domingo, 8 de junio de 2025

¡VEN, ESPÍRITU DIVINO!

 


Hoy es Pentecostés, es decir, los cincuenta días, siete semanas, de la Resurrección del Señor. Tal y como nos prometió, hoy es el día en que llega el Espíritu Santo Paráclito que, en mi q
uerido griego, significa “ el que ayuda”. Eso lo sabe cualquier católico con un poco de formación doctrinal, pero no os quiero hablar hoy de lo que de seguro ya conocéis, sino de mi búsqueda del Paráclito.

         Para mí, como para muchos católicos, el Paráclito no era más que una cita del Credo o del Tantum ergo. Sin embargo, tuve un tiempo en que quise saber más de él y, sobre todo, sentir su presencia. Leí algunos libros que me recomendaron, doctos y sabios libros sin duda, pero el Espíritu “no venía”. Sin embargo, como el “Espíritu sopla donde quiere”, quiero contaros lo que me pasó.

         Era una época en que en Boecillo, al llegar el buen tiempo, se oficiaba misa los domingos a las diez en el tejaroz que, a la entrada del pueblo por el norte, resguarda una imagen de Nuestra Señora de la Salve, patrona del pueblo. Era un día de Pentecostés como hoy y mi prima Conchi Villafruela leyó la Secuencia de Pentecostés, muy bien traducida al castellano y que forma parte del Ordinario de la misa de ese día. Al leer Conchi la Secuencia, “noté” que eso era lo que venía buscando y la oración se quedó en mi memoria para siempre. ¿Qué no la conocéis? Os la copio para que os sirva en vuestros momentos de oración. Es maravillosa. También en mi búsqueda me ayudó un libro muy especial. Pero de ese libro os hablaré en otra entrada.

Ven Espíritu Divino,

manda tu luz desde el cielo,

Padre amoroso del pobre;

don en tus dones espléndido;

luz que penetra las almas;

fuente del mayor consuelo.

 

Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.

 

Entra hasta el fondo del alma,

divina luz y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre

si Tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento.

 

Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas, infunde

calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus Siete Dones

según la fe de tus siervos.

Por tu bondad y tu gracia

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno.

 

LUIS ROSALES, FILÓLOGO

 

Me honro de haber leído mucho a don Luis Rosales del que llevo muchos poemas en mi corazón, pero quiero contaros una historia de un libro porque los libros también, como las personas, tienen su historia. Érase un Villalar de hace ya unos cuantos años en el que había una mesa en la que había libros gratuitos que habían pertenecido a una asociación que se llama Entre líneas (libros libres). Como de lo que no cuesta, se llena la cesta, me llevé algunos ejemplares que eran de mi interés, entre ellos un libro de don Luis Rosales que se llama Lírica española en el que se recogen estudios literarios que el poeta de Granada había ido publicando y que la Editora Nacional, de la que hablaré en una entrada porque no sólo publicó libros de Franco, había publicado en su colección Escalada. Rosales tenía artículos sobre Garcilaso, Cervantes, el Duque de Rivas, Machado y Panero. El libro estuvo en los anaqueles de mi humilde biblioteca hasta que este año lo comencé a leer e hice, con su lectura, un gran descubrimiento: Luis Rosales, además de ser un excelente poeta, fue un no menor crítico literario y estudioso de nuestra literatura. Otros poetas hubo (Dámaso Alonso, Pedro Salinas o Gerardo Diego) de los que conocía su doble condición de poeta – profesor, pero desconocía esta faceta “doctoral” de Rosales aunque sí que sabía que había estudiado en “mi Facultad” de Filología de la Complutense y que había tenido por maestro a don Dámaso Alonso. Sin embargo,  este libro me ha descubierto a otro Rosales: el Rosales filólogo e investigador.

         Baste decir que su tesis fue sobre el duque de Salinas, el hijo de la princesa de Éboli y del “portugués” Ruy Gómez de Silva, y que sus conocimientos sobre el conde de Villamediana le llevaron a pronunciar su discurso de ingreso en la Real Academia sobre este grandísimo poeta barroco y a publicar un enorme estudio sobre él. No voy a entrar en detalles porque desmerecerían los estudios que este libro recoge, pero en él se recogen teorías sobre la historia de la poesía española que demuestran la finísima pluma profesoral de don Luis.  Baste con el maravilloso estudio de la poética de Garcilaso y cómo arranca de él una línea que llega hasta el culteranismo o su estudio detallado de la poesía de Leopoldo Panero, su gran amigo, cuya temprana muerte hizo, según contaba don Luis en la revista de Cercedilla, que se decidiera a comprar Gure Kabi, la casa que habitaba en los veranos entre los parraos.

         Don Luis Rosales fue un gran poeta que, en estos últimos años de gusto chabacano, se había dejado de leer y tan sólo unos pocos devotos lo llevábamos donde se lleva la poesía: en el corazón. Sin embargo, es de destacar como esa injusticia se está enmendando gracias a la labor de su hijo, Luis Rosales Fouz, que tiene por noble misión mantener el recuerdo del padre que fue, y lo digo convencido, uno de los mejores poetas españoles del siglo XX.

         ¡Qué libro tan maravilloso y cuánto he aprendido de él! Gracias, don Luis. Un día, cuando vuelva a Navarrulaque, tan lejano ahora para mí, leeré en su mirador – posada el soneto de El pozo ciego. Seguro que una golondrina cruza por el cielo.

¿QUÉ LEEN LOS ESTUDIANTES MADRILEÑOS DE AHORA?

 


¡Ya no llueve como llovía antes! – oigo decir a los mayores entre los que, poco a poco, me voy encontrando. En aquellos abriles del alma, al salir de la Complutense, José Luis Estruch y un servidor nos llegábamos hasta la calle madrileña de Fernández de los Ríos. Llovía y los paraguas cargados de lluvia cubrían nuestras cabezas de muchachos de dieciocho años que cursaban su primer año en la Facultad y que aprovechaban que las clases de los martes terminaban a las 11.30 para acercarse a la Moncloa y recorrer los bajos del edificio Galaxia, sí, en donde, unos años antes, se había urdido el golpe de Tejero y entrar en el Club de los Amigos del Disco. Dejadme que me llegue hasta él: Una puerta con una escalera metálica que te bajaba a una sala ancha llena de estantes con LP’s antiguos, de segunda mano. En aquella sala, mientras en la calle seguía lloviendo, pasábamos una hora por lo menos eligiendo el LP que nos queríamos llevar. Se lo pagábamos a aquel chico un tanto extraño y nos íbamos a la librería Universitas- Delta, a la León, a la de los Agustinos o a la que estaba junto a los arcos de la Moncloa que fue la primera en caer. Sí, porque todas esas librerías han desaparecido de Moncloa. Hace muchos años, Aguaviva publicó un LP que se llamaba “Qué cantan los poetas andaluces de hoy?”; un servidor preguntaría ahora: ¿Qué leen los estudiantes madrileños de hoy?”. En aquellos remotos tiempos, los profesores nos daban una lista con las lecturas del año y aquellos estudiantes de los ochenta íbamos a aquellas librerías para comprar aquellos libros que iban a ser nuestra primera biblioteca. En la León, especializada en Filosofía (¿Alguien se imagina, en la actualidad, tan terrible “especialización”?) tenían la colección Clásicos Gredos, encuadernados en azul, tapas duras y letras doradas, al completo y José Luis me decía: “¡Cómo me gustaría tener la Biblioteca Clásica de Gredos al completo!” Ahora está en Internet, en pdf y también en una edición cutre que mi buen amigo Miguel, el librero de Valladolid, vende en Sandoval, pero que no son sino un pálido reflejo de los que aquella magna colección fue pues, de aquellos libros que la componían,  tan sólo quedan unos pocos que RBA, la editorial que se quedó con Gredos, es decir, Planeta para los kioskos, considera que son los más “vendibles”.

         Recuerdo estos años con la nostalgia del viejo de Kavafis, pero es posible que los estudiantes de hoy sigan leyendo a Platón en pdf. Omnia possibilia sunt, pero aquellas mañanas de abril con la lluvia resbalando por los paraguas me siguen procurando un sabor dulce y amargo: el sabor de la nostalgia, el dolor del regreso a un tiempo pasado cuyo autobús hemos perdido para siempre.

LA EDITORA NACIONAL

 

 

Era mayo, era un día de lluvia como hoy y mi buen amigo José Luis Estruch, al salir de la Complutense, o quizás un sábado de gloria pues todos en la juventud lo eran, me dijo que nos podíamos acercar a la Gran Vía madrileña porque estaban saldando los libros de la Editora Nacional cuya librería estaba en la conocida calle. Para allá nos fuimos. Era el año 1983 del siglo pasado, es decir, hace la friolera de cuarenta y dos años y los socialistas había llegado al poder en octubre de ese año. España tenía ganas de cambio y había una ilusión en el aire que, a día de hoy, se ha perdido al comprobar, con desánimo, que todos son los mismos perros con diferentes collares. Los socialistas hablaban del “cambio” que necesitaba España, cosa cierta, sin duda, pero a veces los cambios, como las revoluciones, se llevan por delante a muchos inocentes y, desde luego, inocente era la Editora Nacional que, si bien es cierto que había sido fundada por la Falange y que los libros de José Antonio eran su publicación “estrella”, no menos cierto era que había sido dirigida por hombres de gran  cultura como Laín Entralgo y que en ella habían colaborado el gran Dionisio Ridruejo y otros muchos. En sus último años había sido su director Rafael Martínez Alés, el  creador de Cuadernos para el dialogo y el que, junto a Jaime Ortega Spottorno, hijo de don José Ortega y Gasset, y Jaime Salinas, hijo de Pedro Salinas, acabaría fundando  Alianza Editorial, una editorial sin la que no podemos entender la historia del libro y la cultura en el siglo XX.  Sí, es cierto que también había publicado libros de Franco (la novela Raza con el pseudónimo de Eugenio de Andrade), pero no era menos  veraz que en ella habían publicado autores de todas las tendencias y que había, en todos ellos, una altísima calidad. Baste citar a Luis Gil, a José Hierro, que estuvo preso en las cárceles del Régimen,  o a mi admirado García Calvo, que no tenía mucho de franquista,  y a otros muchos más que formaban un heterogéneo grupo ideológico que iba desde el anarquismo a la Falange.  En su catálogo estaban un I Ching o libro chino de los cambios y un Corán, libros que, como pueden ustedes comprobar son absolutamente nacional católicos. Yo siempre he pensado que los políticos de entonces (como los de ahora) no habían frecuentado mucho Las lecturas que la Editora Nacional brindaba haciendo un gran servicio público y que tan sólo se habían quedado en la “cáscara” sin llegar a la pulpa. Una de las primeras medidas del gobierno de Felipe González fue desmantelar la Editora Nacional como signo inequívoco de progreso. Una pena.

         Cuento esto porque, por lo que se ve, los patres patriae no han sido nunca muy aficionado a las buenas lecturas y no pasan de los textos leguleyos que, en ocasiones, no sirven más que para limpiarse el trasero pues el papel lo resiste todo, pero la vida no.

         Llovía, éramos jóvenes, era mayo y José Luis y yo nos fuimos a la librería de la Editorial Nacional en la Gran Vía madrileña que quizás todavía se llamaba Avenida de José Antonio, la gran “momia” que Franco usaba para asustar a los que se le desmandaban. ¡Ay, juventud, divino tesoro!