domingo, 20 de diciembre de 2020

JEREMÍAS, EL PROFETA, O LAS AGUAFIESTAS NUNCA SON BIEN RECIBIDOS.

 


Los aguafiestas nunca caen bien; los Pepitos Grillos de nuestras conciencias, tampoco y aquellos que, viendo lo mal que van las cosas y de quién es la culpa de que vayan mal, anuncian y denuncian los males que van a venir no se les escucha y quedan convertidos en tristes Casandras. Jeremías fue una aguafiestas: en medio de la alegría, del canto, de la fiesta, anunciaba el fin de Jerusalén a manos de los caldeos. pero nadie le quiso escuchar porque los que prevén la desgracia suelen ser siempre tildados de pobres iluminados o tristes lunáticos. Luego, cuando el tiempo les da la razón, los pueblos, arrollados por el sufrimiento, acuden a ellos buscando consuelo y dándose golpes de pecho. Pero ya es tarde. Viene a cuento toda esta homilía  porque la lectura de Jeremías, gran obra teatral de Stefan Zweig, me ha recordado nuestra época actual:  profecías que nos hablan de la desgracia que le viene y le va a venir a nuestro mundo con el calentamiento del planeta, con el hambre que devasta muchas regiones mundiales, con la bruja contaminación y miramos para otro lado, no queremos escuchar, no queremos perder nuestra vida aunque sepamos que es mucha la sangre que cuesta seguir en esta carrera suicida. Non vi si pensa quanto sangue costa decía el Dante. Ciegos con nuestro consumismo feroz, con nuestro egoísmo feroz, con nuestra voracidad feroz, nos da igual el destino de miles de seres humanos. Sin embargo, ahora que el dolor nos está tocando; ahora que también hubo profetas que pronosticaron en enero de este año la pandemia, nos echamos en los brazos de los profetas a los que apedreamos cuando nada ( ni nadie) podía parara el vómito consumista que lleva – por causa del american way of life entre otras cosas-, más de medio siglo instalado en nuestro maltrecho planeta.

         Cuentan que, tras la representación de esta obra, el día que se estrenó en Zúrich, la gente se quedó en silencio, pero, al poco, prorrumpió en unos aplausos que duraron muchos minutos. Se había producido quizás la catarsis que el teatro debe producir en el corazón de los espectadores; la catarsis que nos falta a nosotros, conformistas espectadores de un mundo que agoniza.

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