domingo, 28 de marzo de 2021

MI RADIO CLÁSICA

 


Es posible que empezara a escuchar Radio Clásica (entonces Radio 2) allá por 1985 o incluso antes. Andaba yo entonces con el Barroco vivaldiano y mi muy querido Bach al que tenía como “obligado” en los estudios de Solfeo y piano, pero, como ya he contado, para mí Bach nunca fue una obligación, sino un deleite. Bien, pues por aquellas fechas, empecé con Radio Clásica: al principio con programas como Plaza Mayor (siempre me ha gustado la música de bandas) y la zarzuela. Poco a poco, fui entrando en aquellos grandes programas de José Luis Téllez, de Rafael Taibo (la voz de Dios en los Diez Mandamientos),  de Carlos José Costas, de José Luis García del Busto, de Fernando Palacios, que se despedía dos veces con su “adiós, adiós”;  del grandísimo José Luis Pérez de Arteaga y su Mundo de la fonografía lleno de su palabra culta y precisa. O, ya para no extenderme en  demasía, el Ars Canendi del grandísimo Arturo Reverter. Radio Clásica era una gozada y un día, en un Corte Inglés, descubrí el boletín de programación al que me suscribí y que recibía cada mes con devoción casi religiosa. Conservo algunas programaciones de aquellas y recuerdo  las entrevistas que se hacían y los comentarios siempre jugosos y cultos. Porque no tengo más remedio que decir, si quiero ser justo, que Radio Clásica ha sido, es y será mi gran escuela para aprender a escuchar la música. No tengo en casa muchos libros de música y tan sólo ocupa los anaqueles de mi biblioteca una Historia de la música que puede ser cualquier cosa menos erudita, pero, para mi conocimiento de modesto oyente, nunca necesité más. Mi Radio Clásica y los libretos de los CD’s en donde siempre viene una información que ha ido completando una educación musical absolutamente autodidacta.

         Sin embargo, quiero haceros una confesión: hubo un programa que oía con especial devoción y ese programa fue Juego de espejos en el que alguien que vivía con la música, pero no de la música (así se decía en el programa) tenía una conversación amena con el presentador; yos confieso algo más: siempre soñé con que me invitaran, a mí, modesto poeta provinciano, a uno de estos programas y, hasta en mi ensoñación, hasta me preparé algunos CD`s que me llevaría a ese programa en el muy hipotético caso de que me invitaran.

         Ahora, todas las mañanas, Martín Llade me acompaña al trabajo:; los martes, Aqualusa me deja en casa con acento portugués; los viernes, vuelvo desgarrado con el flamenco puro  de Las cosas del cante, y los miércoles con la zarzuela de mi niñez, esa que iba a ver con mi abuela Patro.

         Para mí, Radio Clásica no es una emisora de radio, es un miembro de mi familia, un lugar de reunión en donde sé que tengo buenos amigos, un país aliado en el que me refugio del mundo zafio, soez y chabacano que avanza sin remedio.

Han pasado muchos años desde que recibía ese boletín de programación, pero, cuando escucho Radio Clásica, sigo notando que estoy entre amigos, unos buenos amigos que hablan de una de las cosas que presiden mi vida: la música.

sábado, 27 de marzo de 2021

ÁNGEL GABILONDO PUJOL

 

   Debía de correr el año 1974 cuando, en el Colegio del Sagrado Corazón que estaba en la calle Claudio Coello 123, conocí  a Ángel Gabilondo. Era aquel colegio un antiguo palacete de los muchos que las familias nobles del siglo XIX se habían construido en los aledaños de la Castellana y los Hermanos del Sagrado Corazón había puesto la biblioteca en la planta baja, una pequeña habitación con ventanas al patio de cemento que nos servía de recreo y en el que dos inmensos plátanos nos daban sombra.  Para incitar a los alumnos a la lectura,  nos habían proporcionado unos carnets color crema que nos servían para sacar libros y al frente de aquella biblioteca estaba un fraile muy jovencito, de larga melena que le caía sobre los hombros y de trato amable. No era como los frailes más viejos cuyo trato era áspero y difícil. Fuera por su juventud, fuera porque esa era su manera de ser, aquel fraile “era diferente”. Después de las clases, entrenaba a balonmano y era un tipo cercano que tenía un halo especial que destacaba entre el resto de los hermanos corazonistas. Un buen día, ese colegio cerró y nos subieron a otro mayor que había en Chamartín, cerca de donde Samuel Bronston había tenido sus estudios, y, en aquel colegio, el fraile aquel se me quedó en la distancia: había que estudiar más, yo me había hecho mayorcito y enredado en mil historias, le perdí la pista.

         Pasaron los años y un buen día, paseando con mi amigo del alma Pablo Perera Velamazán, el filósofo de Saucelle, por la Gran Vía madrileña,  me habló de un autor que le había deslumbrado y, al decir su nombre, le dije que yo le había conocido de fraile corazonista. Se quedó muy extrañado y, como pasábamos por la Casa del Libro, subimos a la primera planta, donde estaban los libros de filosofía, y me enseñó  un libro en el que aparecía la  foto del “fraile”.  Pude comprobar ( y así se lo dije a Pablo) que hablábamos de la misma persona: de Ángel Gabilondo Pujol, con ese apellido tan catalán que siempre me ha sorprendido siendo como es donostiarra y de una familia muy conocida en Donostia por ser sus padres carniceros en el mercado de La Brecha. Más tarde supe que Ángel  había dejado la orden,  había estudiado Filosofía en la Autónoma y que ahora era un afamado catedrático de esa misma Universidad de la que además era rector. Pablo me recomendó algunos libros suyos que leí con dificultad porque sabido es que a los filósofos les gusta ser oscuros.

         Después vino su Ministerio con Zapatero, su presencia en la Comunidad de Madrid y ahora su candidatura política para presidirla. Cuando le veo en la televisión, me acuerdo de aquel fraile que tenía “un algo especial”, que no era soso, como dice sus rivales políticos,  y que,  con sus maneras,  nos enseñó lo que era la libertad, la tolerancia y el respeto que había él recibido de sus padres. Recordaba Iñaki hace poco en tv que su madre, vasco parlante pese a tan catalán apellido, cuando salía un tema “delicado” políticamente hablando, les decía, isilik. P que, en vasco, significa “silencio”. Por cierto, ahora que hablo de él,  también su hermano  las practica y es por eso que tanto enciende a los periodistas que van con el hachón encendido para quemar al rival. Yo creo que Ángel no ha cambiado nada y sigue creyendo en esas tres palabras de las que parece que últimamente los políticos se han olvidado.  Tengo a veces la sensación de que se está perdiendo la obra de un gran intelectual por una labor que no merece la pena teniendo en cuenta la jauría de desalmados que puebla la política española últimamente; de que Ángel está muy por encima de sus rivales que practican una política de patio de vecindad; de que estar en política es perder el tiempo. Pero Ángel no piensa así porque la misma idea de ayuda al prójimo que le hizo ingresar en la orden de los Corazonistas es la que le impulsa para enfrentarse a la bazofia política que lo rodea.

         Por si algún listillo de esos que pululan por el mido piensa que le estoy haciendo campaña gratis, digo públicamente que jamás le votaría. Pero como soy persona civilizada y no un hotentote (con el perdón de los hotentotes) quiero dejar claro mi respeto y mi admiración por Ángel Gabilondo Pujol, el harategien semea, el fraile corazonista y el filósofo de fuste. Eskerrik asko, Ángel.

LA TIERRA QUE PISAMOS

         

Hace muy poco os hablaba de Jesús Carrasco y de su última novela; hoy os hablo de su segunda novela que tenía aparcada desde hacía bastantes años. Tras leerla en estos últimos días, os digo que es una novela difícil, no apta para los paladares de literatura barata, que nos habla de la libertad, de la ocupación de una tierra por unos invasores, del genocidio, del dolor, de la muerte, de un hombre que resiste más allá de lo humano, de la sangre de los vivos y de los muertos, de los enormes bosques del norte al que golpean inmisericorde el hacha del asesino; de gentes sin entrañas y de la mentira del colonialismo que esconde su voracidad con un paternalismo canalla. Y, sobre todo, nos habla de la tierra, de la tierra que habitamos, de la tierra que somos, de la tierra que seremos, de la tierra que pisamos. Un hermoso libro que te deja con la perplejidad de las grandes obras literarias. 

martes, 16 de marzo de 2021

EL ESTANQUERO DE LAS ALBARCAS, LA MONJA DE LAS LLAGAS Y UN SARGENTO DE TARANCÓN

 


Toda esta historia comienza cuando,  en el Real Sitio de San Ildefonso, la reina regente María Cristina se enamora de un sargento de su guardia de corps, Agustín Fernando Muñoz y Sánchez con el que se casó, contrayendo matrimonio morganático, en secreto y en el Palacio Real de Madrid. El sargento era de Tarancón y contaba a la sazón veintiocho tiernos años y tan sólo dos más su real alteza. Mas ¿qué tiene que ver la monja en todo este embrollo del corazón? Pues mucho porque el padre de la monja, - en religión sor María Rafaela de los Dolores y Patrocinio de Nuestra Señora, más conocida como sor Patrocinio, la monja de las llagas-, había tenido negocios con el padre del sargento que era estanquero. Parece ser que ese fue el motivo por el  que sor Patrocinio entró en Palacio como también entró el cura que casó a María Cristina con el sargento, y que se llamaba Marcos Aniano González, amigo del novio, que durante tres lustros fue capellán de Palacio y confesor de María Cristina. Vaya por delante que a mí, la tal Patrocinio, me cae simpática tan sólo porque se llama como mi abuela Patro cuyo nombre completo era Cristina del Patrocinio, pero a la que llamaban Patro y, cuando era una niña, Tati. En fin, que,  gracias al conocido por el pueblo como “el estanquero de las abarcas” y sus negocios con el padre de sor Patrocinio , entró ésta en palacio en donde conoció a Isabel II cuando la pobre niña, educada para ser un títere de las camarillas palaciegas, contaba con tan solo trece años. El sargento ascendió a general y  recibió numerosos títulos de nobleza siendo el más usado y conspicuo el de duque de Riánsares con grandeza de España. Pero de esta familia trataremos con más detalle porque se merecen una entrada aparte si es que tenemos tiempo y ocasión.

LA ENTREPIERNA MALDITA DE LOS BORBONES

 


         Lo de los Borbones y la entrepierna parece que es una maldición bíblica. Sabidos son las aventuras de Fernando VII cuyo pene tenía tal tamaño que los médicos tuvieron que prepararle un artilugio para que pudiera mantener relaciones con la reina sin “dañarla”;  las de su viuda María Cristina con el sargento al que, finalmente, convirtió en marido;  las de su hija Isabel con tantos amantes que no cabrían en esta entrada de blog y las de Alfonso XII que llegó a parar un tren para tirarse a una guardagujas (no me obliguéis al chiste fácil de que, al final, en lugar del tirarse al tren, se tiró a la pobre empleada). Pero también Alfonso XIII tuvo las suyas y fueron muchas las amantes de las que tuvo algunos  frutos  que hemos llegado a conocer como,  verbi gratia, don Leandro de Borbón. Sin embargo, lo que he sabido hace poco es que don Alfonso fue un gran productor de cine porno. Y no sólo productor, sino también guionista. Por si esto fuera poco, el mismísimo conde de Romanones ejerció de intermediario entre la productora barcelonesa Royal Films, - de los hermanos Ramón y Ricardo Baños con los que llegó a rodar unas setenta películas que se estrenaban en el cine del Palacio Real y que luego se exhibían de madrugada en las salas del barrio chino de Barcelona-, y el mismísimo rey de las Españas. De todo ese material tan sólo nos han quedado tres: Consultorio de señoras, El ministro y El confesor que fueron rodadas entre 1915 y 1925. Don Alfonso era un sportman, amantes de los coches de gran cilindrada, tío campechano  que no tuvo reparo en bañarse en bolas en las Urdes y al que le gustaban los cigarrillos egipcios. Vamos a boa vida que se dice en galego. Sin embargo, creo que con lo del porno se pasó cien pueblos. También se pasó con la guerra de África y luego vendría  el “informe Picasso”  y la Dictadura de Primo de Rivera que aceleraron su caída. Finalmente, murió en Roma, bajo el manto de la Virgen del Pilar. ¡Que le quiten lo bailado al monarca!

"É PUTANNA, MA PIA" O LA REINA ISABEL II SEGÚN PÍO NONO

 


El padre Claret, confesor de la reina y fundador de los claretianos, estaba que trinaba: Isabel II había reconocido el nuevo reino de Italia en contra de los Estados Vaticanos. El hecho no era algo que atentara contra ningún dogma de la Iglesia, pero no podía ser que una reina católica no apoyara al papa Pio IX. Claret creía que la reina había incurrido en excomunión. Sin embargo, la política vaticana, quizás porque los acontecimientos habían devenido en una situación muy tensa en la que las fuerzas más conservadoras de España llegaron a preguntar que por qué el padre Claret oficiaba misa para la reina, decidió concederle a Isabel la Rosa de Oro del Vaticano. Algunos cardenales no lo comprendieron y le dijeron a Pio IX que cómo iba a conceder la Rosa de Oro Vaticana a una mujer que, por su ardor sexual y sus numerosos amantes, bien podía ser considerada como una putanna. Es fama que Pío Nono respondió estas famosas palabras:

-         É putanna, ma pia.

 

Y es que el papa tenía razón porque Isabel se entregaba al sexo con locura, pero inmediatamente corría a confesarse de con Claret al que no le arriendo las ganancias por lo que tendría que oír el pobre. La reina tenía una fe sincera, quizás algo infantil, pero junto a un sentimiento sexual desbocado – que ella supo usar y del que sacó provecho-, tenía una fe sincera que le llevaba a escuchar misa diaria y a recibir, también a diario la santa Comunión.

        Como no somos nadie para juzgarla,  quedémonos con lo que de anecdótico el asunto tiene. Que Deus nos perdoe. 

jueves, 4 de marzo de 2021

ESPARTA O LA DICTADURA DEL MIEDO

 


Habían sido una cultura brillante, con banquetes en donde cantaban sus poetas, Alcman o Tirteo - otro día hablamos de ellos-,  y se convirtieron en una extraña diarquía en donde no había más cultura que, si se le puede llamar cultura, que la guerra. Cierto es que los mesenios podían volver a pedirles los que les habían quitado; que, como en la novela de Dino Buzzatti, El desierto de los tártaros,  había que vigilar porque, cualquier día, los tártaros, o los mesenios en este caso, podían llegar. Pero llegó un momento que,  a los espartanos - pues como el sabio lector habrá descubierto, es de ellos de quienes hablamos-, sólo vivían para la guerra. Y se acabaron los poetas con hermosos poemas de lírica coral porque el miedo a los mesenios les había convertido -¡triste paradoja!-,  en los esclavos de los mesenios. Es más, sin darse cuenta, estaban protegiendo una sociedad que ya no merecía la pena proteger. ¿Acaso iba a ser peor una sociedad mesenia que una sociedad en donde los hombres se pasaban más de cincuenta años – toda su vida-, en un cuartel? ¿Una sociedad en la que los padres no podían tener a sus hijos con ellos? ¿Unos ciudadanos dedicados como única ocupación a la guerra? El miedo aparece cuando tenemos miedo a perder algo bueno,  pero la sociedad espartana acabó derivando en una sociedad tan poco apetecible como la Rusia soviética. El miedo, como bien saben los dictadores, tiene mucho poder. Un pueblo que teme es un pueblo manipulable, un pueblo esclavo, un pueblo al que se le va quitando lo que de humano tiene la vida y toda la vida se le centra en luchar contra un enemigo que, como los tártaros de Buzatti, nunca llegan o, si llegan, lo hace de manera fantasmal, sin dejarse ver a las claras. Esparta perdió una gran vida cultural y hasta su gastronomía se vio reducida a un incomestible caldo negro, mezcla de sangre de cerdo, vinagre y sal. Había que criar hombres duros que anduvieran descalzos y que, como ritual de paso, mataran a algunos ilotas al estilo del Ku-Klux-Klan. Fue una pena. Tengamos cuidado no nos ocurra a nosotros lo mismo.