miércoles, 4 de agosto de 2021

MI PRIMER HELADO

 


Como no me habían operado de las anginas porque la doctora que me atendía decía que era una pena cortarlas porque eran defensas que permanecían con ademán impasible a ambos lados de la garganta como vigilantes incansables de virus y bacterias, no me dejaba mi madre comer helados y veía con tristeza cómo Arturo, Merce y hasta el mismo Chiqui, se tomaban dos o tres helados por tarde. Era una pena muy honda que rememoro cada vez que me tomo (de guindas a brevas) un helado que, a ser posible, elijo de tutti frutti.

         Sin embargo, un día mi vida cambió. Habíamos parado en Redondela tras haber estado en Vigo y, en un parque debajo del viaducto,  había un puesto de helados. Los hijos de Paco pidieron a sus padres uno y yo me quedé tan triste como siempre viendo cómo se comían los helados que, - no se me olvida-, eran de Frigo. Entonces se produjo el milagro: mi madre, bien porque ya hacía más de tres horas que habíamos comido y, por tanto, era imposible que el helado me cortara la digestión ( el frío de los helados también podía cortar la digestión), bien porque ese invierno no había tenido que ir a casa la señorita Pilar a ponerme las inyecciones para las amígdalas, lo cierto es que  me permitió comerme el primer helado de mi vida que aún recuerdo con enorme cariño: era un Frigo que semejaba un barquito blanco, un velero con el que surqué los mares del deseo tantos años reprimido por la censura  y las normas a las que era imposible contravenir.

         Fue tanta mi alegría al comerme mi primer helado que hasta me pareció que el Talgo de Madrid, que en ese momento pasaba por el viaducto,  tocó el toque de obispo, ese toque especial que se reservan los maquinistas para aquellas ciudades que tienen obispo, pero no tienen gobernador civil tal y como mi abuelo Luis me había enseñado de su lecturas de don Antonio Pereira. Os parecerá mentira, pero os juro que yo lo oí limpio y claro atravesando la tarde alegre e infantil de la Redondela de mi infancia.

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