñaría el humilde oficio de portero durante treinta y dos años en los que tuvo como norte y guía esta simple idea, pero llena de espiritualidad: cada persona que llamaba a la puerta del convento era el propio Jesucristo. De esta manera,  su fama de santidad fue ganando día a día y San Pedro Claver recibió sus consejos en los que le decía que su misión estaba en América

Moriría el 31 de octubre de 1617  en ese colegio al que había llegado treinta años antes.

         Una vida simple, pero llena de dolor fue la vida de este santo segoviano que se hizo mallorquín de corazón. Todo un ejemplo de cómo ser santo santificando nuestro trabajo cotidiano por muy humilde que éste sea.

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